Spindonov y Kamishov decidieron esperar hasta el 17 de noviembre y luego marcharse. En la central no habia nada que hacer, pero los alemanes continuaban bombardeandola sin tregua, y Kamishov, especialmente nervioso despues de las incursiones masivas, dijo a Spiridonov:

– Stepan Fiodorovich, si siguen bombardeandonos es que tienen un servicio de inteligencia poco eficaz. La aviacion puede volver a atacar de un momento a otro. Ya sabe, los alemanes, como los toros, se afanan en golpear contra el vado.

El 18 de noviembre, sin haber obtenido la autorizacion de Moscu, Stepan Fiodorovich se despidio de los guardias, abrazo a Andreyev, contemplo por ultima vez las ruinas de la central y partio.

Durante la batalla de Stalingrado habia trabajado duro, con honestidad, sin escatimar esfuerzos. Y su trabajo habia sido mas duro y era mas digno de respeto por el hecho de que Spiridonov tenia miedo a la guerra, no estaba acostumbrado a vivir en condiciones similares y le aterrorizaba constantemente la amenaza de las incursiones aereas; durante los bombardeos se le helaba la sangre, pero continuaba trabajando.

Ahora se iba con una maleta en la mano y un hatillo a la espalda y se volvia a mirar, saludaba con la mano a Andreyev de pie delante del portico destruido, se volvia hacia el edificio con los cristales rotos, los muros siniestros de la sala de turbinas, observaba el humo que se levantaba de los aislantes de aceite. Abandonaba la central de Stalingrado cuando ya no era util, se iba veinticuatro horas antes del principio de la ofensiva de las tropas sovieticas.

Pero aquellas veinticuatro horas que no habia esperado borraron, a los ojos de muchas personas, todo su trabajo duro y honesto. Dispuestos a declararle un heroe, despues le tildaron de cobarde y desertor.

Conservaria durante mucho tiempo el recuerdo atormentador del momento de su partida, volviendose, agitando la mano, mientras un viejo solitario de pie ante el portico de la central le miraba.

62

Vera dio a luz a un nino.

Estaba acostada sobre un catre de tablones asperos en la bodega de la barcaza. Para que estuviera caliente las mujeres la habian enterrado bajo trapos, y a su lado yacia el bebe envuelto en una pequena sabana. Cuando alguien entraba y apartaba la cortina, Vera veia a la gente, hombres y mujeres, entre los trapos que colgaban de las literas de arriba, oia los gritos de los ninos, el alboroto continuo, el zumbido incesante de voces.

La niebla llenaba su cabeza; la niebla habia invadido el aire lleno de humo.

En la bodega faltaba el aire y al mismo tiempo hacia mucho frio, tanto que en los tabiques de madera se formaba escarcha. De noche la gente dormia sin quitarse las botas de fieltro ni los chaquetones. Las mujeres se pasaban todo el dia arropandose con panuelos y trozos de mantas y se soplaban los dedos helados.

La luz apenas se filtraba a traves de una diminuta ventada recortada casi al nivel del hielo, por lo que durante el dia la bodega tambien estaba sumergida en la penumbra. Por la noche se encendian lamparas de petroleo sin cristal de proteccion y a la gente se le tiznaba la cara de hollin. Cuando desde la escalera se abria la escotilla, en la bodega irrumpian nubes de vapor parecidas al humo de las explosiones. Las viejas desgrenadas se peinaban sus cabelleras grises y plateadas; los viejos se sentaban en el suelo sosteniendo en las manos jarras de agua caliente, entre cojines de todos los colores, bultos, maletas de madera sobre las que se subian, para jugar, los ninos envueltos con panuelos.

Desde el momento en que habia sentido el peso del bebe sobre su pecho, Vera tenia la impresion de que sus pensamientos habian cambiado, que su relacion con la gente habia cambiado que su cuerpo habia cambiado. Pensaba en su amiga Zina Melnikova, en la vieja Sergueyevna que la habia cuidado en la primavera, en su madre, en el agujero de su camisa, en el edredon, en Seriozha y en Tolia, en el jabon, en los aviones alemanes, en el refugio de la central electrica, en su pelo sin lavar, y todo lo que se le pasaba por la cabeza estaba impregnado del sentimiento hacia su hijo recien nacido, todo tenia sentido o dejaba de tenerlo solo en relacion con el.

Se miraba las manos, las piernas, el pecho, los dedos. Ya no eran las manos que jugaban al voleibol, escribian redacciones y hojeaban los libros. Aquellas ya no eran las piernas que subian corriendo los escalones del instituto, que daban patadas al agua tibia del rio, picadas por las ortigas, las piernas que los viandantes se volvian a mirar por la calle. Y, pensando en el bebe, pensaba al mismo tiempo en Viktorov.

Los aerodromos estaban situados en la orilla izquierda del Volga; Viktorov debia de estar muy cerca, el Volga ya no les separaba.

Ahora entraria un teniente en la bodega y ella le preguntaria: «?Conoce usted al teniente Viktorov?». Y el piloto responderia: «Si». «Digale que aqui esta su hijo, y tambien su mujer.»

Las mujeres venian a verla y se quedaban detras de la cortina, movian la cabeza, sonreian, suspiraban; algunas se ponian a llorar y se inclinaban sobre el pequeno. Lloraban por su propia suerte y sonreian al recien nacido, y para entenderlas no eran necesarias las palabras. Las preguntas que le hacian a Vera siempre tenian que ver con el nino: si tenia leche, si tenia los senos inflamados, si le molestaba la humedad.

Tres dias despues del parto llego su padre. Ya no se parecia a aquel hombre que habia sido el director de la central electrica: iba con una pequena maleta y un hatillo, sin afeitar, el cuello del abrigo subido, la corbata ajustada, las mejillas y la nariz quemadas por el viento gelido.

Y cuando Stepan Fiodorovich se acerco a la cama, Vera vio que su cara temblorosa no se volvia hacia ella en primer lugar, sino hacia el pequeno ser que estaba a su lado.

El padre le dio la espalda y, por el movimiento de sus hombros, Vera comprendio que estaba llorando, porque su mujer nunca veria a su nieto, no se inclinaria sobre el como habia hecho su abuelo.

Despues, irritado por sus lagrimas, avergonzado -le habian visto decenas de personas-, dijo con la voz ronca por el frio:

– Bueno, asi que por tu culpa me he convertido en abuelo.

Se inclino sobre Vera, la beso en la frente, le acaricio el hombro con una mano fria y sucia.

Luego dijo:

– El dia del aniversario de la Revolucion Krimov vino a la central. No sabia que tu madre habia muerto. Me pregunto por Yevguenia.

Un viejo sin afeitar, ataviado con una chaqueta rota que perdia trozos de guata, dijo jadeando:

– Camarada Spiridonov, aqui se entrega la Orden de Kuruzov, de Lenin, la Estrella Roja por matar el mayor numero de gente posible. ?Y cuantos han muerto ya en los dos bandos! Habria que darle una medalla de al menos dos kilos a su hija por haber traido al mundo una nueva vida en este presidio.

Era la primera persona que habia hablado de Vera desde el nacimiento del nino.

Stepan Fiodorovich decidio quedarse en la barcaza hasta que Vera recobrara las fuerzas y marcharse con ella a Leninsk. Pasaria por Kuibishev, donde recibiria un nuevo destino. Tras comprobar la pesima situacion alimenticia en la bodega y la necesidad imperiosa de sustentar de un modo mas decente a su hija y su nieto, Stepan Fiodorovich decidio, despues de haber entrado en calor, ir en busca del puesto de mando del obkom del Partido, que se encontraba en alguna parte del bosque, a escasa distancia de alli. Contaba con poder obtener grasa y azucar a traves de sus conocidos.

63

Aquel fue un dia duro en la bodega. Las nubes se cernian sobre el Volga. Los ninos no salian a jugar, las mujeres no lavaban la ropa en algun agujero del hielo, el viento frio de Astrajan soplaba bajo y penetraba a traves de las rendijas de las paredes de la bodega, llenandola de crujidos y aullidos.

La gente, entumecida, estaba sentada sin moverse, arropandose con panuelos, mantas, chaquetas forradas. Incluso las mujeres mas charlatanas se habian callado, aguzando el oido al aullido del viento y el crujido de las tablas.

Habia comenzado a anochecer y parecia que las tinieblas nacieran de la angustia de las personas, del frio que atormentaba a todos, del hambre, del barro y de los interminables suplicios de la guerra.

Vera, cubierta con la manta hasta la barbilla, sentia en las mejillas las corrientes de aire frio que se filtraban en

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