El primer maestro de Afonso fue el profesor Manoel Ferreira, un dinamico individuo de Leiria que habia llegado hacia mas de veinte anos a Rio Maior, donde abrio la escuela, la unica institucion de ensenanza primaria para ninos que habia en el pueblo. El profesor Ferreira era seguidor intransigente de una disciplina rigida en las aulas y obligo a Afonso, a ejemplo de sus companeros, a usar babi.

– Aqui no hay ricos ni pobres -le explico a la senora Mariana cuando esta se sorprendio ante la imposicion-. En la escuela son todos iguales y por eso visten igual.

A la disciplina ferrea, Manoel Ferreira anadia metodos pedagogicos innovadores y activos, como la cartilla Joao de Deus. El profesor estaba casado con dona Maria Vicencia, de quien tenia once hijos, pero, a los cuarenta y cuatro anos, le quedaba aun tiempo para dirigir los periodicos O Riomaiorense y, posteriormente, el Civilisacao Popular, semanarios de los que era fundador, ademas de una imprenta. Fue Manoel Ferreira quien le enseno a Afonso a leer, asociando letras a dibujos y sonidos, de acuerdo con las nuevas teorias de ensenanza.

La dureza de las tareas que su padre encargaba a Afonso en la labranza hizo que al pequeno le gustase ir a clase. Consideraba la escuela un lugar de descanso que le daba la oportunidad de huir del exigente trabajo en la tierra. Afonso se aplico en los estudios, pero sobre todo en los juegos, la emocion del «corre, corre» y del «pidola», que se convirtieron en sus favoritos. El principal, sin embargo, era el football, al que solian jugar con una pelota hecha de trapos y medias viejas. Al mediodia iba a casa a comer algo y llevaba despues una cesta con comida para Joao y Joaquim, que trabajaban en el aserradero. Los dos iban a reunirse con el a mitad de camino para recoger la cesta, y Afonso volvia despues a la escuela. Al final de las clases, se perdia jugando a la pelota con sus amigos en el Largo Conselheiro Joao Franco, la principal plaza de Rio Maior, hasta el dia en que rompio el escaparate de la farmacia Barbosa con una pelota reforzada con un revestimiento de cuero. Como todos en el pueblo se conocian, el doctor Francisco Barbosa fue a quejarse a la madre y, a partir de ese dia, se acabaron los partidos de football posescolar.

La pasion del pequeno Afonso por el football le nacio del unico viaje que hizo en sus primeros diez anos de vida. Cuando tenia seis anos, meses antes de ir a la escuela por primera vez, sus padres recibieron la noticia de que la prima Ermelinda, una pariente lejana de la madre, se estaba muriendo de tuberculosis. La prima Ermelinda vivia en Lisboa y se decidio que irian a visitarla el domingo siguiente. Nunca habian ido a la capital, por lo que el viaje desperto una gran animacion en la familia: en honor a la verdad, las dolencias de la prima Ermelinda solo preocupaban a la senora Mariana; para el senor Rafael y sus hijos aquello suponia, a fin de cuentas, un apropiado pretexto para ir a visitar la gran ciudad. Corria entonces el ano 1896, las ventas de toneles de vino a los almacenes habian sido excelentes y habia dinero disponible para el ansiado paseo.

Se levantaron hacia las cuatro de la madrugada del domingo del 9 de agosto, se pusieron la mejor ropa y rezaron a la mesa para compensar la misa dominical a la que tendrian que faltar. Afonso era, en ese momento, un chico canijo, con el pelo cas-tano lacio y ojos color chocolate que sobresalian en su tez palida. A pesar del sueno, estaba rebosante de entusiasmo y excitacion, no resistia esperar mas para el gran viaje.

Los Laureano cogieron dos fardeles previamente preparados y un garrafon de tinto y se embarcaron en la linea de char-a-bancs. Pagaron quinientos reis por persona, billetes de ida y vuelta, y siguieron por la Estrada Real n.° 65 hasta Caldas da Rainha. En la estacion de Caldas compraron billetes de segunda clase para el primer rapido, a mil setecientos veinte reis cada uno; a las siete y media de la manana, el matrimonio Laureano y los tres hijos menores cogieron el tren. Pararon en sucesivas estaciones y apeaderos, primero Obidos, despues otros lugares de los que Afonso nunca habia oido hablar: Bombarral, Outeiro, Ramalhal, Torres Vedras… Perdieron la cuenta, pero en Porcalhota se sintieron ya con un pie en la capital. Despues siguieron Benfica, Campolide y Alcantara. Acabaron entrando en Rocio a las diez y media de la manana.

– Ay, que confusion, valgame Dios -se quejo Mariana, sofocada por el calor estival y aturrullada por el nervioso movimiento en la estacion-. ?Vamos a ver a Ermelinda?

– Calma, mujer, calma -repuso su marido, excitado por conocer la ciudad y nada interesado en desperdiciar el paseo en casa de una moribunda que apenas conocia-. Tenemos tiempo para tu prima, quedate tranquila. Primero vamos a dar una vuelta, anda. -Miro a su alrededor, los edificios parecian extranos, sofisticados, grandiosos, los hombres eran unos petimetres, pero sobre todo habia alli mujeres de aspecto distinguido, con sombrillas en la mano y muy cuidadas, unas verdaderas flores, duquesas sin duda. Se froto las manos, radiante-. ?Esto promete, vaya si promete!

Todo les resultaba novedoso. El senor Rafael, compenetrado en su responsabilidad de jefe de familia, se mostraba particularmente nervioso. Para sentirse mas a gusto, al interpelar a cualquier persona intentaba siempre introducir Rio Maior en la charla, era un modo de transportarlo a un lugar familiar, y comenzo a hacerlo alli mismo, en la estacion.

– Oiga, amigo, ?usted ha estado alguna vez en Rio Maior? -le pregunto a un empleado de la Compania Real de las Vias Ferreas Portuguesas.

El hombre lo miro estupefacto.

– ?Yo? No.

– Mal hecho -replico el senor Rafael-. Digame, por favor, donde queda el Terreiro do Pago.

Afonso era aun pequeno, pero el bullicio agitado de la vida ciudadana no escapo a su atencion. Subieron gratis a un coche proveniente de Alverca, el cochero era un campesino que habia entrado en la ciudad para llevar patatas al Campo das Cebolas, y cruzaron una plaza de dimensiones nunca vistas, tan grande que sin duda Rio Maior cabria alli entero.

– Esta es la plaza de don Pedro IV -anuncio el campesino, que chasqueo con la lengua para incitar a las muias-. Era la plaza de la Inquisicion, pero la gente la conoce ahora como el Rocio. Aqui llegaron a hacerse corridas de toros y a quemarse herejes, fijense.

Una calle rodeaba la vasta plaza del Rocio, con arboles vigorosos alineados en los extremos. El suelo era un tablero de calzada a la portuguesa con un diseno de olas, bancos de jardin colocados delante de los arboles, una esbelta columna en el centro con la estatua encima de don Pedro IV, la rica fachada del teatro de dona Maria II al fondo, casas que rodeaban la plaza, muchas de ellas comercios: la tabaqueria Monaco, las confecciones Martis, la confiteria Cardoso, mas alla el cafe Gelo.

Deprisa, el coche dejo el Rocio atras y se interno por la Rua Augusta, que recorrieron admirando el rico y variado comercio que la llenaba de vida: de un lado la casa dos Bordados, del otro la zapateria Lisbonense, mas adelante la casa Americana; entraron finalmente en la fastuosa plaza del Comercio y el campesino detuvo el coche para que bajasen. Agradecieron el paseo gratuito y el hombre retomo su camino, dejandolos que deambulasen a su antojo por el Terreiro do Pago. Admiraron el muelle de las Columnas y los barcos ahi atracados o que se deslizaban por el rio con las velas al viento, rodearon la plaza con los ojos primero atentos a la imponente estatua ecuestre de don Jose. «?Mirad el caballo negro!», apunto el senor Rafael a los ninos; despues miraron con un silencio respetuoso los majestuosos edificios amarillos que rodeaban geometricamente la plaza con sus profundas arcadas y galerias y los torreones en las alas perpendiculares. Finalmente se maravillaron con el Arco Triunfal y la estatua en pie en el extremo, con las manos extendidas sobre las cabezas de otras dos estatuas mas bajas. No podian saberlo, pero era la Gloria coronando al Genio y al Valor, con la misteriosa leyenda Virtvtibus maiorvm por debajo, algo que no descifraron, pues no la entendian, no sabian latin, no sabian siquiera leer. Satisfechos, decidieron regresar al punto de partida por otro camino. Cruzaron la Rua do Arsenal y entraron por la Rua Aurea. Se admiraron ante los altos armarios de cristal colocados a la puerta de la joyeria Cunha & Irmao, abastecedora de la Casa Real. Exhibia sus piedras preciosas, «?esto es riqueza!». Pasaron por la guanteria Gatos y se les hizo la boca agua frente al escaparate de la Maison Parisiense, la patisserie que se jactaba de sus helados «de todas las clases».

Desembocaron nuevamente en el Rocio. Un sol caliente de estio, que banaba la plaza con violencia y empujaba a las personas hacia las sombras protectoras, hacia realzar los colores vistosos de las tiendas, en un agradable contraste con el azul fuerte y profundo del cielo. A Afonso le extrano que anduviese por alli poca gente descalza, habia muchas personas con zapatos circulando por la plaza, situacion que le indicaba que los lisboetas eran gente rica y refinada. En vez de las gorras de Ribatejo que se habia habituado a ver en Rio Maior, comprobo que en Lisboa muchos hombres usaban elegantes sombreros en la cabeza, ya chisteras, ya bombines. Ademas, balanceaban bastones en la mano y se ataviaban con corbatas y lazos que adornaban ropas que parecian limpias: en el pueblo, solo el doctor Barbosa, el profesor Ferreira y pocos mas tenian el habito de presentarse tan atildados.

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