las tropas francesas esta siendo terrible. Con tales antecedentes, a ambos jefes se les descompone el cuerpo imaginando las consecuencias.
– ?Como se le ocurrio confiarle tropa a Pedro Velarde, en el estado en que se hallaba ese oficial? -pregunta Navarro Falcon.
– Me deje liar -responde Giraldes-. Ese loco de capitan suyo pretendia amotinarme a la tropa.
– ?Haberlo arrestado!
– ?Y por que no lo hizo usted, que es su superior inmediato?… No me fastidie, hombre. Mis oficiales tambien andaban calientes, queriendo echarse a la calle. Para quitarmelo de encima, no tuve mas remedio que mandar a Goicoechea con treinta y tres soldados… ?Y mire que lo deje claro! Nada de confraternizar con el pueblo, nada de oposicion a los franceses… Ya ve. Una desgracia, de verdad. Le aseguro, por mi honor, que esto es una completa desgracia.
– Y que lo diga. Para todos.
– Pero mucho ojo, ?eh?… Quien dejo salir de la Junta Superior a Velarde, y luego envio a Monteleon al capitan Daoiz, fue usted. ?Estamos?… Es su parque de artilleria, Navarro, y su gente. Insisto: la mia no tuvo mas remedio que obedecer.
– ?Y como sabe que ocurrio asi?
– Bueno. Lo supongo.
– ?Lo supone?… ?Eso es lo que piensa decir al capitan general, en su descargo?
Giraldes alza un dedo.
– Es lo que he dicho ya, si usted me permite. Le he enviado un oficio a Negrete asegurandole que soy ajeno a esa barbaridad… ?Y sabe que responde?… Pues que el se lava las manos… ?Otro que tal! -Giraldes coge un pliego manuscrito que tiene sobre la mesa y se lo muestra al coronel de artilleria-. Para dejarlo claro, me ha remitido con acuse de recibo una copia de la carta que Murat mando esta manana a la junta. Lea, lea… Me la trajeron hace un momento.
– ?Que le parece? -prosigue Giraldes recuperando el papel-. Mas claro, agua. Y todavia, cuando mando a uno de mis ayudantes a Monteleon para que reduzca a esos caribes a la obediencia, cosa que deberia haber hecho usted, no se les ocurre mas que disparar un canonazo en mitad del parlamento y hacer una sarracina… Asi que lo de menos es como termine el parque. Lo que me preocupa ahora son las consecuencias.
– ?Se refiere a usted y a mi?
– En cierta manera, si. A nosotros como responsables… Quiero decir a todos, naturalmente. Ya ha visto como las gasta Murat. En mala hora, Navarro. Le digo que en mala hora.
Exasperado, lleno de irritacion y sin saber que hacer, el coronel Navarro Falcon se despide de Giraldes. Una vez afuera decide echar un vistazo por la parte de Monteleon y camina San Bernardo arriba, hasta que en la esquina de la calle de la Palma un reten le corta el paso con malos modos, sin deferencia hacia su uniforme y charreteras.
–
En su torpe frances, aprendido durante la campana de los Pirineos, el jefe de la junta de Artilleria de Madrid pide hablar con un oficial; pero lo mas que logra es que se acerque un subteniente bigotudo con granos en la cara. Por las insignias, Navarro Falcon comprueba que pertenece al 5.° regimiento de la 2.? division de infanteria, que a primera hora de la manana, segun sus noticias, se hallaba acampada en la carretera de El Pardo. Los imperiales estan metiendo en danza, deduce, todo lo que tienen.
– ?Puedo paser un peu avant, silvuple?
–
Navarro Falcon se toca las bombas doradas del cuello de la casaca.
– Soy el director de la junta…
–
Un par de soldados levantan sus fusiles, y el coronel, prudente, da media vuelta. Esta enterado de que al brigadier Nicolas Galet y Sarmiento, gobernador del Resguardo, que esta manana quiso interceder por sus funcionarios del portillo de Recoletos, los franceses le han pegado un tiro. Asi que mejor sera no tentar la suerte. Para Navarro Falcon, sus anos de juventud intrepida, Brasil, Rio de la Plata, la colonia de Sacramento, el asedio de Gibraltar y la guerra contra la Republica francesa estan demasiado lejos. Ahora tiene un ascenso en puertas -lo tenia hasta esta manana- y dos nietos a los que desea ver crecer. Mientras se aleja procurando hacerlo despacio y sin perder la compostura, oye a lo lejos descargas aisladas de fusileria. Antes de volver la espalda ha tenido ocasion de ver mucha infanteria y cuatro canones franceses frente al palacio de Montemar, junto a la fuente de Matalobos. Dos de las piezas apuntan hacia San Bernardo y la cuesta de Santo Domingo; y a su ojo experto no escapa que estan alli para impedir todo socorro a los cercados. Los otros canones enfilan la calle de San Jose y el parque de artilleria. Y mientras sigue alejandose del lugar sin mirar atras, el coronel los oye abrir fuego.
El primer disparo de metralla arroja sobre los defensores una nube de polvo, yeso pulverizado y fragmentos de ladrillos.
– ?Tiran de Matalobos!… ?Cuidado!… ?Cuidado!
Advertida de los movimientos franceses por el capitan Goicoechea y los que observan desde las ventanas altas del parque, la gente tiene tiempo de buscar cobijo, y la primera andanada solo se cobra dos heridos. Bernardo Ramos, de dieciocho anos, y Angela Fernandez Fuentes, de veintiocho, que se encuentra alli acompanando a su marido, un piconero de la calle de la Palma llamado Angel Jimenez, son evacuados al convento de las Maravillas.
– ?Los artilleros en la calle, y agachados! -vocea el capitan Daoiz-. ?Los demas, busquen resguardo!… ?A cubierto, rapido!… ?A cubierto!
La orden es oportuna. Siguen al poco rato un segundo disparo frances y un tercero, antes de que el fuego se haga preciso y constante, con gran despliegue de fusileria desde todas las esquinas, terrazas y tejados. Para Luis Daoiz, unico que se mantiene en pie entre los canones pese al horroroso fuego que bate la calle, la intencion de los franceses esta clara: impedir el descanso de los defensores y mantenerlos con la cabeza baja, sometidos a intenso desgaste como preparacion de un asalto general. Por eso sigue gritando a la gente que se proteja y economice municion hasta que la infanteria enemiga se ponga a tiro. Tambien ordena al capitan Velarde, que se ha acercado entre el fuego para pedir instrucciones, que mantenga a los suyos dentro del parque, listos para salir cuando asomen bayonetas enemigas.
– Y tu quedate con ellos, Pedro. ?Me oyes?… Aqui no haces nada, y alguien tiene que tomar el mando si me dan.
– Pues como sigas ahi, de pie, tendre que relevarte pronto.
– Adentro, te digo. Es una orden.
Al poco rato, el bombardeo ensordecedor -la onda expansiva de los canonazos emboca la calle, retumbando en todos los pechos junto al estrepito de la metralla- y la intensa fusilada francesa empiezan a hacer dano. Crece el castigo, corre la sangre, y alguna gente de la que se resguarda en los portales cercanos, en la huerta y tras la verja del convento, se desbanda y desaparece por donde puede. Es el caso del joven Francisco Huertas de Vallejo y su companero don Curro, que se cobijan en las Maravillas despues de que al cajista de imprenta Gomez Pastrana una esquirla le seccione la yugular y muera desangrado. Tambien son heridos un cerrajero llamado Francisco Sanchez Rodriguez, el presbitero de treinta y siete anos don Benito Mendizabal Palencia -que viste ropa seglar y se ha estado batiendo con una escopeta- y el estudiante Jose Gutierrez, que hoy frecuenta todos los lugares de peligro. La herida de este asturiano de Covadonga es ya la cuarta -aun ha de recibir hoy treinta y nueve mas, y pese a ello sobrevivira-: un rebote le arranca el lobulo de una oreja. Gutierrez acude por su pie a hacerse vendar donde las monjas antes de volver al combate. Luego contara que lo que mas lo impresiona es la cantidad enorme de sangre
En la calle, mientras tanto, el resto de la partida de Jose Gutierrez es casi aniquilado cuando otra descarga francesa mata, en la puerta misma del parque, a dos de los tres ultimos hombres que quedaban en pie de quienes