registrar, detener y enviar presos a los depositos, sino que se toman la justicia en caliente y por su mano, roban y matan. En la puerta de Atocha, el cabrero Juan Fernandez se considera afortunado porque los franceses lo dejan ir despues de quitarle sus treinta cabras, dos borricos, cuanto dinero lleva encima, la ropa y las mantas. Alentados por la pasividad de sus jefes, y a veces incitados por ellos, suboficiales, caporales y simples soldados se convierten en fiscales, jueces y verdugos. Las ejecuciones espontaneas se multiplican ahora en la impunidad de la victoria, teniendo por escenario las afueras en la Casa de Campo, las orillas del Manzanares, las puertas de Segovia y Santa Barbara y las alcantarillas de Atocha y Leganitos, pero tambien en el interior de la ciudad. Son numerosos los madrilenos que mueren asi, cuando el eco de las voces de «paz, paz, todo esta compuesto» aun no se extingue en las calles. Caen de ese modo, fusilados o malheridos en esquinas, callejones y zaguanes, tanto paisanos que se batieron, como inocentes que solo asoman a la puerta o pasan por alli. Es el caso, entre muchos, de Facundo Rodriguez Saez, guarnicionero, a quien los franceses hacen arrodillarse y fusilan ante la casa donde trabaja, numero 13 de la calle de Alcala; del sirviente Manuel Suarez Villamil, que yendo con un recado de su amo, el gobernador de la Sala de Alcaldes don Adrian Martinez, es apresado por unos soldados que le rompen las costillas a culatazos; del grabador suizo casado con una espanola Pedro Chaponier, maltratado y muerto por una patrulla en la calle de la Montera; del empleado de Reales Caballerizas Manuel Pelaez, a quien dos amigos suyos, el sastre Juan Antonio Alvarez y el cocinero Pedro Perez, que lo buscan por encargo de su esposa, encuentran tendido boca abajo y con la parte posterior del craneo destrozada, cerca del Buen Suceso; del trajinero Andres Martinez, septuagenario que, ajeno por completo al motin, es asesinado con su companero Francisco Ponce de Leon al encontrarles una navaja los centinelas de la puerta de Atocha, cuando ambos vienen de Vallecas trayendo una carga de vino; y del arriero Eusebio Jose Martinez Picazo, a quien roban los franceses su recua de mulos antes de pegarle un tiro en las tapias de Jesus Nazareno.
Algunos de los que han combatido y se fian de las proclamas de la comision pacificadora pagan esa confianza con la vida. Eso ocurre al agente de negocios Pedro Gonzalez Alvarez, que tras formar parte del grupo que se batio en el paseo del Prado y el jardin Botanico fue a refugiarse en el convento de los Capuchinos. Ahora, convencido por los frailes de que se han publicado las paces, sale a la calle, es cacheado por un piquete frances, y al encontrarle una pistola pequena en la levita, lo desvalijan, desnudan y fusilan sin mas tramite en la cuesta del Buen Retiro. Tambien es la hora del saqueo. Duenos los vencedores de las calles, senalados los lugares desde donde se les hizo fuego o codiciosos de los bienes de propietarios acomodados, los imperiales disparan contra quien les apetece, derriban puertas, entran a mansalva en donde pueden, roban, maltratan y matan. En la calle de Alcala, la intervencion de oficiales franceses alojados en los palacios del marques de Villamejor y del conde de Talara impide que sus soldados saqueen estos edificios; pero nadie frena a la turba de mamelucos y soldados que a pocos pasos de alli asalta el palacio del marques de Villescas. Ausente el dueno de la casa, sin nadie que imponga respeto a los desvalijadores, invaden estos el recinto con el pretexto de que por la manana se les hizo fuego; y mientras unos destrozan las habitaciones y se apoderan de cuanto pueden, otros sacan a rastras al mayordomo Jose Peligro, a su hijo el cerrajero Jose Peligro Hugart, al portero -un antiguo soldado invalido llamado Jose Espejo- y al capellan de la familia. La mediacion de un coronel frances salva la vida al capellan; pero el mayordomo, su hijo y el portero son asesinados a tiros y sablazos en la puerta misma, ante los ojos espantados de los vecinos que miran desde ventanas y balcones. Entre los testigos que daran fe de la escena se cuenta el impresor Dionisio Almagro, vecino de la calle de las Huertas, quien sorprendido por el tumulto se refugio en casa de su pariente el funcionario de policia Gregorio Zambrano Asensio, que hace mes y medio trabajaba para Godoy, antes de tres meses trabajara para el rey Jose, y dentro de seis anos perseguira liberales por cuenta de Fernando VII.
– Quien la hace, la paga -comenta Zambrano, a resguardo tras las cortinas del mirador.
El mismo drama se repite en otros lugares, desde palacios de la nobleza hasta casas de mercaderes ricos o viviendas humildes que se saquean e incendian. Sobre las cinco de la tarde, el alferez de fragata Manuel Maria Esquivel, que por la manana logro retirarse al cuartel desde la casa de Correos con su peloton de granaderos de Marina, se presenta ante el capitan general de Madrid, don Francisco Javier Negrete, para recibir el santo y sena de la noche. Alli lo hacen entrar en el despacho del general, y este le ordena que tome veinte soldados y acuda a proteger la casa del duque de Hijar, que esta siendo saqueada por los franceses.
– Por lo visto -explica Negrete-, cuando esta manana salia el general Nosecuantos, que se alojaba alli, el portero le disparo un pistoletazo a bocajarro. El desgraciado no hizo blanco, pero mato un caballo. Asi que lo arcabucearon sobre la marcha y marcaron la casa para luego… Ahora, segun parece, quieren usar el pretexto para robar cuanto puedan.
Antes de que termine de hablar el capitan general, Esquivel ha advertido la enormidad de lo que le viene encima.
– Estoy a la orden de usia -responde, lo mas sereno que puede-. Pero tenga en cuenta que si ellos persisten y no ceden a mis razones, tendre que valerme de la fuerza.
– ?Ellos?
– Los franceses.
El otro lo mira en silencio, fruncido el ceno. Luego baja los ojos y se pone a manosear los papeles que tiene sobre la mesa.
– Usted lo que tiene que hacer es infundir respeto, alferez.
Esquivel traga saliva.
– Tal como estan las cosas, mi general -apunta con suavidad-, hacerse respetar sera dificil. No estoy seguro de que…
– Procure no comprometerse -lo interrumpe secamente el otro, sin apartar la vista de los papeles.
El sudor humedece el cuello de la casaca del oficial. No hay orden escrita ni nada que se le parezca. Veinte soldados y un alferez echados a los leones con una simple instruccion verbal.
– ?Y si a pesar de todo me veo comprometido?
Negrete no despega los labios, sigue con los papeles y pone cara de dar por terminada la conversacion. Esquivel intenta tragar saliva de nuevo, pero tiene la boca seca.
– ?Puedo al menos municionar a mi tropa?
El capitan general de Madrid y Castilla la Nueva ni siquiera alza la cabeza.
– Retirese.
Media hora mas tarde, al frente de veinte granaderos de Marina a los que ha ordenado calar bayonetas, cargar los fusiles y llevar veinte tiros en las cartucheras, el alferez Esquivel llega al palacio de Hijar, en la calle de Alcala, y distribuye a sus hombres frente a la fachada. Segun cuenta un aterrorizado mayordomo, los franceses se han ido tras saquear la planta baja, aunque amenazando con volver para ocuparse del resto. El mayordomo le muestra a Esquivel el cadaver del portero Ramon Perez Villamil, de treinta y seis anos, que yace en el patio, en un charco de sangre y con una servilleta puesta sobre la cara. Tambien refiere el mayordomo que un repostero de la casa, Pedro Alvarez, que intervino con Perez Villamil en el ataque al general frances, logro escapar hasta la calle de Cedaceros, donde quiso refugiarse en casa de un tapicero conocido suyo; pero al encontrar la puerta cerrada, abandonada la vivienda por haber muerto ante ella un dragon, fue preso y llevado entre golpes al Prado. Varios chicuelos de la calle, que fueron detras, lo han visto fusilar junto con otros.
– ?Vuelven los franceses, mi alferez!… ?Hay varios en la puerta!
Esquivel acude como un rayo. Al otro lado de la calle se ha congregado una docena de soldados imperiales, que rondan con malas intenciones. No hay oficiales entre ellos.
– Que nadie se mueva sin ordenes mias. Pero no les quiteis ojo.
Los franceses permanecen alli un buen rato, sentados a la sombra, sin decidirse a cruzar la calle. La disciplinada presencia de los granaderos de Marina, con sus imponentes uniformes azules y gorros altos de piel, parece disuadirlos de intentar nada. Al cabo, para alivio del alferez de fragata, terminan alejandose. El palacio del duque de Hijar seguira a salvo durante las cinco horas siguientes, hasta que la fuerza de Esquivel sea relevada por un piquete del batallon frances de Westfalia.
Pocos sitios en Madrid gozan de la misma proteccion que la casa del duque de Hijar. El temor a represalias francesas hace que numerosos vecinos abandonen sus hogares. No hacerlo cuesta la vida al sastre Miguel Carrancho del Peral, antiguo soldado licenciado tras dieciocho anos de servicio, a quien los franceses queman vivo en su casa de Puerta Cerrada. A punto esta de costarsela, tambien, al cerrajero asturiano Manuel Armayor, herido