– Y ademas, a ellos, los pobres, les llueve todo el rato.
Adamsberg miro las ventanas, por las cuales corria la lluvia sin cesar.
– Hay lluvias y lluvias -explico Oswald-. Aqui no llueve, aqui moja. ?No hay de eso en tu tierra? ?Foranos?
– Si -reconocio Adamsberg-. Hay tensiones entre el valle de Pau y el valle de Ossau.
– Ya -confirmo Angelbert como si estuviera al corriente de ese hecho.
Aunque acostumbrado a la pesada musica del ritual de los hombres, Adamsberg comprendia que la conversacion de los normandos, conforme a su fama, era mas ardua que en otros sitios. Taciturnos. Aqui, las frases brotaban con dificultad, prudentes, suspicaces, tanteando el terreno a cada palabra. No se hablaba fuerte, no se abordaban los temas abiertamente. Se daban rodeos, como si plantear un tema sin mas hubiera sido tan indelicado como echar sobre la mesa una pieza de carniceria.
– ?Por que es una mierda? -pregunto Adamsberg senalando la cuerna colgada encima de la puerta.
– Porque es de desmogue. Eso solo vale para decorar y para fardar. Ve a echarle una ojeada si no me crees. Se le ve en la base del hueso.
– ?Es hueso?
– Desde luego no tienes ni idea -dijo con tristeza Alphonse, como lamentando que Angelbert hubiera introducido a ese ignorante en el grupo.
– Es hueso -confirmo el viejo-. Es el craneo del animal, que crece hacia fuera. Solo les pasa a los cervidos.
– ?Te imaginas que nos creciera el craneo hacia fuera? -dijo Robert, sonador durante unos instantes.
– ?Con las ideas por encima? -dijo Oswald con una tenue sonrisa.
– Pues las tuyas no pesarian mucho.
– Seria muy practico para la pasma -observo Adamsberg-, pero peligroso. Se veria todo lo que uno piensa.
– Exactamente.
Hubo una pausa meditativa, destinada tambien a la tercera ronda.
– ?De que entiendes tu? Ademas de entender de pasma -pregunto Oswald.
– No hagas preguntas -ordeno Robert-. Entiende de lo que le da la gana. ?Te ha preguntado el a ti de que entiendes?
– De mujeres -dijo Oswald.
– Pues el tambien. Si no, no habria perdido a la suya.
– Exactamente.
– Entender de mujeres y entender de amores no tiene nada que ver. Sobre todo con las mujeres.
Angelbert se irguio, como ahuyentando recuerdos.
– Explicaselo -dijo haciendo una sena a Hilaire y golpeando con el dedo la foto del ciervo destripado.
– El macho muda las cuernas todos los anos.
– ?Para que?
– Porque le molestan. Lleva las cuernas para luchar, para ganar hembras. Cuando eso se acaba, se le caen.
– Que lastima -dijo Adamsberg-. Es bonito.
– Como todo lo que es bonito -dijo Angelbert-, es complicado. Tienes que entender que pesan y que se enganchan en las ramas. Despues de la berrea, se le caen solas.
– Como quien deja la artilleria, por ejemplo. Tiene las mujeres, y suelta las armas.
– Son complicadas, las mujeres -dijo Robert, siguiendo con su idea.
– Pero bonitas.
– Es lo que te decia -murmuro el viejo-. Cuanto mas bonita es una cosa, mas complicada. No se puede entender todo.
– No -dijo Adamsberg.
– A saber.
Cuatro de los hombres tomaron un trago al mismo tiempo, sin concertarse.
– Se le caen, y son cuernas de desmogue -prosiguio Hilaire-. Las recoges en el bosque como se recoge una seta. En cambio, las cuernas de caza las sierras en la bestia que has matado. ?Entiendes? Es algo vivo.
– Y el asesino pasa de las cuernas vivas -dijo Adamsberg volviendo a la imagen del ciervo destripado-. Solo le interesa la muerte. O el corazon.
– Exactamente.
IX
Adamsberg se esforzo en ahuyentar el ciervo de su mente. No queria entrar en la habitacion del hotel con toda esa sangre en la cabeza. Espero detras de la puerta, frotando sus pensamientos, despejando su frente, introduciendo en ella a marchas forzadas nubes, canicas, cielos azules. Porque en la habitacion dormia un nino de nueve meses. Y con los ninos nunca se sabe. Son capaces de traspasar una frente, de oir rugir las ideas, de sentir el sudor de la angustia y, como colofon, de ver un ciervo destripado en la cabeza de un padre.
Empujo la puerta sin hacer ruido. Habia mentido a la asamblea de hombres. Acompanar, si; cortesmente, si; pero para cuidar del nino mientras Camille tocaba la viola en el palacio. Su ultima ruptura -la quinta o la sexta, ya no sabia muy bien- habia desencadenado una catastrofe imprevisible: Camille se habia vuelto desesperantemente colega. Distraida, sonriente, afectuosa y familiar, en una palabra, en una tragica palabra, colega. Y ese nuevo estado desconcertaba a Adamsberg, que trataba de descubrir alguna senal de fingimiento, de hacer levantar el sentimiento palpitante, agazapado detras de la mascara de naturalidad, como un cangrejo detras de una roca. Pero Camille parecia definitivamente deambular lejos, liberada de las antiguas tensiones. Y, repitio para si mientras la saludaba con un beso cortes, tratar de arrastrar a una colega exhausta hacia una recuperacion del amor era del orden de lo imposible. Se concentraba, pues, sorprendido y fatalista, en su nueva funcion paterna. Debutaba en ese ambito y se esforzaba en asimilar lo mejor posible que ese nino era su hijo. Le parecia que se habria entregado igual si hubiera encontrado al nino en un banco de la calle.
– No esta dormido -dijo Camille mientras se ponia la chaqueta negra de concertista.
– Voy a leerle un cuento. He traido un libro.
Adamsberg saco un grueso volumen de su bolsa. Su cuarta hermana parecia haberse asignado el deber de cultivarle la mente y de complicarle la existencia. Le habia metido en su equipaje un tocho de cuatrocientas paginas sobre la arquitectura pirenaica, que le importaba un rabano, con la mision de leerlo y comentarlo. Y Adamsberg solo obedecia a sus hermanas.
Camille se encogio de hombros sonriendo, a la verdadera manera alerta de los colegas. Mientras el nino se quedara dormido -y sobre este punto tenia en Adamsberg una confianza plena-, las excentricidades de este le importaban poco. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el concierto de esa noche, un milagro que sin duda se debia a Yolande, que habria intercedido con los Poderosos.
– Le gusta -dijo Adamsberg.
– Bueno, ?por que no?
Ni una critica, ni una ironia. La nada blanca del autentico colegueo.
Una vez solo, Adamsberg examino a su hijo, que lo miraba sosegadamente, si es que podia emplearse esa palabra para un bebe de nueve meses. La concentracion del nino en no se sabe que otra parte, su indiferencia hacia los pequenos sinsabores, incluso su placida ausencia de deseos, le resultaban inquietantes por lo afines que las sentia. Eso sin mencionar las cejas marcadas, la nariz que se anunciaba potente, un rostro tan poco corriente en todo que se le habria podido echar dos anos mas. Thomas Adamsberg prolongaba la linea paterna, y eso no era lo que el comisario habia esperado de el. Pero mediante ese parecido el comisario empezaba a vislumbrar, a