tablas de piedra semitransparente, rosa y verde claro. Nefrita, adivino Pavlysh. En una de las tablas se veia el esbozo de un pajaro de anchas alas. La nefrita despedia una luz calida, reflejando la del sol. Una concha que parecia la mitad de una nuez gigantesca proyectaba en el techo irisados destellos nacarinos. Van dispuso las cartas en rimeros. Habia una mesa pegada a otra pared, frente a la cama. Sobre ella podian verse varios anaqueles. En un montoncillo de microfilmes que se alzaba en el segundo anaquel se apoyaba una fotografia de Marina Kim en marco de nefrita, habia sido tallado con mucho arte, y la pupila se perdia en la contemplacion del historiado dibujo. Pavlysh reconocio inmediatamente a Marina, aunque en su memoria la joven vivia con la peluca blanca, que comunicaba a su semblante un algo ilogico, realzando la falta de correspondencia entre el corte de los ojos, la linea de los pomulos y los abundantes bucles blanco. El verdadero pelo de Marina era hirsuto, negro, corto.

Pavlysh se volvio hacia Van y vio que este habia dejado de sortear el correo y lo estaba observando.

Se abrio la puerta y entro un hombre que vestia una bata azul y un gorro de cirujano del mismo color.

— Van — dijo el hombre —, ?han traido el correo? ?si?

— ?Que tal van las cosas? — pregunto Van —, ?se siente mejor?

— Las aletas son las aletas — respondio el hombre de la bata azul —. Eso no se cura en un dia. ?Que hay del correo?

— Ahora voy — respondio Van —. Ya queda poco.

— ?Hay algo para mi?

— Espera un instante.

— ?Excelente! — exclamo el medico —. No esperaba de ti otra contestacion. — Se acaricio el corto bigote y se atuso la estrecha barba. Luego pregunto a Pavlysh —: ?Llego en el carguero?

— Si. En lugar de Spiro.

— Encantado, colega. ?Por mucho tiempo? Se lo digo porque podemos encontrarle trabajo.

— Me agrada ver — dijo Pavlysh —, que, dondequiera que voy, me ofrecen trabajo en seguida, sin preguntarme siquiera que tal lo hago.

— Lo hace usted bien — replico muy convencido el cirujano —. La intuicion no nos engana nunca. Yo me apellido Terijonski. Mi tatarabuelo era sacerdote.

— ?Por que debo yo saber eso?

— Me presento siempre asi para evitar chanzas innecesarias. Es un apellido eclesiastico.

Pavlysh volvio a mirar la foto de Marina Kim, como si quisiera persuadirse de que no se habia desvanecido. Pronto la veria. Tal vez al cabo de unos minutos. ?Se asombraria? ?Se acordaria del husar Pavlysh? Claro que podia preguntar por ella a Van, pero no queria.

— Todo — dijo Van —. Vamos. ?Viene usted con nosotros, Pavlysh?

Fueron a una espaciosa sala a la que daban luz varias ventanas abiertas en la roca. El piso estaba revestido de plastico azul. En la parte opuesta a la entrada habia una larga mesa y dos hileras de sillas, y cerca de la puerta una mesa de ping pong con la red floja. Van dejo la saca sobre la mesa y, como si cumpliera un rito, fue sacando de ella montoncillos de cartas que disponia en fila.

— Ahora llamo a la gente — dijo Ierijonski.

— Ella misma vendra — quiso disuadirlo Van —. No te apresures. Pero Ierijonski no le hizo caso. Se acerco a la pared, abrio la portezuela de un pequeno nicho y pulso un timbre, cuyo intermitente sonido se esparcio por los pasillos y las salas de la Estacion.

Sobre la mesa de ping pong veiase una fila de retratos que recordaban los de los antepasados en alguna casona solariega. Aquello no era corriente. Pavlysh se puso a mirarlos.

El pomuloso cuarenton de tenaces ojos claros era Ivan Grunin. Al lado habia un anciano con los ojos entoldados por espesas y mechosas cejas: Armen Guevorkian. El siguiente retrato pertenecia a un muchacho muy joven, de asombrados ojos azules y puntiagudo menton. Algo unia a aquellos hombres y hacia que fueran queridos y respetados en la Estacion. Habian hecho algo importante en la labor a que se dedicaban los demas y tal vez fueran amigos de Dimov o de Ierijonski… De un momento a otro acudiria la gente que hubiera oido la llamada. Entraria tambien Marina. Pavlysh se aparto de la mesa de ping pong, pero no quitaba ojo al largo sobre azul destinado a Marina. Yacia encima del montoncillo mas pequeno.

Los primeros en aparecer fueron dos medicos que vestian batas azules como la de Ierijonski. Pavlysh procuraba no poner los ojos en la puerta y pensaba en cosas ajenas, por ejemplo, en si seria comodo jugar al ping pong siendo tan pequena alli la gravedad. ?Habria que aumentar el peso de la pelota o bien habituarse a saltar lentamente? En Proyecto, los movimientos de la gente eran mas suaves y espacios que en la Tierra.

Los medicos se precipitaron inmediatamente hacia la mesa, pero Van los detuvo:

— Esperad a que vengan todos. Ya sabeis…

Evidentemente, Van era un dogmatico que adoraba los ritos.

A Pavlysh se le antojo por un instante que habia entrado Marina. La chica aquella era tambien pelinegra, esbelta y cetrina, pero con eso terminaba todo el parecido. Tenia el pelo mojado y el blanco sari se habia adherido en algunos lugares a su humeda piel.

— Te vas a resfriar sin falta, Sandra — rezongo Ierijonski.

— Aqui no hace frio — dijo la joven.

Hablaba lentamente, como si se esforzara por recordar las palabras.

Luego aspiro profundamente, carraspeo y repitio, en voz mas sonora:

— Aqui no hace frio.

La sala estaba ya llena de gente. Vestian todos ropa de trabajo, como si se hubiera sustraido por un instante de sus ocupaciones para reintegrarse a ellas inmediatamente. Pavlysh volvia la cabeza a derecha e izquierda, creyendo que Marina se hallaba ya en la sala y el no la habia visto entrar.

Van parecia estar oficiando. Acerco el rimero de cartas oficiales a Dimov; luego fue tomando cartas y paquetes postales del mayor monton y leia en voz alta los apellidos de los destinatarios. Era evidente que aquel rito constituia ya una tradicion, pues nadie grunia, de no ser Ierijonski, rebelde de nacimiento.

La gente se acercaba, recogia las cartas y los paquetes postales para si y para los que no habian podido acercarse, y la muchedumbre que rodeaba a Van iba perdiendo densidad. La gente se acomodaba alli mismo lo mejor que podia, para leer las cartas, o se marchaba apresuradamente, para escuchar sola alguna grabacion. Los montoncillos de la correspondencia iban desapareciendo. Marina Kim no figuraba entre los destinatarios cuyos apellidos leyera Van.

Este tomo el penultimo paquete y lo tendio a Sandra, diciendole:

— Para la estacion marina. Ahi va un paquete postal para ti.

Luego puso la mano en el ultimo montoncillo de cartas, en el sobre azul para Marina Kim.

— ?No ha venido nadie de la Cima? — pregunto, y anadio al punto —: Yo lo llevare. «Naturalmente — penso Pavlysh —, lo haras con sumo placer». Se dijo que Marina, sin el menor fundamento para ello, estaba haciendo de el, bizarro piloto de altura, un trivial celoso.

— Pavlysh, ?me oye?

Dimov se hallaba al lado.

— Ahora debo marcharme, pero, cuando regrese, le dedicare media hora, para preguntas y respuestas. Adivino que, por ahora, no tiene ninguna pregunta que hacerme. Le aconsejo que acompane a Sandra. Va abajo, a la estacion marina.

— Yo me sumo — dijo Ierijonski. Luego se volvio hacia sus colegas y agrego —: Algunos, en vez de reintegrarse a sus puestos de trabajo, se acercan con fines egoistas a nuestro visitante. Respondere por el. No es de la Tierra. Sabe menos que nosotros de lo que sucede alli, no practica el deporte y no colecciona sellos. Es una persona poco interesante y poco enterada. Todo lo demas lo sabran por el durante la cena.

Una vez que hubo dado fin a su monologo, deslizo al oido de Pavlysh:

— Es por su propio bien, colega. Lejos del terruno, la gente se vuelve charlatana.

Mientras caminaban por un largo tunel inclinado, al que daban luz las escasas lamparas del techo, desarrollo su pensamiento:

— Si nuestro trabajo fuera intenso, si nos acecharan peligros a cada paso, no advertiriamos el correr del tiempo. Pero el trabajo es monotono, en los laboratorios no abundan las distracciones… Y por eso nos atrae la gente nueva.

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