ellos, sino incluso para luchar por su propia causa. Pero si estoy aqui escribiendote, Theresa, es porque al final logre desembarazarme de ambos. Y cuando digo esto, no quiero decir que hayan desaparecido por completo de la escena. Se, como antes te dije, que siguen ahi. No me he librado del todo (nunca me librare del todo) de las flaquezas y el masoquismo del fraile, ni del rigor y la sana del inquisidor. Pero ahora, tanto el uno como el otro forman parte de mi compania de muertos. Encontre quien acabara con ellos, y me devolviera a mia la vida.
Y de eso trata el tercer y ultimo acto. El que habria dado sentido a mi abortada novela, si hubiera tenido la constancia para escribirla hasta el final. Porque bien puede haberte parecido otra cosa, a juzgar por el fragmento que leiste, pero lo que con ella intentaba era hacer un canto a lo que nos permite vivir, a pesar de nuestros errores, y resucitar, a pesar de nuestros desfallecimientos. Esto fue lo que encontre en la personalidad de Teresa Valle, pero tambien fue lo que un dia, cuando ya no contaba con ello, me tropece en mi propio interior. Quiza deba aclarar, de todos modos, que mi intencion al escribir una historia sobre esta cuestion no era ofrecer a los afligidos alivio para sus males. De la clase de mal que nos ocupa no hay que aliviarse. Hay que hacerle sitio. Conocerlo. Y aduenarse de el.
Hemos hablado mucho sobre Teresa Valle, en los ultimos dias. Es gracioso que siempre me ha dado la impresion de que te sentias obligada a defenderla contra lo que interpretabas que eran ataques hacia ella por mi parte. En el fondo, no se si lo sabes (y espero que no te moleste que te lo diga, porque lo hago con carino), eres una moralista. Cuando yo sugeria que nuestra priora no era inocente, o que no decia siempre la verdad ante sus jueces, o que trasladaba sus culpas a aquellos demonios imaginarios y al confesor, o que se habia aprovechado de la proteccion de sus amigos poderosos para salvarse, o que hacia gala de una memoria y una desmemoria selectivas, tu lectura era que todo aquello la desacreditaba, y tu simpatia por ella te abocaba a rebatirme. No te dabas cuenta de que mi simpatia por ella es mayor que la tuya, porque me lleva a estar de su lado no solo en aquello que resulta irreprochable desde el punto de vista moral, sino tambien en todas esas circunstancias y acciones que a ti, despues de todo, no dejan de resultarte censurables. Para mi, Teresa estaba en su derecho de recordar solo lo que le interesara, de mentir para negar aquello que la comprometia, de cargar a los demonios y al confesor y a quien pasara por alli todo lo que pudiera y de aprovechar para su causa cualquier recurso espurio, ya fueran sus amistades, sus influencias, o el interes de quienes la iban a juzgar. Es mas, era su obligacion. Porque ante todo debia preservarse, frente a quienes se habian arrogado la odiosa potestad de destruirla. Aunque no fuera inocente, lo que tampoco, dicho sea de paso, la desacredita ante mi. Nadie es inocente, y solo los imbeciles y los canallas pretenden serlo. La humanidad es incompatible con la inocencia, y pese a ello, todos los humanos merecemos vivir. La culpa no nos hace inferiores: es la que da testimonio de nuestra condicion. Por eso no debemos dejar que nos aplasten con ella, y tampoco rehuirla. Se puede ser culpable y salvarse. Lo que nos condena, Theresa, es la debilidad.
Hay algo que hasta aqui no he mencionado, y que seria ingrato por mi parte omitir. Despues de mi caida en desgracia, vine a conocer en mis carnes aquello que advirtiera hace siglos Ovidio, y que Cervantes cita en el prologo a la primera del Quijote: en tanto repartas dicha, contaras muchos amigos; cuando el horizonte se nuble, estaras solo. Mire a mi alrededor y vi que muchos de los que hasta alli me acompanaban habian desaparecido. Sin embargo, no todos se fueron, y aun aparecieron algunos con los que no contaba (lo que daria para otro aforismo, mas alentador que el clasico: cuando el horizonte se nuble, discerniras los verdaderos). Con esto quiero decir que no quede en ningun momento totalmente desprovisto de calor de mis semejantes. Pero mi experiencia es que esa solidaridad con el caido solo le ayuda a no terminar de despenarse por el barranco. La tarea de volver a ponerse en pie es siempre solitaria. Y solo cuando uno mismo encuentra dentro de si la fuerza que le pertenece y que le es propia, puede aspirar a recuperar el terreno y reintegrarse al combate.
No se como lo hizo Teresa, o como le sucedio. Igual que hice con fray Francisco, muchas veces me la imagine a ella, primero en la carcel secreta de la Inquisicion de Toledo, y luego en su propio convento, encerrada y degradada de su antiguo rango. Mi intuicion es que opto por robustecer su caracter a traves de la oracion y de la virtud, para demostrarse a si misma que podia curarse de la liviandad y el atolondramiento en que habia caido bajo la funesta influencia del confesor. Una vez hecho esto, acometio la purga de su memoria, en la que no tenia sentido mantener el vestigio de unos deslices y unos desvarios que nunca mas se volverian a repetir.
En mi caso, el camino fue mas sinuoso. Un dia me di cuenta de algo: el tiempo iba pasando y yo no solo seguia alli, sino que poco a poco recobraba las fuerzas. Mi animo, en apariencia, no habia variado: mantenia mi desistimiento y mi desinteres por todo, y afrontaba mecanicamente las tareas, para mi sin sentido, en que se consumian mis dias. Pero aquello con lo que contaba desde el momento en que habia arrojado la toalla, irme extinguiendo poco a poco en aquella existencia sin objeto, o perder de pronto ante cualquier contratiempo el precario equilibrio en que la sostenia, no terminaba de suceder. En la mas absoluta indigencia, sin la mas minima perspectiva, no solo resistia, sino que cada vez me costaba menos resistir. Entonces fue cuando lo comprendi todo. Yo no era, o no solo, aquel fraile fragil e inconsistente. Y el inquisidor que habia decretado mi aniquilacion, sumandose a quienes me habian condenado por mis actos, tampoco era un juez tan inapelable como habia creido hasta alli. Dentro de mi, habia algo que me habia pasado inadvertido y que de pronto quedaba al descubierto: un mastil firme que no sabia doblarse ante la tormenta, y que la tormenta no lograba partir. Un fuste que desmentia el veredicto que me habia sido impuesto, y que desafiaba la autoridad de quien habia decidido desarbolarme.
Cuando repare en ello, recobre el orgullo suficiente para alzar la vista y echar una ojeada a mi alrededor. Todo habia adquirido una luz distinta. Repase la historia de mi caida y encontre en ella circunstancias que antes, empenado en la autoflagelacion, habia pasado por alto. Mire a la cara de quienes me acusaban y vi como sus ojos esquivaban los mios. No eran mas, ni mejores que yo. Comprendi por que me habia hundido en aquella sima deplorable: porque cuando esos otros me habian negado el perdon, yo habia acatado su condena, considerandome inferior a ellos. Pero nada me obligaba a someterme a su venganza. Al entregarse a ella, eran ellos quienes proclamaban su incompetencia para juzgarme, que me autorizaba a recusarlos y a dictar, por mi y ante mi, mi propia absolucion. Y con ella, mi puesta en libertad y mi regreso al mundo del que habia sido expulsado.
Y eso fue lo que hice. Me sacudi al fraile penitente y me encare con el inquisidor, dispuesto a echarlo a patadas. Naturalmente, lo que no pude, ni pretendi, fue negar la realidad. No sustitui el recuerdo de mis errores por una historia dulcificada en la que mi actuacion fuera modelica. Pero tampoco deje que el alegato del fiscal estableciera la verdad a la que la posteridad, y sobre todo en lo que a mi me tocaba, hubiera de atenerse. Lo eche abajo en todo lo que pude: no solo en aquello que era falso, sino tambien en aquello que afirmaba sin pruebas o que podia poner en duda, con fundamento o sin el. Otros muchos reproches, que en su dia habia dado por validos, los rechace sin mas. No estaba dispuesto a consentir que se me afeara lo que yo no juzgaba ilicito. Y no tuve mayores escrupulos en procurarme cualquier ventaja que me permitiera mejorar mi situacion; lo unico que me prohibi fue perjudicar a otros para conseguirlo.
Del mismo modo que no podia borrar todas mis culpas, tampoco podia negar la magnitud de la perdida que habia sufrido, a la que se sumaba un agravio que ahora se mostraba a mis ojos con una nitidez hasta entonces desconocida, y que no podia dejar de resultarme especialmente doloroso. Porque al recapitular la historia comprobaba que no era el unico que habia violado las reglas, ni siquiera el que las habia violado mas gravemente, y sin embargo, sobre nadie habia caido el peso del castigo como habia caido sobre mi. Y todo, porque yo habia resultado ser el mas desprotegido.
Pero comprendi que lo ultimo que debia hacer era entonar una queja del tipo «no me lo merezco, que injusticia han cometido conmigo y que infortunado soy». La perdida, como la culpa, nos atormenta cuando no somos capaces de aceptarla como algo natural, justificado, incluso necesario. La defensa contra la culpa no es querer ser inocente a todo trance, sino admitir los errores cometidos y a partir de ahi procurarse el perdon, el ajeno si es posible y si no, y en todo caso, el propio. La defensa contra la perdida no es empenarse en demostrar que no la merecemos. Todo lo contrario.
Sigo creyendo, no puedo ocultartelo, que hay perdidas que no mereci. Fueron demasiado grandes y se me impusieron con artes que nunca podre considerar legitimas. Pero respecto de la mayoria acabe aceptando que no solo merecia, sino que necesitaba sufrirlas, aunque en ese momento yo mismo no fuera consciente de ello. Desde entonces, sobre todo en mis relaciones con otras personas, parto de esta premisa: tenemos lo que merecemos tener, y perdemos lo que merecemos perder. Porque solo merecemos tener