Harlan Coben
Solo una mirada
Titulo original:
Traduccion: Isabel Ferrer y Carlos Milla
Carino, dame tus mejores recuerdos,
pero que no sean como la tinta clara.
Scott Duncan estaba sentado frente al asesino.
En la habitacion sin ventanas, gris como una nube de tormenta, el ambiente era tenso y silencioso, atrapado en ese parentesis en que empieza a sonar la musica y ninguno de los dos desconocidos sabe bien como dar comienzo al baile. Scott asintio con la cabeza, sin comprometerse a nada. El asesino, engalanado con el uniforme carcelario de color naranja, se limitaba a mirarlo fijamente. Scott entrelazo las manos y las puso sobre la mesa metalica. El asesino -segun su expediente, se llamaba Monte Scanlon, pero desde luego no era ese su verdadero nombre- quizas habria hecho lo mismo si no hubiese tenido las manos esposadas.
«?Por que estoy aqui?», se pregunto Scott una vez mas.
Su especialidad era el procesamiento de politicos corruptos -lo que parecia una pujante industria artesanal en su estado natal de Nueva Jersey-, pero tres horas antes, Monte Scanlon, un verdugo en serie a todas luces, habia roto por fin su silencio para plantear una peticion.
?Que peticion?
Una reunion privada con el ayudante de la fiscal Scott Duncan.
Eso era poco comun por varias razones, entre ellas por estas dos: en primer lugar, un asesino no deberia estar en posicion de pedir nada; segundo, Scott no conocia ni habia oido hablar siquiera de Monte Scanlon.
Scott rompio el silencio.
– ?Queria verme?
– Si.
Scott asintio y espero a que anadiera algo mas. Scanlon no dijo nada.
– ?Y en que puedo ayudarlo?
Monte Scanlon le sostuvo la mirada.
– ?Sabe por que estoy aqui?
Scott miro alrededor. Ademas de Scanlon y el, habia otras cuatro personas en la sala. Linda Morgan, la fiscal, se hallaba reclinada contra la pared del fondo intentando aparentar el despreocupado aspecto de Sinatra apoyado contra una farola. De pie detras del preso, habia dos fornidos celadores, casi identicos, con brazos que parecian tocones de arbol y pechos como armarios antiguos. Scott ya conocia a esos dos bravucones; los habia visto llevar a cabo su cometido en otras ocasiones con la serenidad de monitores de yoga. Pero ese dia, aun con el preso esposado, incluso ellos tenian los nervios a flor de piel. Completaba el grupo el abogado de Scanlon, un huron que apestaba a colonia barata. Todas las miradas permanecian fijas en Scott.
– Mato a gente -contesto Scott-. A mucha gente.
– Era lo que suele llamarse un sicario. Era… -Scanlon hizo una pausa-… un asesino a sueldo.
– En casos en los que yo no he intervenido.
– Cierto.
Scott habia tenido una manana bastante normal. Habia estado redactando una citacion para un directivo de una planta de eliminacion de residuos acusado de sobornar al alcalde de un pueblo. Un caso de rutina. Un chanchullo mas en el verde estado de Nueva Jersey. Y de eso hacia… ?cuanto? ?Una hora, una hora y media? Ahora estaba sentado a aquella mesa atornillada al suelo frente a un hombre que habia asesinado -segun el calculo aproximado de Linda Morgan- a cien personas.
– ?Y por que ha preguntado por mi?
Scanlon parecia un playboy envejecido que podia haber cortejado a una de las hermanas Gabor en los anos cincuenta. Pequeno y demacrado, tenia el pelo cano peinado hacia atras, los dientes amarillos por el tabaco, la piel reseca por el sol del mediodia y demasiadas largas noches en demasiados clubes oscuros. Ninguno de los presentes en la sala conocia su verdadero nombre. Cuando lo detuvieron, su pasaporte lo identificaba como Monte Scanlon, de nacionalidad argentina, cincuenta y un anos. Solo la edad parecia correcta. Sus huellas dactilares no constaban en la base de datos del Centro Nacional de Informacion Criminal. Los programas de reconocimiento facial no habian dado el menor resultado.
– Tenemos que hablar a solas.
– Yo no llevo este caso -repitio Scott-. Ya le han asignado una fiscal.
– Esto no tiene nada que ver con ella.
– ?Y si conmigo?
Scanlon se inclino hacia delante.
– Lo que estoy a punto de contarle -dijo- va a cambiar su vida por completo.
Una parte de Scott queria agitar los dedos delante de la cara de Scanlon y decir: «Oooooh». Estaba acostumbrado a la mentalidad del criminal capturado: sus retorcidas maniobras, sus intentos de sacar ventaja, sus busquedas de escapatoria, su exagerado sentido de la propia importancia. Linda Morgan, tal vez adivinando sus pensamientos, le lanzo una mirada de advertencia. Antes le habia contado que Monte Scanlon habia trabajado durante casi treinta anos para varias familias estrechamente relacionadas. La ley RICO anhelaba su colaboracion con la avidez de un hombre famelico ante un buffet libre. Desde su detencion, Scanlon se habia negado a hablar. Hasta esa manana.
Asi que alli estaba Scott.
– Su jefa… -dijo Scanlon, senalando a Linda Morgan con la barbilla-… espera que yo colabore.
– Van a ponerle la inyeccion -contesto Morgan, todavia intentando aparentar despreocupacion-. Nada de lo que diga o haga cambiara eso.
Scanlon sonrio.
– Por favor. Usted teme perder lo que tengo que decir mucho mas de lo que yo temo la muerte.
– Ya. Otro hombre duro que no teme la muerte. -Se aparto de la pared-. ?Quiere saber una cosa, Monte? Son siempre los hombres duros los que se manchan los pantalones cuando los atan a la camilla.
De nuevo Scott reprimio el deseo de agitar los dedos, esta vez ante su jefa. Scanlon seguia sonriendo. No aparto la mirada de los ojos de Scott en ningun momento. A Scott no le gusto lo que vio. Sus ojos eran, como cabia esperar, negros, brillantes y crueles. Pero -aunque quiza solo fueran imaginaciones suyas- creyo ver tambien otra cosa. Algo que iba mas alla de la habitual ausencia de expresion. Parecia haber un ruego en esos ojos; Scott no podia desviar la mirada. Tal vez habia en ellos arrepentimiento.
Incluso remordimientos de conciencia.
Scott alzo la vista hacia Linda y asintio. Ella fruncio el entrecejo, pero Scanlon la habia puesto en evidencia. Linda toco en el hombro a uno de los guardias y les hizo senas para que salieran de la sala. Al levantarse de su asiento, el abogado de Scanlon hablo por primera vez.
– No se podra emplear nada de lo que diga contra el.