quemarropa; y un ultimo tiro de canon arroja, a falta de metralla, una lluvia de piedras de chispa para fusil que hace buen destrozo en la vanguardia francesa y le destripa el caballo jerezano al general Lefranc, dando con este en tierra, contuso. Vacilan los franceses ante la brutal descarga, y al detenerse un instante se renueva el animo de los defensores.

– ?Resistid por Espana!… ?Que no se diga!… ?A ellos!

Acometen los mas osados, lanzandose contra los granaderos, y se traba asi un aspero combate en corto, cuerpo a cuerpo, a golpes de bayoneta y culatazos, usando los fusiles descargados como mazas. Caen muertos en esa refriega Tomas Alvarez Castrillon, el jornalero Jose Alvarez y el soldado de Voluntarios del Estado, de veintidos anos, Manuel Velarte Badinas; y quedan heridos el mozo de carniceria Francisco Garcia, el soldado Lazaro Cansanillo y Juana Calderon Infante, de cuarenta y cuatro anos, que pelea junto a su marido Jose Begui. Por parte francesa las bajas son numerosas. Impresionados ante la ferocidad del contraataque, retroceden los imperiales dejando el suelo cubierto de muertos y heridos, bajo el fuego graneado que les hacen desde ventanas y tapias. Luego, rehaciendose, empujados por sus oficiales, hacen una descarga cerrada que diezma a los defensores y avanzan de nuevo, a la bayoneta. La fusilada, intensa y terrible, hiere sobre la tapia al paisano Clemente de Rojas y al capitan de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba Andres Rovira, que esta manana vino acompanando a Pedro Velarde y a la gente del capitan Goicoechea. Tambien mutila junto a la puerta del parque a Manoli Armayona, la muchacha que durante la ultima pausa del combate estuvo refrescando con vino a los artilleros, y hiere de muerte en torno a los canones a Jose Aznar, que pelea junto a su hijo Jose Aznar Moreno - este lo vengara luchando como guerrillero en las dos Castillas-, al guarnicionero sexagenario Julian Lopez Garcia, al vecino de la calle de San Andres Domingo Rodriguez Gonzalez, y a los jovenes de veinte anos Antonio Martin Rodriguez, de profesion aguador, y Antonio Fernandez Garrido, albanil.

– ?Ahi vienen otra vez los gabachos!… ?Hay que detenerlos, porque no daran cuartel!

El impetu del segundo asalto lleva a los franceses hasta casi tocar con la mano los canones. No hay tiempo de cargar de nuevo las piezas, de modo que el capitan Daoiz, agitando en molinetes el sable sobre su cabeza, reune a cuanta gente puede.

– ?Aqui, conmigo!… ?Que les cueste caro!

Acuden alrededor, con desesperada resolucion, el resto de la partida de Cosme de Mora, el crudo chispero Gomez Mosquera, el artillero Antonio Martin Magdalena, el escribiente de artilleria Domingo Rojo, la manola Ramona Garcia Sanchez, el estudiante Jose Gutierrez, algunos Voluntarios del Estado y una docena de paisanos de los que todavia no huyen buscando refugio. Pedro Velarde, tambien sable en mano y fuera de si, corre de un lado a otro, obligando a volver al combate a quienes se esconden en las Maravillas o dentro del parque. Saca asi del convento, a empujones, al joven Francisco Huertas de Vallejo, a don Curro y a algunos heridos leves que habian buscado cobijo, y los hace unirse a los que defienden los canones.

– ?Al que retroceda, lo mato yo!… ?Viva Espana!

Continua cuerpo a cuerpo el segundo asalto frances, bayonetas por delante. Nadie entre los defensores ha tenido tiempo de morder cartuchos y cargar fusiles, de manera que suenan algunos pistoletazos a bocajarro y se confia la matanza a bayonetas, cuchillos y navajas. Ahora, en corto, la ventaja de los enemigos no es otra que la del numero, pues a cada paso que dan se ven acometidos por hombres y mujeres que lidian como fieras, borrachos de sangre y de odio.

– ?Que lo paguen!… ?Al infierno con ellos!… ?Que lo paguen!

Abaten de ese modo a muchos franceses; pero tambien, revueltos entre enemigos a los que golpean con los fusiles descargados o apunalan, caen acribillados a tiros y golpes de bayoneta el artillero Martin Magdalena, el chispero Gomez Mosquera, los Voluntarios del Estado Nicolas Garcia Andres, Antonio Luce Rodriguez y Vicente Grao Ramirez, el sereno gallego Pedro Dabrana Fernandez y el botillero de San Jeronimo Jose Rodriguez, muerto cuando acomete a un oficial enemigo en compania de su hijo Rafael.

– ?Se han parado los franceses! -aulla el capitan Daoiz-. ?Resistid, que los hemos parado!

Es cierto. Por segunda vez, el ataque de los mil ochocientos hombres de la columna Lagrange-Lefranc se ve detenido ante los canones, donde los muertos y heridos de uno y otro bando se amontonan hasta el punto de dificultar el paso. Una nueva andanada artillera -inesperada descarga hecha desde la calle de San Pedro- acribilla al estudiante Jose Gutierrez, que se desploma milagrosamente vivo, pero con treinta y nueve impactos de metralla en el cuerpo. La misma descarga mata a la vecina de la calle de la Palma Angela Fernandez Fuentes, de veintiocho anos, que combate bajo el arco de la puerta del parque, a su comadre Francisca Olivares Munoz, al vecino Jose Alvarez y al paisano de sesenta y seis anos Juan Olivera Diosa.

– ?Recargad!… ?Ahi vienen otra vez!

En esta ocasion el asalto frances ya no se detiene. Gritando «Sacre nom de Dieu, en avant, en avant!», los granaderos, gastadores y fusileros trepan sobre el monton de cadaveres, desbordan a los que defienden los canones y alcanzan la puerta del parque. La humareda y los fogonazos de quienes todavia tienen armas cargadas se salpican de gritos y alaridos, chasquidos de carne abierta y huesos que se rompen, olor a polvora quemada, exclamaciones, blasfemias e invocaciones piadosas. Enloquecidos por la carniceria, los ultimos defensores del parque matan y mueren, rebasadas las fronteras de la desesperacion y el coraje. Daoiz, que se defiende a sablazos, ve caer a su lado, muerto, al escribiente Rojo. El veterano cabo Eusebio Alonso es desarmado -un granadero enemigo le arrebata el fusil de las manos- y se desploma malherido tras defenderse con los punos, a patadas y golpes. Y cae tambien la manola Ramona Garcia Sanchez, que provista de su enorme cuchillo de cocina tiene arrestos para espetarle a un enemigo: «Ven que te saque los ojos, mi alma», antes de que la maten a bayonetazos. En ese momento, cuando desde el interior del parque acude con refuerzos, un balazo mata en la puerta al capitan Velarde. El cerrajero Blas Molina, que corre detras con el escribiente Almira, el hostelero Fernandez Villamil, los hermanos Muniz Cueto y algunos Voluntarios del Estado, lo ve caer al suelo y, desconcertado, se detiene y retrocede con los otros. Solo Almira y el sobrestante de la Real Florida Esteban Santirso se inclinan sobre el capitan, y agarrandolo por un brazo intentan ponerlo a resguardo. Otra bala alcanza en el pecho a Santirso, que cae a su vez. Almira desiste al comprobar que solo arrastra un cadaver.

Desde la calle, el joven Francisco Huertas de Vallejo ha visto morir al capitan Velarde, y tambien observa que los franceses empiezan a entrar por la puerta del parque.

«Es hora de irse», piensa.

Peleando de cara, pues no se atreve a dar la espalda a los enemigos, caminando hacia atras mientras se cubre con el fusil armado de bayoneta, el joven intenta alejarse de la carniceria en torno a los canones. De ese modo retrocede con don Curro Garcia y otros paisanos, formando un grupo al que se unen los hermanos Antonio y Manuel Amador -que cargan con el cuerpo sin vida de su hermano Pepillo-, el impresor Cosme Martinez del Corral, el soldado de Voluntarios del Estado Manuel Garcia, y Rafael Rodriguez, hijo del botillero de Hortaleza Jose Rodriguez, muerto hace rato. Todos intentan llegar a la puerta trasera del convento de las Maravillas, pero en la verja les caen encima los imperiales. Apresan a Rafael Rodriguez, huyen Martinez del Corral y los hermanos Amador, y cae don Curro con la cabeza abierta, abatido por el sablazo de un oficial. Forcejean otros, escapan los mas, y Francisco Huertas acomete al oficial en un impulso de rabia, resuelto a vengar a su companero. Penetra la bayoneta sin dificultad en el cuerpo del frances, y al joven se le eriza la piel cuando siente rechinar el acero entre los huesos de la cadera de su adversario, que lanza un alarido y cae, debatiendose. Recuperando el fusil, despavorido de su propia accion, eludiendo los plomazos que zumban alrededor, Francisco Huertas da media vuelta y se refugia en el interior del convento.

Rodeado de muertos, cercado de bayonetas, aturdido por el estruendo del canon y la fusileria, el capitan Daoiz sigue defendiendose a sablazos. En la calle solo queda una docena de espanoles resguardados entre las curenas, sumergidos en un mar de enemigos, ya sin otro objeto que seguir vivos a toda costa o llevarse por delante a cuantos puedan. Daoiz es incapaz de pensar, ofuscado por el fragor del combate, ronco de dar gritos y cegado de polvora. Se mueve entre brumas. Ni siquiera puede concertar los movimientos del brazo que maneja el sable, y su instinto le dice que, de un momento a otro, uno de los muchos aceros que buscan su cuerpo le tajara la carne.

– ?Aguantad! -grita a ciegas, al vacio.

De pronto siente un golpe en el muslo derecho: un impacto seco que le sacude hasta la columna vertebral y hace que le falten las fuerzas. Con gesto de estupor, mira hacia abajo y observa, incredulo, el balazo que le desgarra el muslo y hace brotar borbotones de sangre que empapan la pernera del calzon. «Se acabo», piensa

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