No se encontraba lejos del campus de la Universidad de Boston, y conocia un bar que abria a primera hora para recibir a los noctambulos que todavia merodeaban cerca de los dormitorios del centro. Camino cojeando, se desvio por una calle lateral, algo encorvado, tratando con cada paso de medir las descargas de dolor electrico que le trepaban por la pantorrilla. Era como un juego, penso. «Este paso sentire el dolor hasta el tobillo. Este otro, hasta la pantorrilla. ?Llegare a sentirlo hasta la rodilla o mas arriba?» Entro en el bar y se detuvo un momento para acostumbrar los ojos al interior oscuro y lleno de humo.

Habia un par de hombres mayores en la barra, sentados con los hombros encogidos mientras acariciaban su copa. «Clientes asiduos», penso. Hombres con necesidades enmarcadas en un dolar y un trago.

O'Connell se dirigio a la barra, dejo un par de pavos en el mostrador y llamo al camarero.

– Cerveza y whisky -dijo.

El barman gruno, lleno con destreza un vaso de cerveza con un dedo de espuma y lleno de whisky un vasito de cristal. O'Connell apuro el licor, que le quemo bruscamente la garganta, y lo acompano de un sorbo de cerveza. Senalo el vasito.

– Otro -dijo.

– Veamos el dinero primero -replico el hombre.

O'Connell senalo el vaso y repitio:

– Otro.

El barman no se movio.

O'Connell penso en media docena de cosas que podia decir, todas las cuales podrian conducir a una pelea. Sintio la adrenalina empezando a bombear en sus oidos. Era uno de esos momentos en que no importaba si perdia o ganaba, sino solo el alivio que sentiria al descargar los punetazos. Habia algo en la sensacion de su puno golpeando a otro hombre, algo mucho mas embriagador que el licor; sabia que borraria el dolor lacerante de su pie y lo llenaria de energia. Miro al barman. Era bastante mas mayor que O'Connell, palido y barrigudo. No seria una gran pelea, penso, y los musculos se le tensaron, suplicando ser liberados. El barman lo miro con recelo: anos detras de la barra le permitian anticipar lo que un cliente estaba a punto de hacer.

– ?Cree que no tengo el dinero? -pregunto O'Connell.

– Tengo que verlo -replico el otro dando un paso atras.

O'Connell advirtio que los otros parroquianos se apartaban con disimulo. Tambien ellos eran veteranos en esa clase de trifulcas.

Miro de nuevo al barman. Era demasiado viejo y tenia mucha experiencia en ese mundo de oscuros rincones para dejarse sorprender. Y, en ese segundo, O'Connell comprendio que el tipo tendria algun recurso a mano. Un bate, o tal vez una porra. Incluso algo mas sustancioso, como una pistola de cromo plateado o una escopeta. No, penso, escopeta no; demasiado pesada para manipularla. Algo mas practico, como un revolver del 38, con el seguro quitado, cargado con balas marcadas para ampliar al maximo el dano al cliente y reducir al minimo los danos a la propiedad. Estaria situado fuera de la vista, facil de alcanzar. Y el no podria sacar la navaja lo bastante rapido antes de que el barman cogiera el arma.

Se encogio de hombros y miro al hombre tras la barra.

– ?Que miras, viejo cabron? -le espeto.

El tipo le sostuvo la mirada.

– ?Quiere otro trago o no? -pregunto.

O'Connell ya no podia verle las manos.

– En una pocilga como esta, no -dijo.

Y se levanto y salio del bar mientras todos lo observaban en silencio. Anoto mentalmente volver algun dia y sintio un arrebato de satisfaccion. No habia nada tan placentero como acercarte al borde del abismo y balancearte de un lado a otro. La furia era como una droga: lo colocaba. Pero de vez en cuando era necesario dejarla correr, perderse en ella. Consulto su reloj: poco mas de la hora del almuerzo. A veces a Ashley le gustaba tomarse un bocadillo bajo un arbol con algunos de sus companeros de clase. Era un lugar donde podia observarla sin ser visto.

Michael O'Connell habia conocido a Ashley Freeman por casualidad, unos seis meses atras. Estaba trabajando a tiempo parcial en un taller situado a la salida de la carretera de Massachusetts, iba a clases de informatica en su tiempo libre, sacaba algunos dolares como camarero en un garito de estudiantes cerca de la universidad. Ella volvia de esquiar con sus companeras de habitacion cuando un neumatico trasero del coche revento tras comerse uno de los proverbiales baches de Boston, algo frecuente en invierno. La companera de Ashley llevo el coche al taller, y O'Connell cambio el neumatico. Cuando las tarjetas de todas, agotadas por los excesos del fin de semana, fueron rechazadas, O'Connell uso la suya propia para pagar el neumatico, un acto de aparente buen samaritanismo que sorprendio a las cuatro chicas. No sabian que la tarjeta que el usaba era robada, y le dieron sin problemas sus direcciones y numeros de telefono, prometiendo devolverle el dinero a mediados de semana. El nuevo neumatico y la mano de obra sumaban 221 dolares. Ninguna de las chicas imagino lo ironicamente pequena que era esa cantidad por permitir que Michael O'Connell entrara en sus vidas.

Ademas de su buen fisico, O'Connell habia nacido con una vista excepcionalmente aguda. No le resulto dificil localizar la silueta de Ashley desde una manzana de distancia, y se apoyo contra un roble para vigilarla con disimulo. Sabia que nadie repararia en el; estaba demasiado lejos, habia bastante gente paseando y coches circulando en aquel despejado dia de octubre. Tambien sabia de sus habilidades camaleonicas para mezclarse con el paisaje. A veces pensaba que deberia haber sido una estrella de cine por su capacidad de parecer siempre otra persona.

En un bar de mala muerte, lleno de alcoholicos y rateros, podia ser un tipo duro. Y luego, con la misma facilidad, mezclado con la enorme poblacion estudiantil de Boston podia pasar por un universitario mas. La mochila, llena de textos de informatica, ayudaba a dar esa imagen. Michael se enorgullecia de su capacidad para pasar de un mundo a otro, confiando siempre en que la gente no dedicaba mas de un segundo a mirarlo.

«Si lo hicieran -penso-, se asustarian.»

Observo el pelo dorado rojizo de Ashley. Habia media docena de jovenes sentados en circulo informal, almorzando, riendo, contando chistes. Si hubiera sido el septimo miembro de ese grupo, se habria quedado callado. Era bueno en mentir e inventar ficciones convincentes sobre quien era, de donde procedia y que hacia, pero en grupo siempre temia pasarse de la raya, decir algo raro e improbable, y perder credibilidad. Cara a cara con alguien como Ashley, no tenia ningun problema para mostrarse seductor y crear empatia.

Michael siguio espiando a la chica, mientras la furia crecia en su interior.

Era una sensacion familiar, una sensacion que agradecia y odiaba. Era diferente de la furia que sentia cuando queria pelear, o cuando discutia con su jefe de turno o su casero, o con la vieja que vivia en la puerta contigua a su diminuto apartamento y que lo molestaba con sus gatos y sus miradas acuosas. Podia discutir con cualquiera, incluso llegar a los punos, y para el no significaba nada. Pero sus sentimientos hacia Ashley eran muy diferentes.

La amaba.

Al observarla desde aquella distancia segura, al amparo del anonimato, se iba enardeciendo. Trato de relajarse, pero no pudo. Se dio la vuelta, porque mirarla era demasiado doloroso, mas, con la misma rapidez, se giro de nuevo, porque el dolor de no verla era aun peor. Cada risa de ella echando la cabeza atras, agitando seductoramente el cabello, o cada vez que se inclinaba para escuchar a uno de sus acompanantes, era una agonia. Cada vez que extendia los brazos, e incluso en los movimientos mas inadvertidos, cuando su mano rozaba la de otra persona, todas esas cosas eran como punzones de hielo que se clavaban en el pecho de Michael O'Connell.

La contemplo y durante casi un minuto le costo respirar.

Ella constrenia su mismo pensamiento.

En un bolsillo del pantalon llevaba una navaja, no la tipica multiuso del ejercito suizo que se podia encontrar en cientos de mochilas de universitarios, sino una de hoja larga, robada en una tienda de articulos de acampada en Somerset. Pesaba. La empuno sin sacarla del bolsillo y apreto con fuerza, tanto que le dolio. Un poco de dolor extra, penso, lo ayudaria a despejar la cabeza.

Le gustaba llevar aquella navaja, pero le hacia parecer peligroso.

A veces creia que vivia en un mundo de futuribles. Los estudiantes, como Ashley, estaban todos en el proceso de convertirse en algo distinto de lo que eran. La facultad de Derecho para los futuribles abogados. Y la de Medicina. Y la academia de arte, los cursos de filosofia, los estudios de lengua, las clases de cine. Todo el mundo

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