Consul senala hacia el grupo de Voluntarios del Estado, que con el capitan Goicoechea se concentran en un angulo del patio, desarmados y exhaustos.

– ?Que pasa con ellos?

– No se. Sus jefes tendran que ocuparse, supongo. Sin duda mediara el coronel Giraldes… Yo voy a mandarle una nota al capitan general, explicando que los artilleros se han involucrado a su pesar, por culpa de Daoiz, y que toda la responsabilidad es de ese oficial. Y de Velarde.

– Eso no es exacto, mi coronel… Al menos no del todo.

– ?Que mas da? -Navarro Falcon baja la voz-. Ni uno ni otro tienen ya nada que perder. Velarde esta ahi tirado, y Daoiz muriendose… Usted mismo preferira eso a que lo fusilen.

Consul guarda silencio. Parece demasiado aturdido para razonar.

– ?Que les haran a los paisanos? -inquiere al fin.

El coronel tuerce el gesto.

– Esos no pueden alegar que cumplian ordenes. Y tampoco son asunto mio. Nuestra responsabilidad termina en…

A mitad de la frase, Navarro Falcon se interrumpe, incomodo. Acaba de advertir un punto de desprecio en los ojos de su subordinado.

– Me voy -anade, brusco-. Y recuerde lo que acabo de decir. En cuanto sea posible, larguese.

Juan Consul -morira poco tiempo despues, batiendose en la defensa de Zaragoza- asiente con aire ausente, desolado, mientras mira en torno.

– Lo intentare. Aunque alguien debe quedarse al mando de esto.

– Al mando estan los franceses, como ve -zanja el coronel-. Pero dejaremos al teniente Arango, que es el oficial mas moderno.

La suerte de los paisanos apresados en Monteleon no inquieta solo al capitan Consul, sino que angustia, y mucho, a los interesados. Agrupados primero al fondo del patio bajo la estrecha vigilancia de un piquete frances, y ahora encerrados en las caballerizas del parque, acomodandose como pueden entre el estiercol y la paja mugrienta, una treintena de hombres -el numero crece a medida que los franceses traen a los que encuentran escondidos o apresan en las casas vecinas- esperan a que se decida su destino. Son los que no lograron saltar la tapia o esconderse en sotanos y desvanes, y han sido apresados junto a los canones o en las dependencias del parque. Que los hayan puesto aparte de los militares les da mala espina.

– Al final solo pagaremos nosotros -comenta el oficial de obras Francisco Mata.

– Puede que nos respeten la vida -opone uno de sus companeros de infortunio, el portero de juzgado Felix Tordesillas.

Mata lo mira, esceptico.

– ?Con todos los gabachos que hemos aviado hoy?… ?Que carajo nos van a respetar!

Mata y Tordesillas pertenecen al grupo de civiles que lucharon desde las ventanas del edificio principal, bajo las ordenes del capitan Goicoechea. Con ellos se encuentran, entre otros, el cerrajero abulense Bernardo Morales, el carpintero Pedro Navarro, el dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martinez del Alamo, un vecino del barrio llamado Antonio Gonzalez Echevarria -alcanzado por un astillazo en la frente que aun sangra-, y Rafael Rodriguez, hijo del botillero de Hortaleza Jose Rodriguez, muerto junto a los canones, a cuyo cadaver no ha podido dedicar otra piedad filial que cubrirle el rostro con un panuelo.

– ?Alguien ha visto a Pedro el panadero?

– Lo mataron.

– ?Y a Quico Garcia?

– Tambien. Lo vi caer donde los canones, con la mujer de Begui.

– Pobrecilla… Mas redanos que muchos, tenia esa. ?Donde esta el marido?

– No se. Creo que pudo largarse a tiempo.

– Ojala yo no hubiera esperado tanto. No me veria en las que me veo.

– Y en las que te vas a ver.

Se abre el porton de la cuadra, y los franceses empujan dentro a un nuevo grupo de prisioneros. Vienen muy maltratados de golpes y culatazos, tras ser sorprendidos queriendo saltar la tapia desde las cocinas. Se trata del oficial sangrador Jeronimo Moraza, el arriero leones Rafael Canedo, el sastre Eugenio Rodriguez -que viene cojeando de una herida, sostenido por su hijo Antonio Rodriguez Lopez- y el almacenista de carbon Cosme de Mora, que, aunque contuso de los golpes recibidos, muestra su alegria por encontrar vivos a Tordesillas, a Mata y al carpintero Navarro, con los que vino al parque formando partida.

– ?Que va a ser de nosotros? -se lamenta Eugenio Rodriguez, que tiembla mientras su hijo intenta vendarle la herida con un panuelo.

– Va a ser lo que Dios quiera -apunta Cosme de Mora, resignado.

Recostado en la paja sucia, Francisco Mata blasfema en voz baja. Otros se santiguan, besan escapularios y medallas que sacan por los cuellos de las camisas. Algunos rezan.

Armado con un sable, saltando tapias y huertos por fuera de la puerta de Fuencarral, Blas Molina Soriano ha logrado fugarse del parque de Monteleon. El irreductible cerrajero salio en el ultimo momento por la parte de atras, despues de ver caer al capitan Velarde, cuando los franceses irrumpian a la bayoneta en el patio. Al principio lo acompanaban en la fuga el hostelero Jose Fernandez Villamil, los hermanos Jose y Miguel Muniz Cueto y un chispero del Barquillo llamado Juan Suarez; pero a los pocos pasos tuvieron que separarse al ser descubiertos por una patrulla francesa, bajo cuyos disparos cayo herido el mayor de los Muniz. Oculto despues de dar un rodeo hasta la calle de San Dimas, Molina ve pasar a Suarez a lo lejos, maniatado entre franceses, pero ni rastro de Fernandez Villamil y de los otros. Tras aguardar un rato, sin soltar el sable y resuelto a vender cara la vida antes que dejarse apresar, Molina decide ir a casa, donde su mujer, imagina, debe de estar consumida de angustia. Sigue adelante por San Dimas hasta el oratorio del Salvador, pero encontrando cortado por retenes franceses el paso de cuantas bocacalles dan a la plazuela de las Capuchinas, toma por la calle de la Cuadra hasta la casa de la lavandera Josefa Lozano, a la que encuentra en el patio, tendiendo ropa.

– ?Que hace usted aqui, senor Blas, y con un sable?… ?Quiere que los gabachos nos deguellen a todos?

– A eso vengo, dona Pepa. A librarme de el, si me lo permite.

– ?Y donde quiere que meta yo eso, hombre de Dios?

– En el pozo.

La lavandera levanta la tapa que cubre el brocal, y Molina arroja el arma. Aliviado, tras asearse un poco y dejar que la mujer cepille su ropa para disimular las trazas del combate, prosigue camino. Y asi, adoptando el aire mas inocente del mundo, el cerrajero pasa entre una compania de fusileros franceses -vascos, parecen por las boinas y el habla- en la plaza de Santo Domingo, y junto a un peloton de granaderos de la Guardia en la calle de la Inquisicion, sin que nadie lo detenga ni moleste. Cerca de casa encuentra a su vecino Miguel Orejas.

– ?De donde viene usted, amigo Molina?

– ?De donde va a ser?… Del parque de artilleria. De batirme por la patria.

– ?Atiza!… ?Y como ha sido la cosa?

– Heroica.

Dejando a Orejas con la boca abierta, el cerrajero entra en su casa, donde encuentra a su mujer hecha un mar de lagrimas. Tras consolarla con un abrazo, pide un caldo y se lo bebe de pie. Luego sale de nuevo a la calle.

El disparo frances impacta en la pared, haciendo saltar fragmentos de yeso. Agachando la cabeza, el joven de dieciocho anos Francisco Huertas de Vallejo retrocede por la calle de Santa Lucia mientras a su alrededor zumban los balazos. Se encuentra solo y asustado. Ignora si los franceses le dispararian con la misma sana de no advertir el fusil que lleva en las manos; pero, pese al miedo que le hace correr como un gamo, no esta dispuesto a soltarlo. Aunque ya no le quedan cartuchos que disparar, ese fusil es el arma que le confiaron en el parque de artilleria, con el ha combatido toda la manana, y la bayoneta esta manchada de sangre enemiga -el rechinar de acero contra hueso todavia le eriza la piel al recordar-. No sabe cuando volvera a necesitarlo, asi que procura no dejarlo atras. Para eludir los disparos, el joven se mete por debajo de un arco, cruza un patio atropellando gallinas que picotean en el suelo, y tras pasar ante los ojos espantados de dos vecinas que lo miran como si fuese

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