visitarlo. La soledad y zozobra de Moratin se han visto acentuadas por el pavor ante los disparos, los gritos de paisanos exaltados, el ruido de la caballeria francesa recorriendo las calles. En el corto tiempo que pasaron juntos, Melon quiso tranquilizarlo, contandole como los franceses reprimian los disturbios y la Junta de Gobierno publicaba las paces. Ahora, devuelto a la incertidumbre, con la noche asomada a los cristales del mirador como negra amenaza, Moratin no sabe que pensar. Distanciado de las clases populares pese a su exito teatral, detesta por educacion y timidez la violencia ignorante, desaforada, de las clases bajas cuando se desmandan; pero al mismo tiempo se siente patriota sincero, y la escopetada francesa y las muertes de paisanos indefensos repugnan a sus sentimientos de espanol ilustrado.
«Infeliz, cruel, amada y odiosa patria», se dice con amargura. Despues cierra de golpe el libro, vuelve a medir el salon con pasos inciertos, atiende un momento junto al balcon y va a apoyarse en el aparador, la mirada perdida en los volumenes que cubren la pared frontera. Siente que la jornada que hoy termina le da la razon. No encuentra en su conciencia de artista, en sus ideas que siempre tuvieron como referente el otro lado de los Pirineos, otra senda que la sumision a Francia: el poder incontestable, sin remedio ni vuelta atras. No subirse a ese carro triunfal significa, para el dramaturgo y para los que sienten como el -afrancesados, tan execrados por el populacho-, quedar al margen de la Historia, del Arte y del Progreso. Esa es la causa de que Moratin, pese a la turbacion que le producen las descargas sueltas que suenan en la distancia, oponga al dolor del corazon el balsamo de la razon, aliviada por el hecho de que, brutal y objetivamente, tales escopetazos ponen las cosas en su sitio. Ese doble sentimiento imposible de conciliar explicara que, en los tiempos que estan por venir, el mas brillante literato de Espana ponga su talento al servicio de Murat y el futuro rey Jose, y adule a estos y a Napoleon como hizo antano con Carlos IV y con Godoy. Del mismo modo que mas adelante, tras emprender el camino triste del exilio con las derrotadas tropas francesas -unicas garantes de su vida-, adulara tanto la Constitucion de Cadiz como a Fernando VII, buscando una rehabilitacion imposible. Y veinte anos despues de esta noche aciaga, Moratin morira en Paris amargado y esteril, atormentado por haber traicionado a una nacion a la que dio su obra literaria, pero a la que no supo, ni quiso, acompanar en el sacrificio. Al cabo, muchos anos mas tarde, uno de sus biografos hara un resumen de su caracter que podria servirle de epitafio:
La lluvia salpica por todas partes en la oscuridad. Son las cuatro de la manana y aun es noche cerrada. Frente al cuartel del Prado Nuevo, en un descampado de la montana del Principe Pio, dos faroles puestos en el suelo iluminan, en penumbra y a contraluz, un grupo numeroso de siluetas agrupadas junto a un talud de tierra y una tapia: cuarenta y cuatro hombres maniatados solos, por parejas o en reatas de cuatro o cinco ligados a una misma cuerda. Con ellos, entre el soldado de Voluntarios del Estado Manuel Garcia y el banderillero Gabriel Lopez, el chispero Juan Suarez observa con recelo el peloton de soldados franceses formados en tres filas. Son marinos de la Guardia, ha dicho Garcia, que por su oficio conoce los uniformes. Cubiertos con chacos sin visera, los franceses llevan al cinto sables de tiros largos y protegen de la lluvia las llaves de sus fusiles. La luz de los fanales hace brillar los capotes grises, relucientes de agua.
– ?Que pasa? -pregunta Gabriel Lopez, espantado.
– Pasa que se acabo -murmura, lucido, el soldado Manuel Garcia.
Muchos advierten lo que esta a punto de ocurrir y caen de rodillas, suplicando, maldiciendo o rezando. Otros levantan en alto sus manos atadas, apelando a la piedad de los franceses. Entre el clamor de ruegos e imprecaciones, Juan Suarez escucha a uno de los presos -el unico sacerdote que hay entre ellos- rezar en voz alta el
– ?Hijos de puta!… ?Gabachos hijos de puta!
Algunos guardianes apartan a presos, empujandolos con las bayonetas contra el talud y la tapia. Otros, nerviosos por el griterio, empiezan a disparar a los mas agitados. Resuenan descargas aqui y alla, y los fogonazos iluminan rostros airados, expresiones desencajadas de panico o de odio. Comienzan a caer los hombres, sueltos o en confuso monton. Suena una orden francesa, y la primera fila de soldados con capotes grises levanta a un tiempo los fusiles, apunta, y una descarga cerrada abate al primer grupo puesto ante la tapia.
– ?Nos matan!… ?A ellos!… ?A ellos!
Algunos desesperados, muy pocos, se lanzan contra las bayonetas francesas. Hay quien ha roto sus ligaduras y alza los brazos desafiantes, avanza unos pasos o intenta huir. A golpes de bayoneta y culatazos, los guardianes empujan a otro grupo, y los presos avanzan a ciegas, despavoridos, pisoteando cuerpos. En un instante, la segunda fila de capotes grises releva a la primera, resuena otra orden, y un nuevo rosario de tiros, cuyo resplandor se fragmenta y multiplica en las rafagas de lluvia, salpica la escena. Caen mas hombres en monton, segados de golpe gritos, insultos y suplicas. Ahora los franceses retroceden un poco para dejarse mayor espacio, y resuena el estampido de una tercera descarga, cuyos fogonazos se reflejan, rojos, en los regueros de sangre que corren sobre los cuerpos caidos, mezclandose con el agua del suelo. Amarrado a Manuel Garcia y a Gabriel Lopez, Juan Suarez, que se ha visto empujado contra el talud y obligado a arrodillarse a golpes de culata y pinchazos de bayoneta, tropieza con los muertos y agonizantes, resbala en el barro y la sangre. Entre la lluvia que le corre por la cara, mira aturdido las siluetas grises que encaran de nuevo los fusiles, apuntandole. Tiembla de frio y de miedo.
–
El rosario de fogonazos lo deslumbra, y siente el plomo golpear a su espalda en la tierra, chascar en la carne de los hombres que tiene alrededor. Se revuelve con un espasmo angustiado, intentando hurtar el cuerpo, y de pronto siente las manos libres, como si al caer sus companeros quedase rota la atadura por un tiron o una bala. Lo cierto es que se mantiene sobre sus piernas, ofuscado y lleno de terror tras la descarga, entre otros que siguen de pie o arrodillados y gritan, se agrupan o caen heridos, muertos. Un ramalazo confuso y desesperado recorre el cuerpo del chispero, haciendolo retroceder de espaldas hasta dar en el talud. Alli, tras mirar incredulo sus munecas libres, llevado por subita resolucion, aparta a manotadas a los hombres que aun lo rodean, y pisoteando cadaveres y moribundos, lodo y sangre, corre despavorido hacia la oscuridad. Pasa asi, veloz y afortunado, entre sombras amigas o enemigas, manos que intentan retenerlo, voces, fogonazos de tiros que lo rozan a quemarropa. Al fin, disparos y gritos quedan atras. La noche se torna tinieblas, agua negra, chapoteo de barro bajo los pies que siguen corriendo con la desesperacion del instinto que a ellos fia la vida. Desaparece de pronto el suelo, rueda Suarez por la cuesta de una hondonada y llega magullado, sin aliento, hasta una tapia alta. De nuevo oye voces de franceses que corren detras y le dan alcance.
–
Suenan mas tiros y un par de balazos zumban cerca. Salta el chispero con un gemido de angustia, se agarra a lo alto de la tapia y trepa como puede, resbalando en la pared mojada. Sus perseguidores estan alli mismo, queriendo agarrarlo por las piernas; pero el se desembaraza pataleando. Y aunque siente los golpes de un sable hiriendolo en un muslo, un hombro y la cabeza, cae vivo al otro lado, se incorpora sin mirar atras y sigue corriendo a ciegas, recortado en la estrecha linea azulgris del alba que empieza a definirse en el horizonte, bajo la lluvia.
A las cinco y cuatro minutos amanece sobre Madrid. Ha dejado de llover, y la claridad brumosa del dia empieza a extenderse por las calles. Envueltas en sus capotes, inmoviles en las esquinas de la ciudad atemorizada y silenciosa, las siluetas grises de los centinelas franceses se destacan amenazantes. Los canones enfilan avenidas y plazas donde los cadaveres permanecen tirados en el suelo, arrimados a los muros sobre charcos de lluvia reciente. Una patrulla de caballeria francesa pasa despacio, con ruido de herraduras resonando en las calles estrechas. Son dragones, y llevan los cascos mojados, los capotes color ceniza sobre los hombros y las carabinas cruzadas en el arzon.
– ?Llevan prisioneros?
– No. Van solos.
– Crei que venian a buscarte.
Desde la ventana de su casa, el teniente Rafael de Arango ve alejarse a los jinetes franceses mientras se anuda el corbatin. Ha pasado la noche en blanco, preparando su fuga de Madrid. Murat ha ordenado al fin que se detenga a cuantos artilleros participaron en la sublevacion del parque de Monteleon, y el joven teniente no va a quedarse esperando. Su hermano, el intendente honorario del Ejercito Jose de Arango, en cuya casa vive, lo ha convencido para que se evada de la ciudad, haciendo los preparativos adecuados mientras Rafael dispone lo