– Si quieres.

– Y no les pasas esos dos tipos a los estupas, por supuesto.

– Son los cuerpos los que deciden, Jean-Baptiste, ni tu ni yo.

– La jeringuilla, Ariane. Y la tierra. Vigilame esa tierra. Y confirmame que lo es.

Se levantaron a la vez, como si la frase de Adamsberg hubiera dado la senal de salida. El comisario caminaba por la calle como en un paseo sin rumbo, y la forense trataba de seguir ese ritmo demasiado lento, con el pensamiento ya proyectado hacia las autopsias en espera. La preocupacion de Adamsberg se le escapaba.

– Esos cuerpos te preocupan, ?verdad?

– Si.

– No solo por los estupas…

– No, es solo…

Adamsberg se interrumpio.

– Yo me voy hacia alli, Ariane, nos vemos manana.

– ?Es solo…? -insistio la doctora.

– No te ayudara en tu analisis.

– De todos modos.

– Es solo una sombra, Ariane, una sombra inclinada sobre ellos, o sobre mi.

Ariane miro a Adamsberg alejarse por la avenida, silueta ondulante insensible a los transeuntes. Reconocia ese andar, veintitres anos despues. La voz suave, los gestos pausados. Ella no le habia prestado atencion cuando era joven, no habia adivinado nada, no habia entendido nada. Si pudiera volver a empezar, escucharia de otra manera su historia de ratas. Metio las manos en los bolsillos de la bata y se fue hacia los dos cuerpos que la esperaban para pasar a la Historia. Era solo una sombra, inclinada sobre ellos. Esa absurdidad, ahora la podia entender.

VI

El teniente Veyrenc aprovechaba esas interminables horas de vigilancia copiando en letra grande una obra de Racine para su abuela, que ya no tenia buena vista.

Nadie habia entendido nunca la pasion exclusiva que su abuela habia declarado por ese autor y por ningun otro tras quedar huerfana en la guerra. Se sabia que, en su convento de monjas, habia salvado de un incendio la obra completa de Racine, excepto el tomo que incluia Fedra, Esther y Atalia. Como si esos libros le hubieran sido asignados por decision divina, la joven campesina se dejo los ojos leyendolos linea a linea durante once anos. Al salir del convento, la superiora se los regalo a modo de viatico sagrado, y la abuela prosiguio su lectura en serie, sin variar jamas ni tener la curiosidad de consultar Fedra, Esther y Atalia. La abuela mascullaba parrafadas enteras de su companero de viaje, en flujo casi continuo, y el pequeno Veyrenc habia crecido con esa melopea, tan natural a sus oidos infantiles como si alguien hubiera estado canturreando en casa.

Quiso la desgracia que contrajera ese tic, respondiendo instintivamente del mismo modo a su abuela, es decir con alejandrinos. Pero, al no haber ingerido como ella esos miles de versos a lo largo de una infinidad de noches, tenia que inventarselos.

Mientras vivio en la casa familiar, todo habia ido bien. Pero, apenas se vio lanzado al mundo exterior, ese reflejo raciniano le habia costado caro. Habia intentado sin exito diversos metodos para reprimirlo, y acabo tirando la toalla, versificando a troche y moche, murmurando como su abuela, y esa mania habia exasperado a sus superiores. Tambien lo habia salvado de muchas maneras, pues recitar la vida en alejandrinos introducia una distancia incomparable -como no hay otra igual- entre el y el mundanal ruido. Ese efecto de perspectiva siempre le habia aportado serenidad y reflexion, y sobre todo le habia evitado cometer faltas irreparables en el ardor de la accion. Racine, pese a sus dramas intensos y su lenguaje fogoso, era el mejor antidoto para el arrebato, enfriaba en el acto cualquier tentacion de exceso. Veyrenc lo usaba a conciencia tras haber comprendido que, con ello, su abuela habia cuidado y regulado su vida. Medicina personal y que nadie conoce.

Ahora la abuela andaba corta de su pocion, y Veyrenc le copiaba Britanico en letra grande. Bella, sin ornamentos, con el sobrio atavio / de la beldad que acaban de arrebatar al sueno. Veyrenc alzo la pluma. Oia al grano de arena subir la escalera, reconocia su paso, el ruido rapido de sus botas, puesto que el grano de arena no se separaba de sus botas de cuero con correas. El grano de arena se pararia primero en el quinto, llamaria a la puerta de la senora invalida para llevarle su correo y su comida, y llegaria alli un cuarto de hora despues. El grano de arena, es decir la ocupante del piso, es decir Camille Forestier, a quien vigilaba desde hacia ya diecinueve dias.

Por lo poco que le habian dicho, la pusieron bajo proteccion durante seis meses, al abrigo de la posible venganza de un viejo asesino [2]. Su nombre era lo unico que sabia de ella.

Y que criaba sola al nino, sin que hubiera un hombre visible en el horizonte. No conseguia adivinar su oficio, dudaba entre fontanera y musica.

Doce dias antes, le habia rogado amablemente que saliera del cuartucho porque tenia que llevar a cabo una soldadura en la tuberia del techo. El habia sacado su silla al rellano y la habia mirado trabajar, concentrada y delicada, en medio del tintineo de las herramientas y la llama del soplete. Fue durante esa escena cuando se sintio oscilar hacia el caos prohibido y temido. Desde entonces, ella le llevaba un cafe caliente dos veces al dia, a las once y a las cuatro.

La oyo dejar su bolso en el rellano del quinto. La idea de salir inmediatamente de ese cuartucho para no volver a encontrarse jamas con esa chica le hizo abandonar su silla. Apreto los brazos, levanto la mirada hacia el ventanuco, escrutando su rostro en el polvo del cristal. Pelo anormal, rasgos sin interes, soy feo, soy invisible. Veyrenc inspiro profundamente, cerro los ojos, y murmuro:

Mas te veo temblar, y tu alma vacila.

Tu, vencedor de Troya que conquistaste un dia

de la ciudad los muros y del pueblo el amor,

?puede tu corazon ceder por una dama?

No, de ningun modo. Veyrenc volvio a sentarse tranquilamente, muy enfriado por sus cuatro versos. Unas veces necesitaba seis u ocho, otras bastaban dos. Reanudo su copia con calma, satisfecho de si mismo. Los granos de arena pasan, los pajaros vuelan, el dominio de uno mismo permanece. No tenia por que preocuparse.

Camille hizo una pausa en el quinto, y cambio al nino de brazo. Lo mas sencillo seria sin duda volver a bajar y no regresar hasta las ocho, cuando hubieran cambiado al policia de guardia. «Las nueve condiciones del valiente son huir», afirmaba su amiga turca, violonchelista en Saint-Eustache, que disponia de una mina de proverbios tan bizantinos como incomprensibles y beneficos. Existia, al parecer, una decima condicion, pero Camille no la conocia y preferia inventarsela a su albedrio. Saco de su bolso el correo y la compra, y llamo a la puerta de la izquierda. Las escaleras se habian vuelto demasiado dificiles para Yolande, sus piernas demasiado debiles, su corpulencia

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