Se bebio el conac, saboreando la lenta quemazon que le bajaba por la garganta, y luego se volvio hacia Redfern.

– Te he contratado, Redfern, porque pensaba que eras discreto y capaz.

Una inconfundible furia brillo en los ojos de Redfern.

– Y lo soy, milord. No lo dude. Solo he tenido un poco de mala suerte y circunstancias adversas. Pero eso va a cambiar.

– Asegurate de que asi sea. Creo que la senora Brown tiene el anillo. Registra sus pertenencias de nuevo. Exhaustivamente. No debe representar ningun problema, ya que ni el duque ni la duquesa se hallan en su residencia. Saca a la senora Brown de la casa y despues encuentra el anillo. -Clavo su mirada en Redfern-. Y cuando lo encuentres, quiero que ella desaparezca.

– Si, milord.

– Y hazlo esta noche, Redfern.

Allie bajo del carruaje y miro el rotulo pintado que colgaba sobre la puerta del establecimiento de Bond Streer. Antiguedades Firzmoreland.

– Firzmoreland es el mejor anticuario de Londres -le dijo el cochero desde su asiento, haciendo un gesto con la cabeza hacia el rotulo- ?Debo esperarla?

– Si, por favor. Solo seran unos minutos. -Entro en la tienda y parpadeo para acostumbrar los ojos a la tenue luz interior. Ordenadas pilas de libros, jarrones y porcelanas colocados en estanterias que iban desde el suelo hasta el techo, mesas blancas y grandes muebles se hallaban repartidos por el interior, lo que daba al establecimiento la apariencia de un elegante salon. Un hombre de mediana edad, impecablemente vestido, avanzo hacia ella.

– ?Puedo servirla en algo, senora?

El hombre recorrio con la mirada el vestido de luto de Allie, y era evidente que la estaba valorando, aunque de manera discreta. Sin duda estaba acostumbrado a tratar con una clientela adinerada, y Allie se alegro de haber puesto un cuidado especial en arreglarse el pelo y vestirse con su mejor traje.

– Busco al senor Fitzmoreland -respondio, alzando la barbilla. El hizo una pequena reverencia.

– Pues no busque mas, senora, porque soy yo. ?En que puedo ayudarla?

No habia mas clientes en la rienda, y Allie se relajo un poco. Abrio el bolso de rejilla, saco un pergamino y se lo tendio.

– Necesito identificar el escudo de armas dibujado aqui. Me han informado de que usted es un experto en la materia.

– Su acento me indica que es usted americana -repuso alzando las cejas-. ?Puedo preguntarle de quien ha sido la recomendacion?

Formulo la pregunta en un tono perfectamente educado, pero Allie distinguio sin dificultad un matiz de solapado desden. Sin duda la consideraba una viuda arruinada, desesperada por venderle alguna chucheria barata.

«Si al menos tuviera alguna chucheria que vender…», penso Allie, y alzo las cejas de la misma manera que habia hecho el.

– La duquesa de Bradford…

– ?La duquesa me recomendo? -Su actitud cambio al instante y el parecio crecer dos centimetros-. Eso es muy amable por su parte.

Allie contuvo las ganas de decirle que en realidad habia sido el mayordomo de la duquesa quien habia hecho la recomendacion, y que si le hubiera dejado acabar la frase, asi se lo habria dicho. En vez de ello, se libro del sentimiento de culpa por permitir que el hombre siguiera con su suposicion incorrecta.

– ?Cree que puede ayudarme? -pregunto.

El senor Fitzmoreland observo con atencion el dibujo durante unos segundos, luego asintio moviendo despacio la cabeza.

– Estoy seguro de ello. Sin embargo, tardare un par de dias.

– Me preocupa mas la discreccion que el tiempo.

– Naturalmente.

Los penetrantes ojos del hombre se clavaron en ella como si quisieran descubrir su secreto, pero Allie se obligo a no apartar la mirada.

– Soy la senora Brown y me alojo en la residencia de los Bradford aqui en Londres.

El inclino la cabeza.

– Le informare de los resultados en cuanto averigue algo.

Allie le dio las gracias y salio de la tienda. Suspiro aliviada al haberse librado de otra fraccion del peso que la agobiaba.

Con suerte, pronto sabria a quien pertenecia el aillo. Lo devolveria, y luego por primera vez en tres anos, seria libre.

3

Esa noche, poco antes de las ocho, Robert llego a la mansion para la cena. Como el aire nocturno era placenteramente fresco y aun no se habia formado la niebla habitual, habia decidido caminar desde sus habitaciones en Chesterfield.

– Buenas noche, Carters -dijo mientras le tendia al mayordomo el baston, el sombrero y la capa. ?Como se encuentra nuestra invitada?

– Cuando la vi por ultima vez, al regresar de su recado, mostraba un aspecto muy saludable.

– ?Recado?

– Si. A media tarde, la senora Brown me pregunto si conocia a algun afamado experto en antiguedades en la ciudad. Naturalmente, le sugeri que acudiera al senor Fitzmoreland.

Robert alzo las cejas en un gesto de curiosidad.

– ?Le dijo para que requeria a un experto en antiguedades?

– No, lord Robert. Simplemente me pidio que le indicara uno, luego inquirio sobre el transporte. Ordene un carruaje de alquiler y a un lacayo que la escoltara.

– Ya veo. -Molesto consigo mismo por no haber pensado en ello antes, hizo la anotacion mental de poner un carruaje a disposicion de la senora Brown-. ?Y donde se halla ahora la senora Brown?

– En el salon.

– Muchas gracias. -Robert se dirigio hacia el corredor, y, sus pasos fueron haciendose mas lentos al oir el sonido de la musica del piano. Entro en la sala en silencio, luego se apoyo en la puerta y se quedo observando el perfil de la senora Brown.

Esta se hallaba sentada ante el piano, con la cabeza inclinada sobre las teclas de marfil, con las cejas fruncidas y los labios apretados en un gesto de concentracion. De nuevo iba vestida de negro, lo que hacia que la curva de su fina mejilla resultara increiblemente palida, como una fragil porcelana. Los menguantes vestigios de la luz del dia brillaban a traves de los altos ventanales y la banaban en un sutil flujo dorado. Al verla sin el sombrero, Robert se dio cuenta de que su primera impresion habia sido errada: su cabello no era simplemente marron. Su brillante melena era de un profundo color castano en el que se mezclaban los mechones rojizos. llevaba el cabello recogido en un sencillo mono bajo que le daba un aire regio.

Sus dedos continuaban acariciando las marfilenas teclas, pero Robert no pudo reconocer la melodia. Claro que eso podia ser debido a que -y el rostro de Robert se contrajo en una mueca- tocaba terriblemente mal.

Las manos de la joven se detuvieron de repente y volvio la cabeza. Al verlo, las aparto de las teclas como si le hubieran mordido. Un tono rosado le coloreo las mejillas, y Robert tuvo que contener una sonrisa. Excepto por el traje de luto, parecia una nina a la que hubieran descubierto sisando caramelos en la cocina.

– Lord Robert, no le he oido entrar.

El avanzo hasta el piano y la saludo con una ligera inclinacion.

– Estaba escuchando su concierto. No sabia que tocara usted el piano.

Ella lo miro, y Robert tuvo que tragar aire al detectar en los ojos de la joven lo que parecia un minusculo

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