prescindir de tu compania. Creo que sera mejor que los lleve yo solo.
– Muy noble -dijo incisivamente Edmundo-, pero no muy brillante. No seas necio, Ned. Sabes que me necesitas…
La duquesa de York escuchaba con incredulidad a sus hijos.
– ?No puedo creer lo que oigo! -intervino-. ?No me oisteis decir que no pienso irme de Ludlow? ?Que te proponias, Eduardo? ?Arrojarme sobre tu caballo como si fuera una manta?
Se sintieron consternados y avergonzados por su furia, aunque habrian afrontado sin pestanear a su iracundo padre. Y ella los vio tan jovenes que se aplaco y una ola de orgullo protector le apreso el corazon, mezclado con temor por ellos. Titubeo, buscando las palabras apropiadas, buscando esa paciencia tipica de las madres de hijos adolescentes, recordandose que ahora eran ciudadanos de dos paises, que atravesaban con tal frecuencia las elusivas fronteras que separaban la edad adulta de la ninez que nunca sabia donde se hallaban.
– Tu preocupacion es meritoria, Eduardo, y tambien la tuya, Edmundo. Me enorgullece que esteis dispuestos a arriesgar la vida por mi y vuestros hermanos. Pero seria un riesgo vano. Por ahorrarnos ciertas incomodidades, podriais provocar vuestra muerte. No lo permitire.
– El riesgo no seria tan grande,
– No estoy de acuerdo. Creo que el riesgo seria inmenso. ?Y por nada, Eduardo, por nada! Aqui no corremos peligro. ?Crees que retendria a Jorge y Ricardo en Ludlow si pensara que pueden sufrir algun dano?
Vio que habia dado en el blanco, y Eduardo lo concedio con una mueca.
– Claro que no,
– Y si corro peligro en manos de Lancaster, Eduardo, sucederia lo mismo en Wigmore. El castillo de alla pertenece a York. No seria dificil averiguar nuestro paradero. No, me quedare en Ludlow. No abrigo ningun temor por mi o vuestros hermanos, aunque confieso que siento temor por los aldeanos. Son nuestra gente; yo deberia estar aqui para hablar en su nombre.
– Como quieras,
Calles desiertas, tiendas tapiadas, puestos vacios; hasta los perros guardaban un extrano silencio. Solo los mugidos del ganado acorralado en la plaza de toros del mercado rompia la quietud perturbadora que envolvia la aldea mientras la avanzada del ejercito de Lancaster atravesaba el puente de Ludford y entraba en Ludlow.
No se topo con ninguna resistencia; no habia soldados en los terraplenes con que las fuerzas de York habian bloqueado la carretera de Leominster. Recorrieron Broad Street y atravesaron Broad Gate sin oposicion. En un silencio perturbador se desplazaron al norte, hacia la calle mayor. Alli frenaron abruptamente ante una mujer y dos ninos que los aguardaban en la escalinata de la alta cruz del mercado.
El ejercito de Lancaster invadia Ludlow. Las calles angostas estaban abarrotadas de soldados jubilosos. Los estandartes del Cisne y la Rosa de Lancaster flameaban al viento, ondeaban sobre la cabeza de la duquesa de York y sus hijos menores.
Cuando aparecio el caballero, reflejando el sol con brillo cegador en su armadura brunida, Ricardo se pregunto si seria el rey Enrique. Pero el rostro ensombrecido por la visera alzada era demasiado joven; ese hombre no era mucho mayor que su hermano Ned. Ricardo se arriesgo a susurrarle una pregunta a Jorge y quedo muy impresionado por el desparpajo con que su hermano le respondio.
– No creo que veas a Enrique aqui, Dickon. Dicen que esta mal de la azotea.
En ocasiones Ricardo habia oido referencias enigmaticas a la salud del rey, y todos comentaban con un sarcasmo que el comprendia a medias que el rey no estaba «del todo bien». Pero estas insinuaciones no estaban destinadas a sus oidos, y eran tan parcas que no se atrevia a preguntarle ni siquiera a Eduardo. Nunca habia oido la verdad expresada con tanta audacia, en medio de los soldados de ese mismo rey, y Jorge le desperto una mezcla de admiracion y aprension.
Jorge miraba fijamente al joven caballero que se aproximaba a la escalera. Tiro de la manga de su madre.
–
– No, es milord Somerset -dijo ella serenamente, y su tono neutro e impasible no permitia adivinar que acababa de mencionar a un hombre que tenia mas motivos que nadie para odiar a la Casa de York, un hombre cuyo padre habia muerto en una batalla que su esposo habia ganado. La duquesa bajo la escalera para salirle al encuentro.
Enrique Beaufort, duque de Somerset, tenia solo veintitres anos, pero le habian confiado el mando del ejercito del rey. Margarita de Anjou, la reina francesa de Lancaster, desafiaba las convenciones al cabalgar con sus tropas, pero habia ciertas restricciones que aun ella debia observar, y mas le valia recordar que no habia ninguna Juana de Arco en la tradicion inglesa.
Somerset no se habia apeado. Conteniendo a su inquieto corcel con mano experta, escucho pacientemente mientras la duquesa de York hacia una apasionada y persuasiva apelacion en nombre de los aldeanos de Ludlow.
A los cuarenta y cuatro anos, Cecilia Neville aun era una mujer sumamente agraciada, con la esbeltez de la juventud y ojos grises y francos. Somerset no era del todo indiferente a la atractiva imagen que ella ofrecia, de pie en la cruz del mercado, flanqueada por sus hijos menores. Sospechaba, sin embargo, que esa postura estaba cuidadosamente calculada para apelar a una sensibilidad caballeresca. No le agradaba esa mujer altiva que era esposa de su enemigo jurado, y noto con satisfactoria ironia que el papel de suplicante no le sentaba bien.
Aunque se sentia obligado a otorgarle la cortesia debida a su rango y sexo, y dejarla hablar en nombre de Ludlow, no tenia la menor intencion de escuchar esos ruegos. Hacia tiempo que Ludlow era un baluarte de York; una rendicion de cuentas surtiria un efecto saludable en otros poblados que vacilaban en su lealtad a Lancaster.
Interrumpio para preguntar lo que ya sabia. La duquesa de York respondio de inmediato. ?Su esposo? Se habia ido de Ludlow, asi como su hermano, el conde de Salisbury, y su sobrino, el conde de Warwick. ?Sus hijos Eduardo, conde de March, y Edmundo, conde de Rutland? Tambien se habian ido, dijo friamente.
Somerset se irguio sobre los estribos, escrutando la elevada muralla externa del castillo. Sabia que esa mujer decia la verdad; su presencia era prueba suficiente de que los yorkistas habian huido. Mas aun, recordaba que detras del castillo habia un puente que cruzaba el rio Teme y conducia a la carretera que iba hacia el oeste, a Gales.
Gesticulo abruptamente y los soldados subieron la escalinata de la cruz. Los ninos retrocedieron y Somerset tuvo la satisfaccion de ver un subito temor en la cara bonita y altanera de Cecilia Neville. Ella abrazo a sus hijos y quiso saber si el duque se proponia ensanarse con ninos inocentes.
– Mis hombres estan aqui para velar por vuestra seguridad, madame. -Lo irritaba esa actitud desafiante; despues de todo, era solo una mujer, y para colmo la mujer de York. No veia motivos para no recordarle la realidad de sus respectivas posiciones, y dijo sin rodeos que antes de que el dia hubiera concluido ella agradeceria la presencia de una guardia armada.
La duquesa palidecio, oyendo en esas palabras el tanido funebre de Ludlow, sabiendo que habia un solo hombre que podia evitar la inminente carniceria, esa alma extrana y gentil que solo anhelaba la paz de espiritu y estaba casado con esa mujer que los yorkistas consideraban una Mesalina.
– Deseo ver a Su Gracia el rey -dijo con firmeza-. El no tiene subditos mas leales que las gentes de Ludlow.
Era un requerimiento imposible, pero Somerset no podia reconocer que lo era. Se trago una replica amarga.
– Su Gracia se ha quedado en Leominster -dijo con voz cortante.
Cecilia ya no miraba a Somerset. Ricardo, que estaba tan cerca de ella que le pisaba el dobladillo del vestido, noto que su madre endurecia el cuerpo en un movimiento pequeno e indeciso, pronto sofocado. Y luego se prosterno en una reverencia muy precisa y controlada que carecia totalmente de su gracia habitual. Ricardo se apresuro a imitarla, y al arrodillarse en la escalinata de la cruz del mercado tuvo su primer atisbo de la reina.
Su primera impresion fue de embeleso. Margarita de Anjou era la mujer mas bella que habia visto, tan bella como las reinas de los cuentos que le contaba Joan para dormirlo. Vestia de oro y negro, como las enormes