demasiado pesada.
– Hay que ver que lastima -dijo Yolande abriendo la puerta-, criar un nino sola.
Todos los dias, la vieja Yolande lanzaba ese lamento. Camille entraba, dejaba la compra y las cartas sobre la mesa. Luego, a saber por que, la anciana le preparaba leche caliente, como a un bebe.
– No crea que sola se esta tan mal, asi estoy mas tranquila -contestaba mecanicamente Camille, mientras se sentaba.
– Tonterias. Una mujer no esta hecha para estar sola. Aunque luego los hombres solo traigan complicaciones.
– ?Sabe, Yolande? Las mujeres tambien traen complicaciones.
Habia mantenido esta conversacion cientos de veces, casi palabra por palabra, sin que Yolande pareciera recordarlo. Llegadas a ese punto, la respuesta sumia a la gruesa mujer en un silencio meditativo.
– Asi las cosas -decia Yolande-, estariamos mejor cada cual por su lado si el amor solo trae disgustos a unos y a otros.
– Puede ser.
– Pero, hija, tampoco te hagas mucho la valiente. Porque en el amor una no siempre hace lo que quiere.
– Pero entonces, Yolande, ?
Camille sonreia, y Yolande inspiraba ruidosamente a modo de respuesta, mientras su pesada mano pasaba una y otra vez por el mantel, en busca de una miga inexistente. ?Quien? Los
Camille aminoro el paso a ocho peldanos de su puerta. Los Poderosos, penso. Que le habian encasquetado a un tipo de sonrisa sesgada en el trastero de su rellano. No era mas guapo que los demas, si no se fijaba una en el. Lo era mucho mas si una tenia la mala idea de pensar en el. Camille siempre se habia embarrancado en las miradas imprecisas y las voces fluidas, y asi fue como se quedo mas de quince anos varada entre los brazos de Adamsberg, a los cuales se prometio no volver nunca mas. Ni a los suyos ni a los de nadie dotado de algun genero de sutil suavidad y de tramposa ternura. Habia en el mundo suficientes tipos un tanto rudimentarios para airearse sin finura, cuando era preciso, y volver a casa despejada y tranquila, sin pensar mas en ello. Camille no sentia necesidad de compania alguna. ?Por que punetera casualidad ese tipo, ayudado por los Poderosos, tenia que enturbiar sus sentidos con su voz velada y su labio oblicuo? Puso la mano sobre la cabeza del pequeno Thomas, que dormia babeando sobre su hombro. Veyrenc. De pelo rojo y castano. Grano de arena en el engranaje y trastorno inoportuno. Desconfianza, cautela y huida.
VII
Apenas se hubo despedido de Ariane, un chaparron con granizo anego el bulevar Saint-Marcel, desmoronando sus contornos, haciendo que la avenida parisina se pareciera a cualquier carretera vecinal emborronada por el diluvio. Adamsberg caminaba contento, siempre feliz en medio del fragor del agua y satisfecho de poder cerrar el caso del asesino de Le Havre despues de veintitres anos. Miro la estatua de Juana de Arco encajar el chubasco sin pestanear. Compadecia mucho a Juana de Arco, a el le habria horrorizado oir voces que le ordenaran hacer tal cosa e ir por tal sitio. El, que ya tenia dificultades para obedecer sus propias consignas, incluso para identificarlas, habria rezongado seriamente ante las ordenes de las voces celestes. Voces que lo habrian llevado a un foso de los leones tras una corta epopeya de esplendor; esas historias siempre acaban mal. En cambio, Adamsberg no tenia nada en contra de recoger las piedras que el cielo iba poniendo en su camino para complacerle. Le faltaba una para la Brigada, y la buscaba.
Cuando, tras sus cinco semanas de descanso forzado prescritas por el inspector de division, bajo de sus cumbres pirenaicas para volver a la Brigada de Paris, traia una treintena de guijarros grises pulidos por el rio y los habia repartido por las mesas de cada uno de sus miembros a modo de pisapapeles o de cualquier otra cosa, lo que ellos quisieran. Ofrenda rustica que nadie se atrevio a rechazar, ni siquiera aquellos que no tenian ninguna gana de ver una piedra en su mesa. Ofrenda que no ayudaba a comprender por que el comisario tambien habia traido una alianza de oro que brillaba en su dedo, encendiendo puerta tras puerta destellos de curiosidad. Si Adamsberg se habia casado, ?por que no habia dicho nada a su equipo? Y, sobre todo, ?casado con quien y por que? ?Decididamente con la madre de su hijo? ?Anormalmente con su hermano? ?Mitologicamente con un cisne? Tratandose de Adamsberg, se barajaban todas las posibilidades en un murmullo que corria de despacho en despacho, de piedra en pisapapeles.
Contaban con el comandante Danglard para esclarecer este punto, por una parte porque era el companero de equipo mas antiguo de Adamsberg y evolucionaba con el en una relacion desprovista de pudor y de precauciones, y por otra porque Danglard no soportaba las Preguntas sin Respuesta. Preguntas sin Respuesta que se las ingeniaban para crecer como diente de leon en el mantillo de la vida, convirtiendose en una miriada de incertidumbres, miriada que alimentaba su ansiedad, ansiedad que minaba su existencia. Danglard se esforzaba sin descanso en aniquilar las Preguntas sin Respuesta, como un maniatico escruta y sacude las particulas de polvo que caen en su chaqueta. Esfuerzo titanico que lo llevaba casi siempre a un callejon sin salida y a la impotencia. Impotencia que lo propulsaba hacia el sotano de la Brigada, que a su vez cobijaba su botella de vino blanco, que a su vez era la unica capaz de disolver una Pregunta sin Respuesta excesivamente correosa. Si Danglard habia ocultado su botella tan lejos no era por temor a que lo descubriera Adamsberg, ya que el comisario estaba perfectamente al corriente de ese hecho secreto, como si oyera voces. Lo que pasaba era que bajar y subir la escalera de caracol del sotano le resultaba lo suficientemente penoso como para posponer el consumo de su disolvente. Entonces roia pacientemente sus dudas, al mismo tiempo que el extremo de los lapices, de los cuales hacia un consumo ratonil.
Adamsberg desarrollaba una teoria inversa al roido, al considerar que la suma de incertidumbres que puede soportar un solo hombre al mismo tiempo no puede crecer indefinidamente, y que el umbral maximo es de tres o cuatro incertidumbres simultaneas. Lo cual no significaba que no existieran otras, pero solo tres o cuatro podian estar en funcionamiento en un cerebro humano. Y que, en consecuencia, la mania de Danglard de querer erradicarlas no le servia de nada, ya que, apenas habia matado dos, quedaba libre el sitio para otras dos cuestiones ineditas, que no se habria planteado de haber tenido la sabiduria de aguantar las antiguas.
Danglard pasaba de esa hipotesis. Sospechaba que a Adamsberg le gustaba la incertidumbre hasta el embotamiento. Que le gustaba hasta el punto de crearla el mismo, de nublar las perspectivas mas claras por darse el placer de perderse como un irresponsable, igual que cuando caminaba bajo la lluvia. Si uno no sabia, si no sabia nada, ?para que preocuparse?
Las severas luchas entre los «?Por que?» precisos de Danglard y los «No se» indolentes del comisario marcaban la cadencia en las investigaciones de la Brigada. Nadie intentaba comprender el alma de ese aspero combate entre acuidad e imprecision, pero todos tomaban partido por uno u otro. Los unos, los positivistas, pensaban que Adamsberg retrasaba las investigaciones, arrastrandolas languidamente en la niebla y dejando tras el a sus agentes extraviados, sin hoja de ruta y sin consignas. Los otros, los «paleadores de nubes» -asi llamados en recuerdo del traumatico paso de la Brigada por Quebec- [3], consideraban que los resultados del comisario bastaban para justificar los bandazos de las investigaciones, aunque la esencia de su metodo se les escapaba. Segun el humor, segun los avatares del momento, uno podia ser positivista por la manana y convertirse en paleador de nubes al dia siguiente, y viceversa. Solo Adamsberg y Danglard, poseedores de los titulos antagonistas, nunca variaban de postura.
Entre las Preguntas sin Respuesta anodinas seguia brillando la alianza en el anular del comisario. Danglard escogio ese dia de chaparron para interrogar a Adamsberg con una simple mirada a la sortija. El comisario se quito la chaqueta empapada, se sento de lado y extendio la mano. Esa mano, demasiado grande para su cuerpo, con la muneca lastrada por dos relojes que se entrechocaban, y ahora enriquecida por ese anillo de oro, no se adaptaba al resto de su aspecto, descuidado hasta lo rudimentario. Habriase dicho la mano de un noble pegada al cuerpo de un campesino, elegancia excesiva pendiendo de la piel morena del montanes.
– Mi padre ha muerto, Danglard -explico tranquilamente Adamsberg-. Estabamos los dos sentados debajo de un puesto de tiro al vuelo, observando un cernicalo que volaba sobre nosotros. Hacia sol, y cayo.