la Torre, que retroceden hasta apoyar las espaldas en el muro, insultan con gruesos terminos a los verdugos. De rodillas junto a Colomo, que mueve debilmente los labios rotos -esta rezando en voz baja-, Antonio Romero pide misericordia con gritos desgarrados.

– ?Tengo tres hijos pequenos!… ?Voy a dejar una mujer viuda, una madre anciana y tres criaturas!

Impasibles, los imperiales siguen con sus preparativos. Resuenan las armas al amartillarse. El amanuense Sobola, que conoce el frances, se dirige en ese idioma al suboficial que manda el piquete, proclamando la inocencia de todos. Para su fortuna, el suboficial, un sargento joven y rubio, se queda mirandolo.

– Est-ce que vous parlez notre langue? -pregunta, sorprendido.

– Oui! -exclama el amanuense, con la elocuencia de la desesperacion-. Je parle francais, naturellement.!

El otro aun lo observa un poco mas, pensativo. Luego, sin decir palabra, lo aparta del grupo y lo aleja a empujones, devolviendolo al calabozo mientras los soldados levantan los fusiles y apuntan al resto. Mientras se lo llevan -lograra salir de alli al dia siguiente, milagrosamente vivo-, Esteban Sobola escucha los ultimos gritos de sus companeros, interrumpidos por una descarga.

Anochece. Sentado en un poyo junto a la fuente de los Canos, envuelto en su capote y cubierto con una montera, el cerrajero Blas Molina Soriano se confunde con la oscuridad que empieza a aduenarse de las calles de Madrid. Lleva un rato inmovil, el corazon oprimido por cuanto ha visto. Se retiro a este rincon de la plaza desierta despues de que unos jinetes franceses dispersaran un pequeno grupo de vecinos que, con el irreductible cerrajero entre ellos, reclamaba libertad para una cuerda de presos conducidos por la calle del Tesoro hacia San Gil. Toda la tarde, desde que salio de su casa al volver del parque de artilleria, Molina ha ido de un lado a otro, consumido por la desazon y la impotencia. Nadie lucha ya, ni se resiste. Madrid es una ciudad en tinieblas, estrangulada por las tropas enemigas. Quienes se aventuran por las calles para cambiar de refugio, volver a casa o indagar el paradero de amigos y familiares, lo hacen furtivamente, apresurando el paso en las sombras, expuestos a ser detenidos o recibir, sin previo aviso, el disparo de un centinela frances. Las unicas luces encendidas son las hogueras que los piquetes imperiales hacen en esquinas y plazas con muebles de las viviendas saqueadas. Y esa luz oscilante, rojiza y siniestra, ilumina bayonetas, piezas de artilleria, muros acribillados a balazos, cristales rotos y cadaveres tirados por todas partes.

Blas Molina se estremece bajo el capote. De algunas casas brotan gritos y llantos, pues las familias se angustian por la suerte de los ausentes o se duelen con tanta muerte consumada o inevitable. De camino a esta parte de la ciudad, el cerrajero se ha cruzado con parientes de presos y desaparecidos. Procurando no formar grupos que susciten la ira de los franceses, esa pobre gente acude a Palacio o a los Consejos, reclamando mediaciones imposibles: hace rato que ministros y consejeros se han retirado a sus casas; y a los pocos que interceden ante las autoridades imperiales nadie los atiende. Descargas aisladas de fusileria siguen sonando en la noche, tanto para senalar nuevas ejecuciones como para mantener a los madrilenos amedrentados y en sus casas. De camino a los Canos del Peral, Molina ha visto cuatro cadaveres recientes junto al convento de San Pascual y otros tres entre la fuente de Neptuno y San Jeronimo -segun conto un vecino, venian de esquilar mulas en el Retiro y los franceses les hallaron encima las tijeras-, ademas de mucho muerto suelto que nadie recoge y diecinueve cuerpos cosidos a tiros en el patio del Buen Suceso, todos en monton y arrimados a un muro.

Considerando todo eso con extremo dolor, Blas Molina llora al fin, de rabia y de verguenza. Tantos valientes, concluye. Tantos muertos en el parque de Monteleon y en otros lugares, para que todo acabe bajo el telon siniestro de la noche negra, las hogueras francesas de las que llegan risas y voces de borrachos, las descargas que sobrecogen el corazon de los madrilenos que hace un rato luchaban, desafiando el peligro, por su libertad y por su rey.

«Juro vengarme», se dice, erguido de pronto en la oscuridad. «Juro que me vengare de los franceses y de cuanto han hecho. De ellos y de los traidores que nos han dejado solos. Y que Dios me mate si desmayo.»

Blas Molina Soriano mantendra el juramento. La Historia de los turbulentos tiempos futuros ha de registrar, tambien, su humilde nombre. Huido de Madrid para evitar represalias, vuelto despues de la batalla de Bailen a fin de colaborar en la defensa de la ciudad, huido de nuevo tras la capitulacion, el tenaz cerrajero acabara por unirse a las guerrillas. Finalizada la contienda, Molina escribira un memorial -«Quedando abandonada mi mujer en total desamparo, para hacer yo el servicio de V.M y la Patria…»- solicitando del rey un modesto empleo en la Corte. Pero Fernando VII, regresado a Espana tras pasar la guerra en Bayona felicitando a Bonaparte por sus victorias, no respondera nunca.

9

El asturiano Jose Maria Queipo de Llano, vizconde de Matarrosa y futuro conde de Toreno, tiene veintidos anos. Elegante, culto, de ideas avanzadas que en otro momento lo situarian mas cerca de los franceses que de sus compatriotas, sera con el tiempo uno de los constitucionalistas de Cadiz, exiliado liberal con el regreso de Fernando VII y autor de una fundamental Historia del levantamiento, guerra y revolucion de Espana. Pero esta noche, en Madrid, el joven vizconde esta lejos de imaginar todo eso; ni tampoco que dentro de veintiocho dias se hara a la mar desde Gijon a bordo de un corsario ingles, con objeto de pedir ayuda en Londres para los espanoles en armas.

– No hemos podido salvar a Antonio Oviedo -dice abatido, dejandose caer en un sillon.

Los amigos en cuya casa acaba de entrar -los hermanos Miguel y Pepe de la Pena- se muestran desolados. Desde media tarde, en compania de su primo el tambien asturiano Marcial Mon, Jose Maria Queipo de Llano ha estado recorriendo Madrid en procura de la liberacion de un intimo de todos ellos, Antonio Oviedo; que, sin haber intervenido en los enfrentamientos, fue apresado por los franceses al cruzar una calle, yendo desarmado y sin que mediara provocacion por su parte.

– ?Lo han fusilado? -pregunta Pepe de la Pena, lleno de angustia.

– A estas horas, seguro.

Queipo de Llano refiere a sus amigos lo ocurrido. Tras indagar el paradero de Antonio Oviedo, el y Mon averiguaron que lo habian llevado al Prado con otros presos, y que alli, pese a las promesas de Murat y a las afirmaciones de que todo estaba compuesto y terminado, se ejecutaba sin juicio ni procedimiento a revoltosos y a inocentes. Alarmados, los dos amigos fueron a casa de don Antonio Arias Mon, que ademas de gobernador del Consejo y miembro de la Junta de Gobierno es pariente del joven Marcial Mon y del propio Queipo de Llano.

– El pobre anciano, rendido de cansancio, estaba durmiendo la siesta… Confiaba, como todos, en que Murat mantendria su palabra. Y cuando logramos despertarlo y contarle lo que pasaba, no lo podia creer… ?Tanto repugnaba a su honradez!

– ?Y que hizo?

– Lo que cualquier persona decente. Convencido al fin de que cuanto contabamos era cierto, se lamento, diciendo: «?Y yo, que de buena fe, he procurado quitar las armas al pueblo, empenando mi palabra!». Luego nos dio de su puno y letra una orden para que se pusiera en libertad a Oviedo, estuviera donde estuviese. Corrimos con ella de un lado a otro, pasando entre franceses y mas franceses…

– Que nos dieron buenos sustos -apunta Marcial Mon.

– El caso es que terminamos en la casa de Correos -prosigue Queipo de Llano-, donde manda por los nuestros el general Sexti. Aunque lo de manda es un decir.

– Conozco a Sexti -dice Miguel de la Pena-. Un italiano estirado y fatuo, al servicio de Espana.

– Pues mal paga ese miserable a su patria adoptiva. Con la mayor frialdad del mundo, miro la orden, se encogio de hombros y dijo muy seco: «Tendran que entenderse ustedes con los franceses»… De nada sirvio que le recordaramos que el es responsable, con el general Grouchy, del tribunal militar. Para evitar reclamaciones, respondio, le entrega todos los presos al frances y se lava las manos.

– ?El infame! -salta Pepe de la Pena.

– Eso mismo le dije, casi en esos terminos, y me volvio la espalda. Aunque por un momento he temido que nos hiciera arrestar.

– ?Y Grouchy?

– No quiso recibirnos. Un edecan suyo nos echo del modo mas grosero del mundo, y es una suerte que nos

Вы читаете Un Dia De Colera
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату