tenerlas todas consigo. Su tio don Francisco Lorrio, en cuya casa se refugio despues del combate y la accidentada fuga desde Monteleon, lo vio llegar con inmensa alegria, solo enturbiada por el hecho de que el sobrino llevara en las manos un fusil que podia comprometerlos a todos. Sepultada el arma en el fondo de un armario, el doctor Rivas, medico amigo de la familia, ha limpiado y desinfectado la herida del muchacho; que no reviste gravedad, por tratarse de un rebote de bala que ni siquiera fracturo las costillas:
– No hay hemorragia, y el hueso solo esta contuso. El unico cuidado sera vigilarlo dentro de unos dias, cuando se resienta la herida. Si no supura, todo ira bien.
Francisco Huertas ha pasado el resto de la tarde y el comienzo de la noche en cama, tomando tazas de caldo, tranquilamente abrigado y bajo los cuidados de su tia y sus primas de trece y dieciseis anos. Estas lo miran como a un Aquiles redivivo, y se hacen referir una y otra vez los pormenores de la aventura. Sin embargo, avanzada la noche, retiradas las primas y adormilado el joven, su tio entra en la alcoba, demudado el semblante y con un quinque en la mano. Lo acompana Rafael Modenes, amigo de la familia, secretario de la condesa de la Coruna y alcalde segundo de San Ildefonso.
– Los franceses estan registrando las casas de la gente que anduvo en la revuelta -dice Modenes.
– ?El fusil! -exclama Francisco Huertas, incorporandose dolorido en la cama.
Su tio y Modenes lo hacen recostarse de nuevo en las almohadas, tranquilizandolo.
– No hay razon para que vengan aqui -opina el tio-, pues nadie te vio entrar, e ignoran lo del arma.
– Pero puede haber imprevistos -apunta Modenes, cauto.
– Esa es la cuestion. Asi que, por si acaso, vamos a librarnos del fusil.
– Imposible -se lamenta el muchacho-. Cualquiera que salga de esta casa con el, se expone a que lo detengan.
– Yo habia pensado desmontarlo para esconderlo por piezas -dice su tio-. Pero si hubiera un registro serio, el riesgo seria el mismo…
Desesperado, Francisco Huertas hace nuevo intento de levantarse.
– Soy el responsable. Lo sacare de aqui.
– Tu no vas a moverte de esa cama -lo retiene el tio-. A don Rafael se le ha ocurrido una idea.
– Los dos tenemos mucha amistad con el coronel de Voluntarios de Aragon -explica Modenes-. Asi que voy a pedirle que mande cuatro soldados a esta casa, con cualquier pretexto, para que se hagan cargo del problema. A ellos nadie les pedira explicaciones.
El plan se pone en practica de inmediato. Don Rafael Modenes se ocupa de todo, y el resultado es de lo mas feliz: por la manana, apenas amanecido el dia, cuatro soldados -uno de ellos sin fusil- se presentaran en la casa para beberse una copita de orujo ofrecida por el tio de Francisco Huertas, antes de regresar a su cuartel, cada uno con un duro de plata en el bolsillo y un arma colgada del hombro.
No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta noche su libertad o sus vidas. Pasada la una de la madrugada, bajo la lluvia que rompe a rafagas sobre la ciudad en tinieblas, una gavilla de presos empapados y deshechos de fatiga camina con fuerte escolta. Casi todos van despojados, descalzos, en chaleco o mangas de camisa. El grupo lo forman Morales, Canedo y Martinez del Alamo -los tres sorteados en el diezmo de Chamartin- y el escribano Francisco Sanchez Navarro. De paso por otros depositos y cuarteles, se unen a ellos el sexagenario Antonio Matias de Gamazo, el mozo de tabaco de la Real Aduana Domingo Brana, los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramirez de Arellano, Juan Antonio Serapio Lorenzo y Antonio Martinez, y el ayuda de camara de Palacio Francisco Bermudez. Casi al final del trayecto, en la plaza de Dona Maria de Aragon, se suman el palafrenero Juan Antonio Alises, el maestro de coches Francisco Escobar y el sacerdote de la Encarnacion don Francisco Gallego Davila, que tras pelear y ser apresado junto a las Descalzas acabo en un calabozo del palacio Grimaldi. Alli, el duque de Berg en persona le echo un vistazo al volver de la cuesta de San Vicente. Cuando se encaro con el sacerdote, Murat seguia descompuesto, furioso por los informes de bajas, aunque todavia resultara imposible calcular las dimensiones de la matanza.
– ?Eso es lo que manda Dios, cuga?… ?Degamag sangue?
– Si que lo manda -respondio el sacerdote-. Para enviaros a todos al infierno.
El frances lo estuvo mirando un poco mas, despectivo y arrogante, ignorando la paradoja de su propio destino. Dentro de siete anos sera Joachim Murat quien, con mala memoria y peor decoro, derrame lagrimas en Pizzo, Napoles, cuando lo sentencien a morir fusilado. Sin embargo, el lugarteniente del Emperador en Espana no ha sabido ver esta tarde, ante el, mas que a un cura despreciable de sotana sucia y rota, con huellas de culatazos en la cara y un brillo fanatico, pese a todo, en los ojos enrojecidos de sufrimiento y cansancio. Vulgar carne de paredon.
– Lo dice el Evangelio, ?no, cuga?… El que a hiego mata, a hiego muere. Asi que te vamos a fusilag.
– Pues que Dios te perdone, frances. Porque yo no pienso hacerlo.
Ahora, bajo la lluvia que arrecia, don Francisco Gallego y los demas llegan a las huertas de Leganitos y el cuartel del Prado Nuevo. Alli permanecen largo rato en la puerta, mojandose y temblando de frio, mientras los franceses reunen dentro otra cuerda de presos. Salen en ella los albaniles Fernando Madrid, Domingo Mendez, Jose Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y Jose Reyes, capturados por la manana en la iglesia de Santiago. Tambien vienen maniatados y medio desnudos el mercero Jose Lonet, el oficial jubilado de embajadas Miguel Gomez Morales, el banderillero Gabriel Lopez y el soldado de Voluntarios del Estado Manuel Garcia, a quien antes de salir despojan los guardias de las botas, el cinturon y la casaca del uniforme. Una vez fuera del cuartel, el oficial frances que manda la escolta cuenta los prisioneros a la luz de un farol. Disconforme con el numero, dirige unas palabras a los soldados, que entran en el edificio y a poco regresan con cuatro hombres mas: el platero de Atocha Julian Tejedor, el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Dominguez, el jornalero Manuel Antolin Ferrer y el chispero Juan Suarez. Puestos con los otros, el oficial da una orden y el triste grupo prosigue la marcha hacia unas tapias que estan muy cerca, entre la cuesta de San Vicente y la alcantarilla de Leganitos. Son las tapias de la montana del Principe Pio.
Esta misma noche, mientras el sacerdote don Francisco Gallego camina con la cuerda de presos, sus superiores eclesiasticos preparan documentos marcando distancias respecto a los incidentes del dia. Mas adelante, sobre todo despues de la derrota francesa en Bailen, la evolucion de los acontecimientos y la insurreccion general llevaran al episcopado espanol a adaptarse a las nuevas circunstancias; aunque, pese a todo, diecinueve obispos seran acusados, al final de la guerra, de colaborar con el Gobierno intruso. En todo caso, la opinion oficial de la Iglesia sobre la jornada que hoy concluye se reflejara, elocuente, en la pastoral escrita por el Consejo de la Inquisicion:
Pero entre todas las cartas y documentos escritos por las autoridades eclesiasticas en torno a los sucesos de Madrid, la pastoral de don Marcos Caballero, obispo de Guadix, sera la mas elocuente. En ella, tras aprobar el castigo «justamente merecido por los desobedientes y revoltosos», Su Ilustrisima previene:
Leandro Fernandez de Moratin no ha salido de su casa de la calle Fuencarral. Se vistio por la manana con desalino y miedo, pues no queria que las turbas -a las que temia ver en su escalera, capitaneadas por la cabrera tuerta- lo arrastrasen por las calles en pantuflas y bata. Y asi continua esta noche, despeinado y sin afeitar, intacta la cena que le sirvio su vieja criada. El dramaturgo ha pasado las ultimas horas sin moverse de la mecedora, desasosegado, unas veces intentando trabajar ante el papel en blanco mientras la tinta se secaba en el canon de la pluma, otras con un libro abierto cuyas lineas era incapaz de leer. Todo el dia fue un ir y venir al balcon, el alma en la boca, esperando noticias de los amigos, pero solo el abate Juan Antonio Melon, su intimo, acudio a