lo siguieron a Monteleon: el peluquero Martin de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Tambien derriba malherido al artillero Juan Domingo Serrano, cuyo puesto ocupa el cochero del marques de San Simon: un mozo alto y fornido, de fuertes brazos, llamado Tomas Alvarez Castrillon. Cae poco despues, junto al canon que atiende con su marido y sus hijos, la vecina del barrio Clara del Rey, alcanzada por un cascote de metralla que le destroza la frente. La perdida mas sensible es la del nino de once anos Pepillo Amador Alvarez, que durante toda la jornada se ha mantenido junto a sus hermanos Antonio y Manuel, asistiendolos en el combate. Al cabo, una bala francesa lo alcanza en la cabeza cuando, despues de cruzar varias veces corriendo la zona batida con la audacia de su corta edad, trae un cesto lleno de municion. Muere asi el mas joven de los defensores del parque de artilleria.

Tiene pocos anos mas que Pepillo Amador el soldado frances que, en el improvisado hospital de las Maravillas, agoniza en brazos de la monja sor Pelagia Revut.

– Ma mere! -exclama, en el momento de morir.

La monja entiende perfectamente las ultimas palabras del muchacho, porque ella misma es francesa: llego a Espana en 1794 con un grupo de religiosas fugitivas de la Revolucion. Esta manana, cuando al primer estampido de canon saltaron los cristales del crucero y las ventanas, las religiosas abandonaron despavoridas sus celdas y se congregaron en la iglesia a rezar, creyendo llegado el fin del mundo. Fue el capellan mayor del convento, don Manuel Rojo, quien tras alentar a las carmelitas con oraciones y palabras de animo, apelando luego a la humanidad y caridad cristiana, mando abrir la clausura y franquear la cancela del templo y la verja del atrio. Despues, auxiliado por algunos vecinos, empezo a meter heridos dentro, sin distincion de uniforme -al principio la mayor parte eran franceses-, mientras las monjas, preparando hilas, vendajes, caldos y cordiales, se ocupaban de ellos. Ahora, atrio, templo, locutorio y sacristia resuenan con gemidos y gritos de dolor en ambas lenguas, las veintiuna religiosas -en realidad veinte, pues sor Eduarda sigue animando a los patriotas desde una ventana- atienden a los heridos, y el capellan va de uno a otro entre cuerpos mutilados y charcos de sangre, dando los auxilios espirituales. Los ultimos defensores de Monteleon que acaban de traer son una mujer moribunda llamada Juana Garcia, con domicilio en el numero 14 de la calle de San Jose, y un chispero joven y animoso que se sostiene el mismo el paquete intestinal, desgarrado por un metrallazo, de nombre Pedro Benito Miro. A este lo dejan en el suelo entre otros heridos y agonizantes, sin poder darle mas socorro que unos trapos con los que le vendan el vientre.

– ?Padre! -llama sor Pelagia, que cierra los ojos del soldado frances.

Acude don Manuel y musita una oracion mientras hace la senal de la cruz en la frente del muerto.

– ?Era catolico?

– No se.

– Bueno. Da lo mismo.

Levantandose, la monja atiende a otros compatriotas. Sor Maria de Santa Teresa, la superiora, le ha encomendado que, por su nacimiento y por dominar la lengua, se encargue de los franceses heridos en el desastre de la columna Montholon, o de los que entran por la parte meridional del convento, a traves de la puerta de la iglesia que da a la calle de la Palma. Porque en las Maravillas se da una situacion peculiar, solo imaginable en el desbarajuste de un combate como el que se libra afuera: mientras los canonazos franceses arrasan el jardin y la huerta, arruinan el Noviciado, maltratan los muros y llenan los patios y galerias de cascotes y fragmentos de metralla, por San Jose y San Pedro entran heridos espanoles, y por la Palma traen a heridos franceses, respetando ambos bandos el recinto como terreno neutral, o sagrado. Ese miramiento no es comun en las tropas imperiales, que han profanado iglesias y aun lo haran con muchas mas, en Madrid y en toda Espana. Pero la circunstancia de que las monjas acojan a las victimas, asi como la presencia mediadora de sor Pelagia, obran el milagro.

Cerca del palacio de Montemar, el general de division Joseph Lagrange, futuro conde del Imperio con nombre inscrito en el Arco de Triunfo de Paris, presencia el bombardeo del parque de artilleria.

– Creo que ya los hemos ablandado lo suficiente -apunta el general de brigada Lefranc, que esta a su lado, observando la calle de San Jose con un catalejo.

– Esperemos un poco mas.

Con el aliento del duque de Berg en el cogote, Lagrange, soldado frio y minucioso -por eso le ha encargado Murat resolver la crisis-, no quiere riesgos innecesarios. Los madrilenos, con tan poca preparacion militar que ni siquiera tienen milicias ciudadanas, no acostumbran a verse bajo las bombas; y el general frances esta seguro de que, cuanto mas prolongue el castigo, menor sera la resistencia al asalto, que desea definitivo y final. Lagrange, fogueado militar de cincuenta y cuatro anos, piel palida y nariz aguilena enmarcada por patillas a la moda imperial, tiene experiencia en sofocar motines: durante la campana de Egipto se encargo de aplastar sin misericordia, ametrallando a la multitud, la revuelta de El Cairo.

– ?No cree que podriamos avanzar? -insiste Lefranc, dando golpecitos impacientes en el catalejo.

– Todavia no -responde Lagrange, aspero.

En realidad esta a punto de ordenar el ataque de la infanteria, pero Lefranc -rubio, nervioso, poco habil en ocultar sus emociones- no le cae bien, y desea mortificarlo. El general de division comprende que su colega, humillado al verse desplazado del mando, no sea el hombre mas feliz de la tierra. Pero una cosa es el puntillo de pundonor, comprensible en todo militar, y otra el antipatico recibimiento que le dispenso Lefranc, al extremo de ilustrarlo a reganadientes sobre la composicion y distribucion tactica de la tropa. De modo que el general de division, poco amigo de malentendidos en cuestiones de servicio, ha puesto firme al de brigada, recordandole sin rodeos que el no pidio el mando de esta operacion, que las ordenes son directas y verbales del gran duque de Berg, y que en el ejercito imperial, como en todos los ejercitos del mundo, el que manda, manda.

– Vamos alla -dice por fin-. Que sigan tirando los canones hasta que la vanguardia llegue a la esquina. Despues, a paso de carga.

Sus ayudantes traen los caballos de ambos generales; porque estas cosas, opina Lagrange, hay que hacerlas como es debido. Suena la corneta, redoblan los tambores, se despliega el aguila tricolor, y los oficiales gritan ordenes mientras forman en columna de ataque a los mil ochocientos hombres del 6.° regimiento provisional de infanteria. Casi el mismo numero de efectivos -eso incluye el maltrecho regimiento del apresado Montholon y lo que queda del batallon de Westfalia- estrechan el cerco alrededor del parque y lo aislan del exterior. En este instante, obedeciendo los toques de corneta y las senales del tambor, se intensifica el fuego de fusileria contra los rebeldes. A lo largo de la columna corren ya los acostumbrados vivas al Emperador con que el ejercito frances suele enardecerse en cada asalto. Para encabezar este, Lagrange ha conseguido un destacamento de gastadores, que utilizara para despejar obstaculos, y algunos mostachudos granaderos de la Guardia Imperial. Esta seguro de que, puestos al frente con su reputacion de imbatibles, esos veteranos arrastraran con mas eficacia a los bisonos. Con un ultimo vistazo, envidiando el soberbio tordo jerezano que monta su colega Lefranc -requisado manu militari hace quince dias en Aranjuez-, el pacificador de El Cairo monta en su caballo y comprueba que todo esta a punto. Asi que, satisfecho de la tropa espesa y reluciente de bayonetas que se extiende desde la plazuela de Monserrate hasta las Comendadoras de Santiago, se acomoda en la silla, afirma las botas en los estribos y pide a Lefranc que se situe a su lado.

– Ahora, si le parece, general -comenta, seco-, acabemos esto de una vez.

Diez minutos despues, de la esquina de San Bernardo al convento de las Maravillas, la calle de San Jose es una hoguera. La humareda de polvora se retuerce en espirales desgarradas por los fogonazos, y sobre el redoble de tambor y los toques de corneta franceses asciende el crepitar violento de la fusileria. Tiran contra esa neblina los hombres a los que el capitan Goicoechea dirige desde las ventanas altas del edificio principal del parque, y tiran cuanto tienen -disparos, piedras, tejas y ladrillos arrancados- los que, encaramados sobre la tapia, intentan obstaculizar mas de cerca el avance frances. Frente a la puerta, los canones disparan bala rasa contra la columna enemiga, y en torno a ellos se agrupan los paisanos y soldados que el capitan Velarde saca del interior para enfrentarse a las bayonetas proximas.

– ?Aguantad!… ?Por Espana y por Fernando Septimo!… ?Aguantad!

Artilleros, Voluntarios del Estado, paisanos y mujeres, empunando fusiles, bayonetas, sables y cuchillos, ven surgir de la humareda, imparables, los chacos de los granaderos enemigos, las hachas y picas de los gastadores, los chacos negros y las bayonetas de la temible infanteria imperial. Pero en vez de vacilar o retroceder, se mantienen firmes en torno a los canones, arcabucean a los franceses casi apoyandoles los canones en el pecho, a

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