Yo mismo pase una parte de la noche con Eglofstein y Donop en los aposentos del coronel. Para alegrarle el animo, bebimos ponche caliente y jugamos al faraon. Pero no conseguimos hacer que dejara de hablar de su difunta esposa. Al final tuvimos que abandonar las cartas para escucharlo, y nuestro trabajo nos costo no ponernos en evidencia, pues no habia oficial en todo el regimiento de Nassau que no hubiera tenido por amante durante algun tiempo a la hermosa Francoise-Marie.
A las cinco de la manana me puse en marcha con Eglofstein y mis dragones. «
El camino estaba libre y los insurgentes no nos hostigaron. En la calzada yacian unas cuantas mulas reventadas. Pero antes de la aldea de Figueras encontramos a dos espanoles muertos, que se habian arrastrado agonizantes hasta alli; uno de ellos era un guerrillero de la banda de Saracho, y el otro llevaba el uniforme del regimiento de Numancia; sin duda habian confiado en alcanzar la aldea al amparo de la oscuridad, pero la muerte les habia cerrado el paso.
Encontramos Figueras totalmente abandonada por sus habitantes; los campesinos se habian refugiado en las montanas con sus rebanos. Solo en el meson, al otro extremo de la aldea, habia tres o cuatro espanoles, de los llamados «dispersos», soldados errantes del Tonel, que se dieron de inmediato a la fuga cuando nos acercamos. Llegados al lindero del bosque, aullaron hacia nosotros, como posesos, su «?Muerte a los franceses!», pero ninguno de ellos abrio fuego. Uno de mis dragones, el cabo Thiele, les grito: «Por los siglos de los siglos, amen, ?so mastuerzos!», creyendo, Dios sabra por que, que «muerte a los franceses» significaba «Loado sea nuestro senor Jesucristo».
Al llegar a las puertas de La Bisbal, encontramos al alcalde, que nos aguardaba alli en compania del consistorio en pleno y algunos otros ciudadanos. En cuanto desmontamos, se aproximo a nosotros y nos dio la bienvenida con las palabras usuales en tales circunstancias. La ciudad, nos dijo, se hallaba predispuesta en favor de los franceses, pues los guerrilleros del caudillo Saracho habian causado muchos danos a los ciudadanos, extorsionandolos y robando su ganado a los campesinos. La unica excepcion eran unos pocos elementos hostiles que se habian aposentado en la ciudad. Y nos rogo que trataramos a la ciudad con miramiento, pues el y sus convecinos estaban ansiosos de hacer todo lo que estuviese en sus manos para ayudar a los valientes soldados del gran Napoleon.
Eglofstein replico con pocas palabras que el no podia prometer nada, pues el trato que habia de recibir la ciudad dependia unica y exclusivamente de las disposiciones del coronel. A continuacion se dirigio a la casa consistorial, en compania del alcalde y el secretario, para extender los pases de pernocta. Los ciudadanos, que habian asistido a la entrevista mudos y atemorizados y con los sombreros en las manos, se desperdigaron, apresurandose a regresar a sus casas y junto a sus mujeres.
Yo, por mi parte, dispuse a varios de mis hombres en la puerta de la ciudad y luego entre en una posada situada extramuros, al borde de la carretera, para esperar la llegada del regimiento ante una taza de chocolate caliente que el posadero se ofrecio de inmediato a servirme.
Tras el desayuno sali al huerto, pues el aire de la angosta sala de la posada, que apestaba a pescado frito, me producia malestar. El huerto, en el que el posadero, sin el menor sentido del orden, habia plantado cebollas, ajos, calabazas y habas, no era grande ni estaba bien cuidado, pero el olor de la tierra mojada por la lluvia me hizo bien. El huerto lindaba con un gran jardin en el que se alzaban higueras, olmos y nogales; un estrecho sendero, orillado de tejos, conducia, por entre parterres de cesped, a un estanque, y al fondo se alzaba una casa de campo blanca, cuyos techos de pizarra mojados por la lluvia ya me habian llamado la atencion desde la carretera.
Tras mis pasos salio al jardin, desde la posada, el cabo a mi servicio, que se me acerco irritado hasta la exasperacion y echando pestes:
– ?Mi teniente! -exclamo-. Por la manana, sopa de harina barata, al mediodia sopa y por la noche pan con ajos. Ese es nuestro rancho desde hace semanas. Cuando alguno de nosotros, por la carretera, requisaba unos cuantos huevos a un campesino, le caia un consejo de guerra. Pero usted nos prometio que en La Bisbal tendriamos la mesa preparada, el mejor vino puesto a enfriar en el pozo y en cada escudilla un suculento pedazo de tocino. Y sin embargo…
– ?Que? ?Que os ha puesto el posadero?
– ?Arenques de los peores, a cuatro cuartos la docena, y ademas podridos! -grito el cabo, ensenandome en la palma de la mano una pescadilla de las que los campesinos espanoles suelen conservar en tinajas llenas de vinagre.
– ?Pero Thiele! -le dije bromeando-. Esta escrito en la Biblia: «Todo lo que vive y se mueve os servira de alimento». Entonces, ?por que no ese pescado?
El cabo quiso replicarme enojado, pero en aquel momento no se le ocurrio ninguna respuesta apropiada a mi cita biblica. Y un instante despues se llevo el dedo a los labios, aun abiertos, y me cogio de la muneca. Habia visto algo que hizo desaparecer inmediatamente su irritacion.
– ?Mi teniente! -dijo en voz baja-. Ahi hay uno escondido.
De inmediato me tire al suelo y me acerque a gatas y sin hacer ruido a la verja del jardin.
– Un guerrillero -susurro a mi lado el cabo-. Alli, entre los matorrales.
Ciertamente, en ese momento vi, apenas a diez pasos de distancia, a un individuo agazapado entre las matas de laurel. No llevaba sable ni trabuco, y si iba armado, debia de llevar el arma oculta entre sus ropas.
– Ahi hay otro. Y ahi tambien. ?Y ahi, y ahi! Mi teniente, son mas de una docena. ?Que se traeran entre manos?
Tras los troncos de los olmos y los nogales, entre los tejos, entre los arbustos y sobre el cesped, por todas partes vi hombres tumbados o agachados. Ninguno de ellos parecia haber notado aun nuestra presencia.
– Corro a la casa a dar la voz de alarma a los demas. Esto debe de ser una guarida o quizas el cuartel general de los guerrilleros. Seguro que el Tonel no anda muy lejos -susurro el cabo.
Y en ese instante salio por la puerta de la casa de campo un hombre alto y anciano, cubierto con un abrigo oscuro con vueltas de terciopelo, que, caminando lentamente, con la cabeza gacha, bajo los peldanos de la escalera.
– Apostaria que van a por el -dije en voz baja, sacando mi pistola.
– ?Esos bandidos van a asesinarlo! -mascullo el cabo.
– ?Cuando salte la verja, te vienes detras de mi y caemos los dos en medio de ellos! -ordene, pero inmediatamente uno de los hombres salio de detras de un monton de grava y se lanzo a toda prisa hacia la espalda del anciano.
Levante la pistola y apunte, pero un instante despues la deje caer, pues ibamos a ser testigos de uno de los espectaculos mas singulares que he visto en mi vida. Mi madre tiene un hermano que es medico en un manicomio de Kissingen; y de nino yo iba de vez en cuando a visitarlo. Y, a fuer de sincero, en aquel momento me senti trasladado al jardin de aquel manicomio. Pues el hombre se quedo parado tras el anciano, a un paso de distancia, se quito el sombrero y exclamo a voz en grito:
– ?Senor marques de Bolibar! ?Os deseo muy buenos dias, excelencia!
Y en el mismo instante salio de detras de una estatua de piedra arenisca un individuo alto y calvo vestido de arriero que tambien se dirigio, con torpes pasos de baile, hacia el anciano, e, inclinandose, grazno:
– Mis respetos, senor marques. Viva vuestra excelencia mil anos.
Pero lo mas extravagante de todo era que el anciano seguia su camino, conduciendose como si no hubiese visto ni oido a ninguno de los dos. Entretanto, se habia acercado a donde yo estaba y pude ver su rostro, que me parecio sobremanera rigido e inalterable. Su cabello era totalmente blanco, y la frente y las mejillas, palidas. Tenia los ojos fijos en el suelo; nunca olvidare sus rasgos intrepidos y terribles.
A medida que seguia caminando, los hombres, uno tras otro, iban saliendo de sus escondrijos; como en una farsa de marionetas, se asomaban por todas partes, de entre los arbustos, de detras de los arboles, de debajo de los bancos del jardin, se descolgaban de los arboles, se cruzaban en su camino y le gritaban:
– ?Vuestro humilde servidor, senor marques de Bolibar!
– Muy buenos dias, senor marques, ?como esta la salud de vuecencia?
– Ilustrisimo senor, mis respetos y homenajes.
Pero el marques continuaba en silencio su marcha, sin hacer nada para alejar a los incomodos lacayos que le saludaban, arremolinandose a su alrededor como las moscas en torno a una escudilla de miel; su rostro permanecia inalterable, como si todo aquel griterio y todos aquellos saludos no fueran dirigidos a el, sino a otra persona a quien