– No me dijo usted nada -mascullo Danglard, a quien los secretos del comisario ofendian sin razon.
– Me quede alli hasta el anochecer, tumbado a su lado, con su cabeza apoyada en mi hombro. Seguramente seguiria alli todavia, de no ser porque un grupo de cazadores nos encontro por la noche. Antes de que cerraran el ataud, le cogi el anillo. ?Creia que me habia casado? ?Con Camille?
– Me lo preguntaba.
Adamsberg sonrio.
– Pregunta resuelta, Danglard. Usted sabe mejor que yo que deje a Camille irse diez veces, pensando siempre que el tren volveria a pasar una undecima vez, el dia en que a mi me conviniera. Y es precisamente en ese momento cuando no pasa.
– Nunca se sabe con los cambios de aguja.
– A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Despues de enterrar a mi padre, pase el tiempo recogiendo guijarros en el rio. Es una cosa que se hacer. Dese cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el rio se les esta comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua.
– Si se trata de luchar, prefiero las piedras al agua.
– Como quiera -respondio Adamsberg, abulico-. Hablando de piedras y agua, dos cosas, Danglard. Por una parte, tengo un fantasma en mi nueva casa. Una monja sanguinaria y codiciosa que murio bajo los punos de un curtidor en 1771. La aplasto. Asi. Se aloja en estado fluido en el desvan. Esto en lo que se refiere al agua.
– Bien -dijo Danglard con prudencia-. ?Y en lo que se refiere a las piedras?
– He visto a la nueva forense.
– Elegante, fria y trabajadora, por lo que dicen.
– Y superdotada, Danglard. ?Ha leido su tesis sobre los asesinos partidos en dos?
Pregunta inutil, Danglard lo habia leido todo, hasta las instrucciones de evacuacion en caso de incendio clavadas con chinchetas en las puertas de las habitaciones de hotel.
– Sobre los asesinos disociados -rectifico Danglard-.
– Pues resulta que ella y yo nos hicimos trizas, como fieras, hace mas de veinte anos, en un cafe de Le Havre.
– ?Enemigos?
– En absoluto. Ese tipo de colision a veces acaba siendo base de solidas alianzas. No le aconsejo que la acompane al cafe, practica mezclas capaces de tumbar a un marino breton. Se encarga de los dos muertos de La Chapelle. Segun ella, los mato una mujer. Habra afinado sus primeras conclusiones esta noche.
– ?Una mujer?
Danglard irguio su cuerpo blando, escandalizado. Le horrorizaba la idea de que las mujeres pudieran matar.
– Pero ?no ha visto el formato de los tipos? ?Es una broma?
– Cuidado, Danglard. La doctora Lagarde no se equivoca nunca, o casi nunca. Sugiera esa hipotesis a los estupas, eso los calmara un tiempo.
– Mortier ya no es controlable. Lleva meses rompiendose los cuernos con el trafico de drogas en Clignancourt-La Chapelle. Esta en mala posicion, necesita resultados. Ha vuelto a llamar dos veces esta manana, esta hecho un basilisco.
– Deje que grite. Al final, gana el agua.
– ?Que piensa hacer?
– ?Para lo de la monja?
– Para lo de Diala y La Paille.
Adamsberg echo a Danglard una mirada borrosa.
– Asi se llaman las dos victimas -explico Danglard-. Diala Tounde y Didier Paillot, conocido como «La Paille». ?Vamos a la morgue esta noche?
– Esta noche estoy en Normandia. Hay un concierto.
– Ah -dijo Danglard levantandose pesadamente-. ?Busca el cambio de agujas?
– Soy mas humilde, capitan. Me conformo con cuidar del nino mientras ella toca.
–
– Algo importante, seguro. Una orquesta britanica con instrumentos antiguos.
– ?El Leeds Baroque Ensemble?
– Algo por el estilo -confirmo Adamsberg, que nunca habia podido aprender una sola palabra de ingles-. No me pregunte que toca, no tengo ni idea.
Adamsberg se levanto, cogio su chaqueta mojada y se la echo al hombro.
– En mi ausencia, vigile el gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente Noel, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo, tengo mis obligaciones.
– Ahora que es usted un padre responsable -refunfuno Danglard.
– Si usted lo dice, capitan.
Adamsberg acogia de buena gana los reproches grunones de Danglard, que consideraba casi siempre justificados. El comandante criaba solo, como un pajaro a su nidada, a sus cinco hijos cuando Adamsberg aun no habia captado que aquel recien nacido era suyo. Por lo menos habia memorizado el nombre, Thomas Adamsberg, alias Tom. Menos da una piedra, opinaba Danglard, que nunca llegaba a desesperar del todo respecto al comisario.
VIII
En lo que tardo en recorrer los ciento treinta y seis kilometros que lo llevaban al pueblo de Haroncourt, en el departamento del Eure, la ropa de Adamsberg se habia secado en el coche. Solo tuvo que alisarsela con la palma de la mano antes de volversela a poner y encontrar un bar donde resguardarse del frio hasta la hora de su cita. Sentado en una banqueta desgastada, frente a una cerveza, el comisario examinaba el grupo que acababa de invadir ruidosamente el local, arrebatandolo del estado de duermevela.
– ?Quieres que te diga una cosa? -pregunto un hombre alto y rubio levantandose la gorra con el pulgar.
Tanto si el otro quiere como si no, penso Adamsberg, se lo dira.
– Asuntos como este, ?sabes que? -insistio el hombre.
– Que dan sed.
– Exactamente, Robert -aprobo su vecino llenando los seis vasos con gesto amplio.
O sea que el alto y rubio, robusto como un tronco, se llamaba Robert. Y tenia sed. Empezaba el momento del aperitivo, cabezas hundidas entre los hombros, brazos cerrados alrededor de los vasos, barbillas ofensivas. La hora de la majestuosa reunion de los hombres cuando suena el angelus en el pueblo, la hora de las sentencias y de los asentimientos, la hora de la retorica rural, augusta e irrisoria. Adamsberg se lo sabia de memoria. Habia nacido con su estribillo, habia crecido con su musica solemne, conocia su ritmo y sus temas, sus variaciones y contrapuntos, conocia a sus protagonistas. Robert acababa de tocar las primeras notas de violin, y cada instrumento se colocaba inmediatamente en su sitio segun un orden inmutable.
– Y te dire otra cosa -anuncio el hombre que tenia a su izquierda-. No solo dan sed, tambien dan vertigo.
– Exactamente.
Adamsberg se volvio para ver mejor al que tenia la funcion humilde pero necesaria de marcar, como con una nota de contrabajo, cada giro de la conversacion. Bajito y delgado, era el mas debil de todos. Como tenia que ser, alli y en todas partes.
– El que lo haya hecho -enuncio un grandullon encorvado desde el extremo de la mesa- no es un hombre.
– Es un animal.