atropelladamente mientras retrocede, cojeando, hasta apoyarse en el canon que tiene detras. Luego mira en torno y se dice: «Pobre gente».
Pie a tierra entre la confusion del combate, casi en la vanguardia misma de sus tropas, el general de division Joseph Lagrange ordena que cese el fuego. Unos pasos atras, junto al magullado general de brigada Lefranc, se encuentra un alto dignatario espanol, el marques de San Simon, que con uniforme de capitan general y revestido de todas sus insignias y condecoraciones ha logrado abrirse paso hasta alli, a ultima hora, para rogarles que detengan aquella locura, ofreciendose a reducir a la obediencia a quienes aun resisten dentro del parque de artilleria. Al general Lagrange, espantado de las terribles bajas sufridas por su gente en el asalto, no le gusta la idea de seguir combatiendo habitacion por habitacion para despejar los edificios donde se refugian los rebeldes; de modo que accede a la solicitud del anciano espanol, a quien conoce. Se agitan panuelos blancos, y el toque de corneta, repetido una y otra vez, obra efecto sobre los disciplinados soldados imperiales, que detienen el fuego y dejan de acometer a los pocos supervivientes que permanecen entre los canones. Cesan asi disparos y gritos, mientras se disipa la humareda y los adversarios se miran unos a otros, aturdidos: centenares de franceses alrededor de los canones y en el patio de Monteleon, espanoles en las ventanas y en las tapias acribilladas de metralla, que arrojan los fusiles o huyen hacia el edificio principal, y el reducido grupo que sigue de pie en la calle, tan sucio y roto que apenas es posible distinguir a paisanos de militares, negros todos de polvora, cubiertos de sangre, mirando alrededor con los ojos alucinados de quien ve suspender su sentencia en el umbral mismo de la muerte.
– ?Rendicion inmediata o deguello! -grita el interprete del general Lagrange-. ?Armas abajo o seran pasados a cuchillo!
Tras unos momentos de duda, casi todos obedecen lentos, agotados. Como sonambulos. Siguiendo al general Lagrange, que se abre paso entre sus tropas, el marques de San Simon contempla con horror la calle cubierta de cadaveres y heridos que se agitan y gimen. Asombra la cantidad de paisanos, entre ellos muchas mujeres, que se encuentran mezclados con los militares.
– ?Todos ustedes son prisioneros! -vocea el interprete frances, repitiendo las palabras de su general-. ?Queda el parque bajo autoridad imperial por derecho de conquista!
Algo mas alla, el marques de San Simon divisa a un oficial de artilleria al que increpa el general frances. El oficial esta de rodillas y recostado sobre uno de los canones, livido el rostro, una mano apretandose la herida de una pierna ensangrentada y la otra sosteniendo todavia un sable. Quizas, concluye San Simon, se trate del capitan Daoiz, a quien no conoce en persona, pero al que sabe -a estas horas esta al corriente todo Madrid- responsable de la sublevacion del parque. Mientras avanza curioso, dispuesto a echarle un vistazo mas de cerca, el anciano marques escucha algunas palabras subidas de tono que el general Lagrange, descompuesto por la matanza y en atropellada jerga de frances y mal espanol, dirige al herido. Habla de responsabilidades, de temeridad y de locura, mientras el otro lo mira impasible a los ojos, sin bajar la cabeza. En ese momento, Lagrange, que tiene su sable en la mano, toca con la punta de este, despectivo, una de las charreteras del artillero.
–
Es evidente que el capitan herido -ahora el marques de San Simon esta seguro de que es Luis Daoiz- entiende el idioma frances, o intuye, al menos, el sentido del insulto. Porque su rostro, blanco por la perdida de sangre, enrojece de golpe al oirse llamar traidor. Despues, sin pronunciar palabra, incorporandose de improviso con una mueca de dolor y violento esfuerzo sobre la pierna sana, tira un golpe de sable que atraviesa al frances. Cae hacia atras Lagrange en brazos de sus ayudantes, desmayado y echando sangre por la boca. Y mientras estalla un confuso griterio alrededor, varios granaderos que estan detras acometen al capitan espanol y lo traspasan por la espalda, a bayonetazos.
8
El coronel Navarro Falcon llega al parque de Monteleon poco antes de las tres de la tarde, cuando todo ha terminado. Y el panorama lo espanta. La tapia esta picada de balazos y la calle de San Jose, la puerta y el patio del cuartel, cubiertos de escombros y cadaveres. Los franceses agrupan en la explanada a una treintena de paisanos prisioneros y desarman a artilleros y Voluntarios del Estado, haciendolos formar aparte. Navarro Falcon se identifica ante el general Lefranc, que lo trata muy desabrido -aun atienden al general Lagrange, maltrecho por la espada de Daoiz-, y luego recorre el lugar, interesandose por la suerte de unos y otros. Es el capitan Juan Consul, que pertenece al arma de artilleria, quien le da el primer informe de la situacion.
– ?Donde esta Daoiz? -pregunta el coronel.
Consul, cuyo rostro muestra los estragos del combate, hace un ademan vago, de extremo cansancio.
– Lo han llevado a su casa, muy grave… Muriendose. No habia camilla, asi que lo pusieron sobre una escalera y una manta.
– ?Y Pedro Velarde?
El otro senala un monton de cadaveres agrupados junto a la fuente del patio.
– Ahi.
El cuerpo desnudo de Velarde esta tirado de cualquier manera entre otros, pues los franceses lo han despojado de sus ropas. La casaca verde de estado mayor desperto la codicia de los vencedores. Navarro Falcon se queda inmovil, paralizado por el estupor. Todo resulta peor de lo que imagino.
– ?Y los escribientes de mi despacho que vinieron con el?… ?Donde esta Rojo?
Consul lo mira como si le costara entender lo que le dice. Tiene los ojos enrojecidos y la mirada opaca. Al cabo de un instante mueve despacio la cabeza.
– Muerto, me parece.
– Dios mio… ?Y Almira?
– Se fue acompanando a Daoiz.
– ?Y que hay de los demas?… Los artilleros y el teniente Arango.
– Arango esta bien. Lo he visto por ahi, con los franceses… De los artilleros hemos perdido a siete, entre muertos y heridos. Mas de la tercera parte de los que teniamos aqui.
– ?Y los Voluntarios del Estado?
– De esos tambien han caido muchos. La mitad, por lo menos. Y paisanos, mas de sesenta.
El coronel no puede apartar la vista del cadaver de Pedro Velarde: tiene los parpados entornados, la boca abierta y la piel palida, cerulea, resalta el orificio del balazo junto al corazon.
– Ustedes estan locos… ?Como se les ocurrio hacer lo que han hecho?
Consul senala un charco de sangre junto a los canones, alli donde cayo Daoiz tras atravesar con su sable al general frances.
– Luis Daoiz asumio la responsabilidad -dice encogiendose de hombros-. Y nosotros lo seguimos.
– ?Lo siguieron?… ?Ha sido una barbaridad! ?Una locura que nos costara cara a todos!
Interrumpe la conversacion un capitan ayudante del general La Riboisiere, comandante de la artilleria francesa. Tras preguntarle al coronel en correcto espanol si es el jefe de la plaza, le pide las llaves de los almacenes, del museo militar y de la caja de caudales. Al haber sido tomado el cuartel por la fuerza de las armas, anade, todos los efectos pertenecen al ejercito imperial.
– No tengo nada que entregarle -responde Navarro Falcon-. Ustedes se han apoderado de todo, asi que no necesitan ninguna maldita llave.
– ?Perdon?
– Que me deje en paz, hombre.
El frances lo contempla desconcertado, mira a Consul como poniendolo por testigo de la descortesia, y luego, secamente, da media vuelta y se aleja.
– ?Que va a ser de nosotros? -le pregunta Consul al coronel.
– No se. No tengo instrucciones, y los franceses van a lo suyo… Usted procure salir de aqui con nuestros artilleros, en cuanto sea posible. Por lo que pueda pasar.
– Pero el capitan general… La Junta de Gobierno…
– No me haga usted reir.