mariposas que Ricardo habia perseguido todo el verano con futil fascinacion. Tenia ojos enormes y negros, mas negros que los rosarios de azabache de Whitby tan apreciados por su madre. La boca era escarlata, el cutis era niveo. Una toca de gasa dorada le cubria el pelo oscuro, y una tela resplandeciente que parecia hecha con la luz del sol le enmarcaba el rostro con sus pliegues flotantes. Nunca habia visto nada similar, y no podia apartar los ojos de esa tela ni de la reina.
– ?Donde esta vuestro esposo, madame? ?Acaso os ha abandonado para que pagueis el precio de su traicion?
Ricardo amaba el sonido de la voz de su madre, clara y grave, tan melodiosa como los repiques de la capilla. La voz de la reina era decepcionante, estridente y agresivamente burlona, y el acento de su Anjou natal era tan marcado que costaba distinguir las palabras.
– Mi esposo ha jurado lealtad a Su Gracia el rey, y ha permanecido fiel a ese juramento.
La reina rio. Ricardo encontro esa risa tan desagradable como la voz. Se acerco mas a su madre, le metio la mano en la manga del vestido.
Noto con sorpresa que la reina lo miraba. Se quedo petrificado, sin poder liberarse de esos ojos negros y relucientes. Estaba habituado a que los mayores lo miraran sin verlo, y aceptaba que era tipico de los adultos que los ninos les resultaran poco visibles. La reina, en cambio, lo veia con toda claridad. Ese escrutinio glacial era extranamente calculador; lo asustaba, y no entendia por que.
Ahora la reina miraba a su madre.
– Dado que vuestro esposo y vuestros hijos, March y Rutland, han huido tan valerosamente de las consecuencias de su traicion, vos, madame, debeis ser testigo en lugar de ellos. Observad bien el precio que cobramos a quienes son desleales a la corona.
La reaccion de Cecilia fue inmediata e imprevista. Se aproximo a la lustrosa yegua negra de Margarita.
– Estas gentes son buenas gentes, temerosas de Dios y leales a su rey. Os aseguro que no tienen ninguna deuda de deslealtad para con Su Gracia.
– Madame, me estorbais el paso -murmuro Margarita.
La fusta de cuero corto el aire, la yegua avanzo, y por un momento de terror escalofriante Ricardo creyo que el animal pisotearia a su madre. Pero Cecilia vio la intencion en el rostro de Margarita y se aparto a tiempo, y un soldado alerta le ayudo a conservar el equilibrio.
Ricardo paso junto al soldado, se abrazo a su madre; Jorge ya estaba junto a ella. Ella temblaba y por un momento se apoyo en Jorge como si fuera un adulto.
– Sacad a mis hijos de la aldea -jadeo-. Por favor, Vuestra Gracia… Vos tambien sois madre.
Margarita se giro en la silla. Tiro de las riendas, guiando a la yegua de vuelta hacia la cruz.
– Si, soy madre. Hoy se cumplen seis anos del nacimiento de mi hijo… y casi desde el dia en que nacio, hay quienes se empenan en negarle su derecho, quienes se atreven a decir que mi Edouard no es hijo legitimo de mi esposo el rey. Y vos conoceis tan bien como yo, madame, al hombre mas responsable de esas viles calumnias… Ricardo Neville, conde de Warwick. ?Warwick… vuestro sobrino, madame! ?Vuestro sobrino!
Pronuncio estas palabras con voz colerica, y un rapido borboton de ininteligibles imprecaciones en frances. Recobrando el aliento, miro en silencio a la mujer cenicienta y a los ninos ateridos de miedo. Con suma lentitud, se quito un guante de montar, cuero espanol con finas costuras y forro de marta. Vio que Cecilia Neville erguia la barbilla y que Somerset sonreia, supo que ambos esperaban que abofeteara a la duquesa con el guante. En cambio, lo arrojo al suelo, a los pies de Cecilia.
– Quiero que este villorrio sepa que destino aguarda a quienes respaldan a los traidores. Encargaos de ello, milord Somerset -ordeno. Sin esperar respuesta, fustigo el flanco de la yegua, haciendola girar en un vistoso alarde de destreza ecuestre, y se interno en Broad Street al galope, desperdigando a los soldados.
Una muchacha gritaba. El sonido llegaba en olas escalofriantes que hacian temblar a Ricardo. Habia tanto terror en esos alaridos que sintio un morboso alivio cuando se volvieron mas ahogados e imprecisos y por ultimo cesaron. Trago saliva, procuro no mirar hacia la iglesia de donde venian los gritos de la muchacha.
El viento cambio, trajo el olor acre de la carne quemada. Las casas eran incendiadas una tras otra, y las llamas se habian propagado a una pocilga lindera, atrapando a varios de los desdichados animales. Por suerte los aullidos de los puercos moribundos ya no se oian, pues el chillido de dolor de esas criaturas condenadas le habia causado nauseas. Habia visto animales sacrificados por su carne, e incluso Eduardo y Edmundo lo habian llevado a una caceria de venado en septiembre. Pero esto era diferente; esto era un mundo desquiciado.
Un mundo donde los hombres eran arreados por las calles como ganado, con cuerdas de canamo colgadas del cuello. Un mundo donde los soldados desmantelaban tiendas saqueadas para obtener madera y construir un patibulo delante del ayuntamiento. Un mundo donde el hijo menor del copista de la ciudad habia sido apaleado y dado por muerto en medio de Broad Street. Desde la cruz, Ricardo aun podia ver el cuerpo. Trataba de no mirarlo; el hijo del copista le habia ayudado a atrapar al cachorro de zorro que habia descubierto esa memorable manana estival en el prado de Dinham.
Al apartar los ojos del cuerpo de ese nino conocido y querido, Ricardo vio una mancha que se extendia en el suelo al pie de la cruz, riachuelos rojos que caian en los desagues. Observo un instante, dio un respingo.
– ?Jorge, mira! -Senalo con fascinado horror-. ?Sangre!
Jorge miro, se acuclillo y agito las ondas con el dedo.
– No -declaro al fin-. Es vino… de alla, ?ves? -Senalo la esquina, donde habian apilado enormes toneles de una taberna saqueada y los habian vaciado en el desague central.
Jorge y Ricardo se volvieron al ver pasar un toro al galope, azuzado por los aburridos soldados que Somerset habia dejado para custodiarlos. Ricardo aun se sentia incomodo con sus guardias; aunque hasta ahora habian impedido que los soldados que correteaban alrededor de la cruz molestaran a la duquesa de York y sus hijos, era evidente que no estaban conformes con esta mision. Habian mirado con abatimiento mientras sus camaradas compartian los despojos de la aldea saqueada, y Ricardo estaba seguro de que la mayoria habrian estado dispuestos a escuchar la insistente peticion de su madre de que los llevaran al campamento del rey. Pero el jefe se habia negado rotundamente, declarando que no podian actuar sin ordenes del duque de Somerset y que nadie abandonaria el precario refugio de la cruz, ni los cautivos ni sus renuentes captores.
La duquesa de York lanzo un grito. Un hombre atravesaba a trompicones la calle mayor, moviendose despacio, sin ton ni son, como un barco a la deriva. No prestaba atencion a los soldados que chocaban con el, cargados con botin tomado del desvalijado castillo, que se elevaba sobre la desventurada aldea como el esqueleto expuesto de una presa del pasado. Cuando tropezo con los talones de un soldado car-gado de botin, lo llenaron de insultos, lo apartaron a codazos. Otras manos intervinieron para impedir la caida, e incluso para cederle el paso; esos hombres, que acababan de violar y ejecutar, tenian escrupulos para cometer violencia contra un sacerdote.
El habito y la cogulla lo identificaban como uno de los hermanos carmelitas de los frailes blancos de Santa Maria, pero la tunica antes inmaculada estaba manchada de hollin y salpicada de sangre. Se les acerco y vieron que tenia una sola sandalia, pero se interno obtusamente en el lodo revuelto de la calle, en el vino turbio que ahora formaba un charco en el desague, alrededor de la cruz. Al oir su nombre se detuvo, parpadeando. La duquesa de York volvio a llamarlo y esta vez la vio.
Los guardias no intentaron detenerlo cuando subio la escalinata de la cruz, mirando con apatia mientras Cecilia le cogia la mano tendida. Ella echo un vistazo al habito manchado y a la cara palida y sucia.
– ?Estais herido?
El sacudio la cabeza.
– No… Sacrificaron a nuestro ganado. Las vacas lecheras, las ovejas… Los establos estan llenos de sangre…
Dejo de hablar y sus ojos se enturbiaron, y solo se despabilo cuando ella repitio su nombre. Miro a la duquesa y los dos azorados ninos. No se parecia a ningun fraile que hubieran visto, tan desharrapado como el mendigo mas pobre, con los ojos vidriosos y la boca flacida de un beodo.
– Madame, saquearon el convento. Se llevaron todo, madame, todo. Luego incendiaron los edificios. La despensa, la cerveceria, incluso la enfermeria y el hospicio. Asaltaron la iglesia… Se llevaron el pixide y los calices, madame, los calices…
– Escuchadme -exigio ella-. ?Escuchadme, por amor de Dios!
Al fin logro comunicarle su urgencia y el la miro en silencio.