– ?Sabes que? -dijo Liudmila-. Tal vez se trate de dos manteles que he vendido en el mercado.
– No creo. ?Por que quiere verme a mi y no a ti entonces? -Quiza quiere que firmes algo -aventuro, indecisa. Sus pensamientos eran particularmente lugubres. Recordaba sin cesar sus conversaciones con Shishakov y Kovchenko: ?que no les habia dicho! Recordaba las discusiones en sus dias de estudiante: ?que charlataneria! Habia discutido con Dmitri, con Krimov (aunque algunas veces le habia dado la razon). En cualquier caso, una cosa era cierta: nunca en su vida, ni siquiera un minuto, habia sido enemigo del Partido, del poder sovietico. Y de golpe le vinieron a la cabeza unas palabras muy duras que habia pronunciado en cierta ocasion, y sintio que se le helaba la sangre. ?Y pensar que Krimov, un comunista riguroso, de convicciones firmes, un verdadero fanatico que no tenia dudas, habia sido arrestado! Y despues aquellas malditas veladas con Madiarov y Karimov.
?Que extrano!
Por lo general, al anochecer, comenzaba a torturarle el pensamiento de que iban a arrestarle y la sensacion de terror se ensanchaba, se acrecentaba, se volvia mas pesada. Pero cuando el desenlace fatal parecia inminente, de repente se convertia en felicidad, en ligereza. ?Al diablo!
Cada vez que pensaba en el trato injusto que habia recibido en relacion con su trabajo, tenia la impresion de que iba a perder el juicio. Pero cuando el pensamiento de que era un ser privado de talento, incluso estupido, que su trabajo no era mas que una mofa vacia, grosera del mundo real, dejaba de ser una idea para transformarse en una sensacion viva, le invadia la felicidad.
Ahora ni siquiera tenia la intencion de enmendar sus errores; era miserable, ignorante, y su arrepentimiento no comportaria ningun cambio. Nadie le necesitaba. Arrepentido o no, seguiria siendo igual de insignificante ante la ira del Estado.
Tambien Liudmila habia cambiado mucho ultimamente. Ahora ya no decia por telefono al administrador: «?Envieme ahora mismo al cerrajero!»; no hacia investigaciones en la escalera: «?Quien ha sido el que ha vuelto a tirar mondas de patata fuera del basurero?». Incluso a la hora de vestirse parecia nerviosa. A veces se ponia, sin criterio alguno, una chaqueta de piel cara para ir a comprar aceite; otras se cubria la cabeza con un viejo panuelo gris y se ponia un abrigo que antes de la guerra queria regalar a la mujer del ascensor.
Shtrum miraba a Liudmila y pensaba en el aspecto que tendrian los dos dentro de diez o quince anos.
– ?Te acuerdas de El obispo, de Chejov? La madre sacaba a pastar a la vaca y les contaba a las mujeres que su hijo, en otro tiempo, habia sido obispo; pero casi nadie la creia.
– Lo lei hace mucho tiempo, cuando era nina, no me acuerdo -respondio Liudmila Nikolayevna.
– Pues vuelve a leerlo -respondio, visiblemente irritado.
Siempre le habia molestado la indiferencia de Liudmila Nikolayevna hacia Chejov y sospechaba que no habia leido muchos de sus relatos. Sin embargo era extrano, verdaderamente extrano. Cuanto mas debil y fragil se volvia, cuanto mas cerca se encontraba de un estado de entropia total, y mas insignificante era a ojos del administrador, de las empleadas de la oficina de racionamiento, de los empleados del Departamento de Pasaportes, de los funcionarios de la seccion de personal, de los auxiliares de laboratorio, cientificos amigos, familiares, del propio Chepizhin, tal vez incluso de su mujer…, mas cerca se sentia de Masha, mas seguro de su amor. No se veian, pero lo sabia, lo sentia. Ante cada nuevo golpe, ante cada nueva humillacion, le preguntaba mentalmente: «Masha, ?me ves?».
Asi, sentado al lado de su mujer, hablaba con ella mientras le daba vueltas a pensamientos que ella ignoraba.
Sono el telefono. Ahora cada timbrazo del telefono les provocaba el mismo nerviosismo que la llegada de un telegrama en mitad de la noche anunciando una desgracia.
– Ah, ya se quien es. Me prometieron que me llamarian para un trabajo en la cooperativa -dijo Liudmila Nikolayevna.
Descolgo el telefono, arqueo las cejas y respondio:
– Ahora se pone. Luego le dijo a su marido:
– Es para ti.
Y el le pregunto con la mirada: «?Quien es?».
La mujer, tapando con la mano el auricular, respondio:
– Es una voz que no conozco, no recuerdo haberla oido antes.
Shtrum se puso al aparato.
– Claro, espero -dijo, y mirando los ojos inquisidores de Liudmila, busco a tientas un lapiz en la mesilla y escribio algunas letras torcidas sobre un trozo de papel.
Liudmila Nikolayevna se santiguo despacio, sin darse cuenta de que lo hacia; despues bendijo a Viktor Pavlovich.
Los dos guardaban silencio.
«… Este es un boletin de todas las emisoras de radio de La Union Sovietica.»
Una voz extraordinariamente parecida a la que el 3 de julio de 1941, dirigiendose al pueblo, al ejercito, al mundo entero, habia proclamado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos mios…», ahora, se dirigia a un solo hombre, que sostenia en la mano el auricular del telefono:
– Buenos dias, camarada Shtrum.
En aquellos segundos, ideas confusas, fragmentos de pensamientos y sentimientos se fundieron en su interior: una amalgama de triunfo, debilidad, panico ante lo que parecia la broma de un gamberro y luego las hojas manuscritas de un cuestionario y el oscuro edificio de la plaza de la Lubianka…
Junto a la lucida percepcion de la realizacion de su destino, en el se mezclaba la melancolia por la perdida de algo extranamente querido, conmovedor, bueno.
– Buenos dias, Iosif Vissarionovich -dijo Shtrum, asombrado de haber pronunciado por telefono aquellas palabras increibles-. Buenos dias, Iosif Vissarionovich.
La conversacion duro dos o tres minutos.
– Me parece que esta usted trabajando en una direccion interesante -dijo Stalin.
Su voz era lenta, gutural, y parecia recalcar ciertos sonidos premeditadamente para que Shtrum recordara los acentos que habia oido por la radio. Sonaba igual que cuando Viktor, haciendo el tonto, imitaba a Stalin en casa. Asi era como lo describian las personas que habian escuchado a Stalin en los congresos, o que habian sido convocadas por el.
?Acaso se trataba de una broma?
– Creo en mi trabajo -dijo Shtrum.
Stalin hizo una pausa, como si reflexionara las palabras de Shtrum.
– ?La guerra le ha impedido obtener algun estudio cientifico del extranjero? ?Cuenta con todos los aparatos necesarios en el laboratorio? -pregunto Stalin.
Con una sinceridad que a el mismo le dejo sorprendido, Viktor dijo:
– Muchas gracias, Iosif Vissarionovich; mis condiciones de trabajo son perfectamente normales y satisfactorias.
Liudmila Nikolayevna, de pie, como si Stalin pudiera verla, escuchaba la conversacion.
Shtrum le hizo una senal: «Sientate, que no te de verguenza…». Entretanto Stalin hizo una nueva pausa, meditando las palabras de Shtrum. De repente dijo:
– Adios, camarada Shtrum, le deseo exito en su trabajo.
– Adios, camarada Stalin.
Shtrum colgo el telefono.
Estaban alli sentados, uno enfrente del otro, igual que unos minutos antes, cuando hablaban de los manteles que Liudmila Nikolayevna habia vendido en el mercado Tishinski.
– Le deseo exito en su trabajo -repitio Shtrum con un marcado acento georgiano.
El hecho de que nada hubiera cambiado, que el armario, el piano, las sillas permanecieran en su sitio, que hubiera dos platos sucios sobre la mesa, exactamente igual que antes, cuando hablaban del administrador de la casa, encerraba algo insensato, capaz de hacerle perder a uno el juicio.
Y es que, en el fondo, todo habia cambiado: ante ellos se vislumbraba un nuevo destino.
– ?Que te ha dicho?
– Nada de particular. Me ha preguntado si la carencia de publicaciones extranjeras perturbaba mi trabajo -dijo Shtrum, esforzandose por parecer, tambien ante si mismo, tranquilo e indiferente.
A ratos se sentia incomodo por la sensacion de felicidad que le habia invadido.