subfusil y una bolsa de lona impermeable con granadas.

Tocaba los objetos con delicadeza, como si temiera hacerles dano. A muchos colegas los trataba de usted, nunca soltaba tacos.

– No seras baptista, ?no? -pregunto un dia el viejo Poliakov a Klimov, que habia matado a ciento diez personas.

Klimov no era un tipo callado, le gustaba hablar, en particular de su infancia. Su padre era obrero en la fabrica Putilov. Klimov, a su vez, era un tornero cualificado: antes de la guerra daba clases en una escuela de artes y oficios. Seriozha se divertia escuchandole contar la vez en que uno de sus alumnos se habia atragantado con un tornillo y tuvo que sacarselo de la garganta con ayuda de unas pinzas antes de que llegara el servicio de emergencias, porque se habia puesto todo azul y estaba a punto de ahogarse.

Pero un dia Seriozha vio como Klimov se emborrachaba con el Schnapps que habia cogido como botin de guerra a los alemanes, y daba tanto miedo que incluso Grekov se sintio intimidado.

El mas desalinado de la casa era el teniente Batrakov, que nunca limpiaba sus botas y golpeaba tanto una suela contra el suelo al andar que los otros soldados lo reconocian sin necesidad de levantar la cabeza. En cambio, decenas de veces al dia, el teniente limpiaba sus gafas con un trozo de gamuza; las gafas no correspondian a su graduacion y a Batrakov le parecia que el polvo y el humo de las explosiones le empanaban los cristales. Klimov le habia llevado mas de una vez las gafas que sustraia a los alemanes muertos. Pero Batrakov no tenia suerte: las monturas eran buenas, pero los cristales nunca eran los apropiados.

Antes de la guerra Batrakov ensenaba matematicas en un instituto tecnico; se distinguia por la gran seguridad que tenia en si mismo: hablaba de la mediocridad de los estudiantes en un tono de voz arrogante.

En una ocasion improviso un examen de matematicas para Seriozha del que este salio muy mal parado. Los habitantes de la casa se echaron a reir y amenazaron al joven Shaposhnikov con hacerle repetir curso.

Un dia que hubo una incursion aerea alemana, mientras los herreros martilleaban enloquecidos contra las piedras, la tierra, el hierro, Grekov vio que Batrakov estaba sentado en lo que quedaba de la escalera leyendo un libro.

Grekov dijo:

– No tienen nada que hacer. No se saldran con la suya. ?Que quereis que hagan con un cretino semejante?

Toda iniciativa de los alemanes suscitaba en los soldados que defendian la casa, no tanto un sentimiento de miedo como una burla condescendiente: «Vaya, parece que los fritzes se estan esforzando hoy…». «Mira, mira lo que se han inventado los granujas…» «Que idiota, fijate donde va a soltar las bombas…»

Batrakov se habia hecho amigo del comandante del peloton de zapadores, Antsiferov, un hombre de unos cuarenta anos al que le gustaba mucho hablar de sus enfermedades cronicas. En el frente sucedia algo insolito: bajo el fuego las ulceras y las ciaticas se curaban por si solas.

Pero Antsiferov continuaba sufriendo en el infierno de Stalingrado la infinidad de enfermedades que anidaban en su voluminoso cuerpo. La medicina alemana no surtia efecto.

Cuando bebia el te con sus soldados reposando placidamente, iluminado por la reverberacion lugubre de los incendios, aquel hombre de cara llena, con la cabeza redonda calva y los ojos como platos, parecia un ser irreal. A menudo se sentaba descalzo dado que le dolian los callos de los pies, y sin chaqueta porque siempre tenia calor. Y alli se quedaba sentado, bebiendo a sorbos un te caliente de una taza decorada con diminutas flores azules, enjugandose el sudor de la calvicie con un amplio panuelo; suspiraba, sonreia y de nuevo soplaba sobre la taza, mientras el lugubre soldado Liajov, con la cabeza enrollada en una venda, le servia a cada momento, de una enorme tetera humeante, un chorro hirviente. A veces Antsiferov, sin calzarse las botas, se subia a un monton de ladrillos grunendo descontento y mirando que sucedia fuera. Estaba de pie, descalzo, sin chaqueta ni gorro, como un campesino que se asoma al umbral de su isba en medio de una violenta tempestad para controlar su huerto.

Antes de la guerra trabajaba como jefe de obra. Su experiencia en la construccion ahora demostraba ser util para otros propositos. Su cabeza no paraba de elucubrar sistemas para destruir paredes, sotanos, casas enteras.

La mayor parte de las conversaciones entre Batrakov y Antsiferov giraban en torno a cuestiones filosoficas. Antsiferov, que habia pasado de la edificacion a la destruccion, sentia la necesidad imperiosa de comprender aquella insolita transicion.

A veces, sin embargo, abandonaban las alturas de la filosofia -?cual es el fin de la vida? ?Existe el poder sovietico en otras galaxias? ?En que radica la superioridad de la estructura mental de los hombres respecto a la mujer? -para tocar otros temas mas mundanos.

Entre las ruinas de Stalingrado todo asumia un significado diferente y la sabiduria de la que sentian necesidad los hombres a menudo estaba del lado de aquel pelmazo de Batrakov.

– Creeme, Vania -decia Antsiferov a Batrakov-, solo gracias a ti he comenzado a entender algo. Antes pensaba que entendia la mecanica de la vida: a quien era necesario obsequiar con una botella de vodka, a quien procurarle neumaticos nuevos, a quien simplemente untarle la mano con cien rublos.

Batrakov estaba seriamente convencido de que habian sido sus nebulosos razonamientos y no Stalingrado los que habian cambiado la actitud de Antsiferov respecto a las personas, y le decia con indulgencia:

– Si, amigo mio. Es una pena que no nos hayamos conocido antes de la guerra.

En el sotano se alojaba la infanteria; aquellos que repelian los ataques enemigos eran los mismos que iban al contraataque arengados por la voz estridente de Grekov.

Al frente de la infanteria estaba el teniente Zubarev, que antes de la guerra habia estudiado canto en el conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las lineas alemanas y entonaba «Oh, efluvios de la primavera, no me desperteis» o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin.

Cuando le preguntaban que le empujaba a subirse a un monton de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zubarev eludia dar una respuesta. Quizas alli, donde el hedor de los cadaveres flotaba en el aire dia y noche, queria demostrar, no solo a si mismo y a sus camaradas sino tambien a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por poderosas que fueran, nunca podrian borrar la belleza de la vida.

?De veras habia sido posible vivir sin conocer a Grekov, Kolomeitsev, Poliakov, Klimov, Batrakov, el barbudo Zubarev?

Seriozha, que habia crecido en un ambiente de intelectuales, ahora habia comprobado que su abuela llevaba razon cuando afirmaba repetidamente que los trabajadores sencillos eran gente estupenda.

Pero Seriozha, que tambien era un chico inteligente, se habia dado cuenta del error de la abuela: ella siempre habia pensado que la gente sencilla era simple.

En la casa 6/1 los hombres no eran tan simples. Una aseveracion de Grekov habia impresionado particularmente a Seriozha:

– No se puede guiar a los hombres como a un rebano de ovejas, y esto Lenin, a pesar de ser una persona inteligente, no lo comprendio. El objetivo de la revolucion es liberar a los hombres. Pero Lenin decia: «Antes os dirigian de modo estupido, yo lo hare de modo inteligente».

Seriozha nunca habia oido unas condenas tan audaces contra los jefes del NKVD que en 1937 habian aniquilado a decenas de miles de inocentes. No habia oido hablar antes con un dolor tan autentico sobre las desgracias y sufrimientos que el campesinado habia padecido durante la colectivizacion. El orador mas ducho en esos ternas era el mismo Grekov, pero a menudo tambien Kolomeitsev y Batrakov tocaban esos temas.

Ahora que Shaposhnikov se encontraba en el bunker del Estado Mayor; cada minuto que pasaba fuera de la casa 6/1 le parecia una eternidad. Le resultaba increible que se pudiera hablar tanto sobre las horas de guardia y sobre quien habia sido llamado para ver a que comandante.

Intentaba imaginar que estarian haciendo ahora Poliakov, Kolomeitsev, Grekov.

Era una hora avanzada, todo se habria calmado y debian de estar hablando de la radiotelegrafista.

Cuando Grekov se proponia algo, nada ni nadie podia detenerle, ni siquiera Chuikov o Buda en persona.

Aquella casa alojaba a un punado de hombres extraordinarios, fuertes, temerarios. Probablemente Zubarev tambien esa noche entonaria sus arias… Y ella estaria sentada alli, indefensa, aguardando su destino.

– Los matare -penso Seriozha sin saber a que se referia exactamente.

?Que esperanzas podia albergar? No habia besado nunca a una chica y en cambio aquellos diablos eran hombres experimentados; sabrian como engatusarla, hacerle perder la cabeza.

Habia oido un sinfin de historias sobre enfermeras, telefonistas, telemetristas, chicas acabadas de salir de la

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