utilizado la ventaja de una posicion para alcanzar mis propios fines, y porque luego, cuando mi comportamiento quedo en evidencia, no supe justificarlo ante otros ni ante mi mismo y no encontre otra salida que rendirme y declararme culpable. Pero debajo de todo eso hay algo mas, algo que nos aporta la clave para interpretar las imprudencias del confesor y que tambien tiene que ver con mi propio caso. Al darse cuenta de que tenia a su merced a aquella treintena de muchachas desprevenidas, fray Francisco debio de experimentar una especie de euforia. No hay que descartar que, dejandose arrastrar por ella, acabara convenciendose de que no habia pecado alguno en su proceder. Dios le habia dado la oportunidad de llevar a la practica, con aquellas mujeres sometidas a su voluntad y en un entorno providencialmente resguardado del mundo exterior, las creencias por las que en otro tiempo habia sido condenado. ?Acaso no tenia ahi un indicio de que esas creencias gozaban del beneplacito divino? Lo que sospecho es que, a partir de cierto momento, fray Francisco llego a sentirse autorizado a no respetar los limites que la intransigente doctrina de la Iglesia le marcaba. Desde ahi, muy bien pudo ir mas alla, hasta creerse llamado a protagonizar, junto a sus hipnotizadas monjas, la reforma de la Iglesia misma.

Tambien yo, mi querida Theresa, llegue a creer que se me permitia lo que para otros, en su vision estrecha y convencional de la vida, estaba prohibido. Cuando infringi las reglas no lo hice con una sensacion de torpeza, sino pensando que en mis actos habia una suerte de legitimidad, de necesidad incluso. No te dire que no me estorbara la conciencia, o que no cayera en la cuenta de que estaba saltandome unas normas a las que yo mismo me habia atenido hasta entonces, pero mi delito me producia una embriaguez tan irresistible, y me hacia sentir dentro de mi una fuerza tan poderosa, que no admitia ninguna posibilidad de contencion. Desoir aquella llamada podia ser mi deber ante otros; pero tambien implicaba traicionarme a mi mismo. Asi fue como cruce la raya. Sin titubear. Con entusiasmo.

En algun momento paso por mi cabeza la idea de que mi infringimiento era una prueba de valor, de singularidad, incluso de grandeza. El mundo esta lleno de corderos mansos que obedecen por miedo o por falta de ocasiones y de imaginacion para salirse del redil. Yo ya nunca seria como ellos, habia tenido el coraje de saltar la valla y arriesgarme a las consecuencias. Pero mi arrogancia duro tanto, o tan poco, como mi impunidad. Cuando me vi expuesto a esas consecuencias, se vino abajo. Como fray Francisco, en vez de sostener ante el tribunal mi herejia, renegue de ella, me sometia la ortodoxia y pedi perdon. No tuve la fortaleza para permanecer impenitente, y esa claudicacion echo por tierra todas mis pretensiones anteriores. Los valientes, los singulares, los grandes, no se humillan ante el inquisidor. Se mantienen firmes y se ganan la hoguera. Y con ella el respeto.

Al final no ardi en la hoguera, pero tampoco me perdonaron. Tuve mi castigo y, como el del confesor, no fue benevolo. Me supuso quebrantos considerables, en todos los aspectos. Perdi mis propiedades, mi reputacion y, sobre todo, el apoyo de personas que eran importantes para mi. De creerme capaz de cualquier cosa, pase a no tener la menor seguridad para emprender nada. De un golpe, volaron mi libertad, mi dignidad y mi ilusion de vivir. El deterioro me resulto tan brutal que me quede en estado de shock, reducido a una impotencia que no habia sonado ni en mis peores pesadillas. Hasta ese momento, mi existencia habia sido una continua progresion, en todos los sentidos: lo ultimo que habia contemplado era que pudiera sufrir un retroceso tan drastico y tan inapelable como aquel. Mi mente no estaba preparada para asumirlo y se bloqueo. Cuando lo recuerdo desde aqui, no puedo evitar pensar que uno no termina de conocerse a si mismo hasta que tiene que enfrentarse a un reves que le suponga una perdida realmente trascendental. Por resumirlo en una sola frase: no sabemos quienes somos hasta que nos llega la hora de ser menos de lo que hemos sido.

He imaginado a menudo lo que debio de sentir fray Francisco en la reclusion a la que fue condenado. Privado para siempre de su dignidad eclesiastica y de la posibilidad de volver a tener bajo su direccion espiritual una manada de dociles cervatillas. Vejado, despreciado, solo. Se por experiencia hasta que punto puede llegar a dolerle a un hombre verse asi, despojado a la vez de aquello de lo que un dia disfruto y de la estima de sus semejantes. Pero eso, a fin de cuentas, es solo una parte del dolor, la mas inmediata, y no es la mas dificil de soportar. Hay otra parte que resulta mucho mas terrible. Tanto, que puede llegar a matarte. Como me mato a mi.

Y aqui da comienzo el segundo acto. Que trata de como, sin dejar de ser fray Francisco, me converti en el inquisidor. Cuando tome plena conciencia de la catastrofe, y de como se me habia venido encima, mi primera obsesion fue tratar de entender por que me habia sucedido aquello. Examine una y otra vez los hechos: las actitudes, las acciones y las omisiones, tanto mias como de otros. En medio del destrozo, crei que ante todo debia ser justo, conmigo y con los demas. A la infelicidad y a la derrota no queria sumar la equivocacion. Debia encontrar, pense, una forma de reivindicarme.

Pero no puede elegir un camino mas erroneo para perseguir ese objetivo. El ejercicio de escrutinio al que entonces me entregue se revelo nefasto, por no decir devastador. No logre encontrar ninguna razon solida en mi conducta, que examinada de forma retrospectiva me parecia tan solo irreflexiva e insensata. Mas que mi posible maldad, me avergonzaba mi incuestionable estupidez, el modo absurdo en que me habia expuesto y habia perdido. Con la perspectiva del tiempo, me costaba comprender como habia podido creer en algun momento que de aquello saldria algo diferente del descalabro en que habia concluido todo. La unica explicacion admisible era que mi naturaleza era deficiente, que todo se debia a una tara que me lastraba y a la que nunca me podria sobreponer. El inquisidor, ya instalado dentro de mi, machacaba inmisericorde al inerme fray Francisco, sin ofrecerle un solo resquicio que le permitiera justificarse. En cambio, cuando sopesaba la dureza de mi penitencia, lo que implicaba valorar los actos de aquellos que me la infligian, el inquisidor se mostraba comprensivo. Cualquier atropello del que se me hiciera objeto tenia motivacion suficiente en mi falta. Quien abre la caja de Pandora, ha de saber soportar todo lo que contiene.

Lo peor de enfrentarse a la acusacion sostenida por uno mismo, y de tener a uno mismo como verdugo, es que nadie conoce mejor nuestros rincones oscuros y nuestros puntos debiles. A otro puede escaparsele alguna infraccion, o podemos confiar en que fallara algun golpe. Pero cuando el oponente esta dentro, todos nuestros yerros quedan a la vista y todas las cuchilladas hacen carne. La desnudez es tan absoluta que uno comprende la esterilidad de la resistencia. Como le ocurre a fray Francisco en el potro. Como me ocurrio a mi, mientras ordenaba al alguacil que le diera vueltas al torno con el que estiraba mis propios miembros y aumentaba mi propio dolor. Desdoblado en juez y reo, exterminaba en mi toda esperanza.

Fue entonces, en el momento en que mi propia alma tomo la forma de aquel implacable acusador que todo lo veia y todo lo castigaba, cuando supe que estaba acabado. No tenia ningun sentido perseverar en una vida normal, hacer proyectos o pensar en el futuro, cuando habia quedado establecida, por sentencia de un juez al que nunca podria sustraerme, mi completa e irrevocable culpabilidad. Deje de pelear y a partir de ahi me limite a realizar los actos indispensables para mantener mi supervivencia fisica.

En algun momento, la logica me llevo a explorar la idea de anadir a la muerte de mi espiritu la muerte de mi cuerpo. En cierto modo, carecia de sentido seguir alimentando y sosteniendo una carcasa cuyo motor y cuyos circuitos esenciales habian quedado inutilizados. Pero cuando me puse a pensar en la mecanica del asunto, me parecio tan ridicula como innecesaria. Si se analiza bien, el suicidio es un acto de voluntad, de una voluntad tan intensa y extrema que obliga a generar la fuerza suficiente para provocar que deje de funcionar una maquina que aun tiene energia para seguir funcionando. Yo no tenia esa voluntad, y tampoco me veia en la tesitura de tener que provocar un desenlace tan aparatoso y tan desagradable para los que le sobreviven a uno. Ni siquiera para acabar con mi sufrimiento. El sufrimiento, a partir de un cierto punto, genera su propia conformidad. En mi caso, habia llegado a persuadirme de que aquella extrana dicotomia, entre un cuerpo que alentaba y un espiritu inerte, no tardaria mucho en resolverse por si sola. No tenia mas que esperar, con paciencia y sin miedo. Que puede temer, en fin, aquel a quien lo peor le ha sucedido ya.

No podria precisarte ahora cuanto duro el triunfo del inquisidor. Se que fueron muchos meses. Durante ese tiempo, mi otro yo, el del fraile pisoteado y prisionero, no intento rebelarse: acepto su suerte, mientras se desconectaba paulatinamente del mundo. En su celda tenia muy poco, pero aun de ese poco que no le habian requisado dejo de servirse. Descubri asi el verdadero ascetismo, que no es el de quien se mortifica o se priva para lograr recompensa, sino el de quien acaba encontrando, en la renuncia a todo, su propia forma de ser y existir. Desde entonces se que un hombre puede arreglarse con la mitad de la mitad de la mitad de lo que tuvo. Y que en ello puede fundar su equilibrio, cuando no encuentra otro punto de apoyo.

Podria haber seguido asi indefinidamente. El inquisidor era fuerte, y fray Francisco no. Uno tenia el poder de imponer sus designios, y el otro estaba incapacitado, no ya para oponerse a

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