– No, no, de Paris no.
El char ya esta al final de la calle. Una pequena banda -dos pifanos, dos trompetas, un trombon y un tambor con bordon- le va a la zaga, interpretando una marcha desmayada e inidentificable. Una docena de chavales se afanan detras, dedicados a recoger los caramelos sobrantes. Algunos van disfrazados: descubro a la Caperucita Roja y a un ser peludo que por las trazas debe de ser el lobo y que pelea, inofensivo, para hacerse con un punado de serpentinas.
Como colofon una figura negra. A primera vista me figuro que forma parte de la cabalgata -quiza sea el doctor Llaga-, pero cuando lo tengo mas cerca reconozco la anticuada soutane del cura de pueblo. Tendra poco mas de treinta anos aunque, visto a distancia, su rigida apostura lo hace parecer mas viejo. Se vuelve hacia mi y me doy cuenta de que tambien el es forastero; los pomulos marcados y los ojos desvaidos lo hacen hijo del norte, como los largos dedos de pianista asidos a la cruz de plata que lleva colgada del cuello. Quiza sea esto lo que le da derecho a escrutarme de ese modo, su extranjeria. Pero en sus ojos claros y frios no veo cordialidad, solo la mirada felina y calculadora del que no se siente seguro en su territorio. Le sonrio y desvia los ojos con sobresalto. Hace una sena a los dos ninos indicandoles que se acerquen. Con un gesto indica los restos que han quedado esparcidos por la calle. De mala gana la pareja inicia la recogida: serpentinas machucadas, papeles de caramelo, todo transportado manualmente hasta una papelera proxima. Sorprendo al cura mirandome cuando ya me doy la vuelta, una mirada que en otro hombre habria podido ser apreciativa.
En Lansquenet-sur-Tannes no hay comisaria, lo que quiere decir que no hay delitos. Trato de ser como Anouk, ver la verdad que se oculta debajo del disfraz, pero de momento todo esta desdibujado.
– ?Nos quedamos? ?Nos quedamos aqui, maman? -me tira con insistencia de la manga-. Me gusta, aqui me gusta. ?Nos quedamos?
La cojo en brazos y la beso sobre la cabeza. Huele a humo, a tortas fritas y a ropa de cama caliente en las mananas de invierno. ?Por que no? Este es un lugar tan bueno como otro cualquiera.
– Si, claro -le digo, mi boca entre sus cabellos-. Vamos a quedarnos aqui.
No es una mentira del todo. Esta vez incluso puede ser verdad.
El carnaval ha terminado. Una vez al ano el pueblo centellea con pasajero fulgor, pero ya se ha desvanecido el calor, la multitud se ha dispersado. Los vendedores ambulantes recogen las planchas en las que cuecen su mercancia y tambien los toldos. Los ninos dejan a un lado los disfraces y demas alharacas de la fiesta. Subsiste una leve sensacion de perplejidad, un cierto desconcierto ante el exceso de ruidos y colores. Como chaparron veraniego, el agua se evapora, engullida por las grietas de la tierra y las piedras resecas, sin dejar apenas rastro. Dos horas mas tarde, Lansquenet-sur-Tannes vuelve a ser invisible, un pueblecillo encantado que hace acto de presencia una sola vez al ano. A no ser por el carnaval, nadie habria advertido su existencia.
Tenemos gas, pero electricidad todavia no. En nuestra primera noche he cocido unas tortas para Anouk a la luz de una vela y nos las hemos comido junto a la chimenea, sirviendonos de una revista atrasada como bandeja, porque hasta manana no llegaran nuestras pertenencias. La casa habia sido en tiempos una panaderia y en lo alto de la angosta entrada todavia se conserva grabada la ensena de la gavilla de trigo distintiva del panadero, pero adherida en el suelo hay una gruesa capa de harina y, al entrar, tenemos que abrirnos paso a traves de un monton de correo comercial. Acostumbradas como estamos a los precios de la ciudad, el alquiler me parece exiguo. Pese a ello, sorprendo la despierta mirada de desconfianza en los ojos de la empleada de la inmobiliaria cuando cuento los billetes de banco. En el contrato de alquiler figuro como Vianne Rocher, un jeroglifo por firma que podria significar cualquier cosa. A la luz de una vela exploramos el nuevo territorio; los viejos fogones todavia en sorprendente buen estado debajo de una capa de grasa y de hollin, las paredes revestidas de madera de pino, las ennegrecidas baldosas de arcilla. Anouk ha descubierto el antiguo toldo, plegado y arrinconado en un cuarto trasero, y lo hemos sacado a rastras de su escondrijo. Debajo de la apanuscada lona han salido aranas, que se han dispersado y dado a la fuga. La zona habitable esta en la parte superior de la tienda, un dormitorio con su cuarto de aseo, un balconcito ridiculo por lo minusculo, una maceta de barro con unos geranios muertos… Anouk se ha quedado muy seria cuando ha visto todo aquello.
– Esta muy oscuro, maman -su voz suena asustada, insegura al contemplar tanta incuria-. Y huele muy mal.
Tiene razon. Huele a luz de dia encerrada desde hace tantos anos que se ha vuelto rancia y acida, huele a excrementos de rata y a fantasmas de cosas olvidadas y no lloradas. Hay ecos, como si estuvieramos en una cueva, y el escaso calor de nuestra presencia no hace mas que acentuar las sombras. La pintura, el sol y el jabon podran eliminar la mugre; eliminar la tristeza, ya es otro cantar, asi como esas desoladas resonancias de una casa donde nadie se ha reido desde hace muchos anos… Anouk esta palida y tiene los ojos grandes a la luz de la vela; su mano oprime la mia.
– ?Tenemos que dormir aqui? -me pregunta-. A Pantoufle no le gusta. Tiene miedo.
Yo le sonrio y le beso la mejilla dorada y solemne.
– Pantoufle nos ayudara.
Encendemos una vela en cada habitacion, oro, rojo, blanco y naranja. A mi me gusta prepararme yo misma el incienso, pero en momentos de crisis los palitos adquiridos en una tienda solucionan la papeleta: espliego, cedro y limoncillo. Cada una con su vela, Anouk soplando en la trompeta de juguete y yo aporreando con una cuchara una cacerola vieja, nos pasamos diez minutos armando jaleo en todas las habitaciones, desganitandonos y cantando a grito pelado -«?Fuera! ?Fuera! ?Fuera!»- hasta que retiemblan las paredes y los ultrajados fantasmas optan por marcharse dejando tras de si una estela que huele levemente a chamusquina y mucho a yeso desprendido. Si miras por detras de la pintura agrietada y ennegrecida, por detras de la tristeza de las cosas abandonadas, empiezas a ver desdibujados perfiles, como esa imagen que queda despues de apagada la bengala que sostienes en la mano… aqui una pared pintada de oro flamante, alli una butaca un tanto desvencijada pero de un triunfante color naranja, el viejo toldo de repente nuevecito tras conseguir que sus colores ocultos asomen por encima de las capas de mugre. «?Fuera! ?Fuera! ?Fuera!» A medida que Anouk y Pantoufle recorren la casa dando patadones y cantando, las desvaidas imagenes van cobrando nitidez… un taburete rojo junto al mostrador de vinilo, una sarta de campanas colgadas de la puerta principal. ?Claro, solo es un juego! Solo son hechizos para consolar a una nina asustada. Habra que trabajar mucho, trabajar de firme, para que todo se convierta en realidad. De momento basta con saber que la casa nos acoge igual que la acogemos nosotras. Sal gema y pan en la puerta para aplacar a los dioses residentes. Madera de sandalo en la almohada para endulzarnos los suenos.
Anouk me ha dicho despues que Pantoufle ya no tiene miedo, o sea, que todo va bien. Dormimos juntas y con la ropa puesta, tendidas en el colchon cubierto de harina, todas las velas encendidas en el dormitorio y, asi que nos despertamos, vemos que ya ha llegado la manana.
2
12 de febrero
Miercoles de Ceniza
Las que nos despiertan son las campanas. No sabia que estabamos tan cerca de la iglesia hasta que las he oido, un sonido bajo y resonante que se desmorona en vibrante carillon -dommm fladi-dadi dommmm- en los compases bajos. He mirado el reloj. Son las seis. Por las rotas persianas se filtra una luz entre grisacea y dorada que cae sobre la cama. Me he levantado y he contemplado la plaza, veo que relucen los cantos humedos. La torre blanca y cuadrada de la iglesia resalta con fuerza a la luz del sol, perfilandose en el hueco de oscuridad que forman las tiendas: una panaderia, una floristeria, un comercio donde venden toda la parafernalia de los cementerios, lapidas, angeles de piedra, siemprevivas de esmalte… Sobre las discretas fachadas sumidas en sombra, la blanca torre se recorta como un faro; los numeros romanos del reloj refulgen, rojos, e indican las seis y veinte como para enganar al demonio, mientras la Virgen, eterea y aturdida, observa la plaza como si acabara de darle un mareo. En la cuspide del breve chapitel gira una veleta -de oeste a oeste-noroeste-, es un hombre vestido con una tunica que empuna una guadana. Desde el balcon con el muerto geranio he visto a las primeras personas que acuden a la misa. He reconocido a la mujer del abrigo escoces que viera en el carnaval. La he saludado con un ademan pero ella ha apretado el paso y no ha correspondido al gesto, al tiempo que se cenia el cuerpo con el abrigo, como