a primera hora en las descargas de Palacio. Cuando lo llevaban a su domicilio de la calle de Segovia, los acompanantes descubrieron los cuerpos de dos franceses muertos en la calle. No queriendo dejarlo alli aunque se desangraba por varias heridas, avisaron a su mujer, que bajo a toda prisa, con lo puesto; y asi, escoltado el matrimonio por algunos vecinos y conocidos, busco refugio en casa de un criado del principe de Anglona, en la Moreria Vieja. Tan prudente medida acaba de salvar la vida del cerrajero. Encolerizados los franceses por sus camaradas muertos, interrogan a los vecinos, y uno delata a Manuel Armayor como combatiente de la jornada. Los soldados hunden la puerta y, al no hallarlo dentro, incendian el edificio.
– ?Suben los franceses!
El grito sobresalta la casa del corredor de Vales Reales Eugenio Aparicio y Saez de Zaldua, en el numero 4 de la puerta del Sol. Se trata del bolsista mas rico de Madrid. Su vivienda, que en dias anteriores fue visitada amistosamente por jefes y oficiales imperiales, es confortable y lujosa, llena de cuadros, alfombras y objetos de valor. Nadie ha combatido hoy desde ella. Al comenzar la primera carga de caballeria francesa, Aparicio ordeno a su familia retirarse al interior y a los criados cerrar las ventanas. Sin embargo, segun cuenta una sirvienta que sube aterrorizada del piso de abajo, durante el combate con los mamelucos quedo muerto uno en la puerta, atravesado en ella y cosido a navajazos. Es el propio general Guillot -uno de los militares franceses que en dias pasados visitaron la casa- el que ha ordenado el allanamiento.
– ?Tranquilos todos! -ordena Aparicio a su familia, parientes y servidumbre, mientras se adelanta al rellano de la escalera-. Yo tratare con esos caballeros.
La palabra
– El senor comandante dice que siente la muerte de tantos compatriotas suyos… Que lo siente de verdad.
Al escuchar las palabras que traduce el interprete, el teniente Rafael de Arango mira a Charles Tristan de Montholon, coronel en funciones del 4.° regimiento provisional. Tras la retirada del grueso de las fuerzas imperiales, innecesarias ya en el conquistado parque de artilleria, Montholon ha quedado al mando con quinientos soldados. Y lo cierto es que el jefe frances esta tratando con humanidad a heridos y prisioneros. Hombre educado, generoso en apariencia, no parece guardar rencor por su breve cautiverio. «Azares de la guerra», comento hace un rato. Ante el estrago de tanto muerto y herido, muestra una expresion apenada, noble. Parece sincero en tales sentimientos, asi que el teniente Arango se lo agradece con una inclinacion de cabeza.
– Tambien dice que eran hombres valientes -anade el interprete-. Que todos los espanoles lo son.
Arango mira en torno, sin que las palabras del frances lo consuelen del triste panorama que se ofrece a sus ojos enrojecidos, donde el humo de polvora que le tizna el rostro forma leganas negras. Sus jefes y companeros lo han dejado solo para ocuparse de los heridos y los muertos. Los demas se fueron con orden de mantenerse a disposicion de las autoridades, despues de un tira y afloja entre el duque de Berg -que pretendia fusilarlos a todos- y el infante don Antonio y la Junta de Gobierno. Ahora parece haberse impuesto la cordura. Quiza los imperiales y las autoridades espanolas hagan cuenta nueva con los militares sublevados, atribuyendo la responsabilidad de lo ocurrido a los paisanos y a los muertos. De estos hay donde escoger. Todavia se identifican cadaveres espanoles y franceses. En el patio del cuartel, donde los cuerpos se alinean cubiertos unos por sabanas y mantas y descubiertos otros en sus horribles mutilaciones, grandes regueros de sangre apenas coagulada bajo el sol surcan la tierra de fango rojizo.
– Un espectaculo lamentable -resume el comandante frances.
Es mas que eso, piensa Arango. El primer balance, sin considerar los muchos que moriran de sus heridas en las proximas horas y dias, es aterrador. A ojo, en un primer vistazo, calcula que los franceses han tenido en Monteleon mas de quinientas bajas, sumando muertos y heridos. Entre los defensores, el precio es tambien muy alto. Arango ha contado cuarenta y cuatro cadaveres y veintidos heridos en el patio, y desconoce cuantos habra en el convento de las Maravillas. Entre los militares, ademas de los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz, siete artilleros y quince de los Voluntarios del Estado que vinieron con el capitan Goicoechea estan muertos o heridos, y se ignora la suerte reservada al centenar de paisanos apresados al final del combate; aunque segun las disposiciones del mando frances -fusilar a quienes hayan tomado las armas- esta tiene mal cariz. Por fortuna, mientras los imperiales entraban por la puerta principal, buena parte de los defensores pudo saltar la tapia de atras y darse a la fuga. Aun asi, antes de irse con los capitanes Consul y Cordoba, los oficiales supervivientes y el resto de los artilleros y Voluntarios del Estado -desarmados y con la aprension de que los franceses cambien de idea y los arresten de un momento a otro-, Goicoechea confio a Arango que en los sotanos y desvanes del parque hay numerosos civiles escondidos. Eso inquieta al joven teniente, que procura disimularlo ante el comandante frances. No sabe que casi todos lograran escapar, sacados de alli con sigilo al llegar la noche por el teniente de Voluntarios del Estado Ontoria y el maestro de coches Juan Pardo.
Hay un grupo de heridos puestos aparte, bajo la sombra del porche del pabellon de guardia. Alejandose de Montholon y del interprete, Rafael de Arango se acerca a ellos mientras camilleros franceses y espanoles empiezan a trasladarlos a casa del marques de Mejorada, en la calle de San Bernardo, convertida en hospital por los imperiales. Son los artilleros y Voluntarios del Estado que siguen vivos. Separados de los paisanos, esperan el momento de su evacuacion, despues de que la buena voluntad del comandante frances haya facilitado las cosas.
– ?Como se encuentra, Alonso?
El cabo segundo Eusebio Alonso, tumbado sobre un lodoso charco de sangre con un torniquete y un vendaje empapado de rojo en la ingle, lo mira con ojos turbios. Fue herido de mucha gravedad en el ultimo instante de la lucha, batiendose junto a los canones.
– He tenido dias mejores, mi teniente -responde con voz muy baja.
Arango se pone en cuclillas a su lado, contemplando el rostro del bravo veterano: demacrado y sucio, el pelo revuelto, los ojos enrojecidos de sufrimiento y fatiga. Hay costras de sangre seca en la frente, el bigote y la boca.
– Van a llevarselo ahora al hospital. Se pondra bien.
Alonso mueve la cabeza, resignado, y con debil ademan se indica la ingle.
– Esta es la del torero, mi teniente… La femoral, ya sabe. Me voy despacito, pero me voy.
– No diga bobadas. Lo van a curar. Yo mismo me ocupare de usted.
El cabo frunce un poco el ceno, como si las palabras de su superior lo incomodaran. Muchos anos mas tarde, al escribir una relacion de esta jornada, Arango recordara puntualmente sus palabras:
– Acuda usted mejor a quien pueda tener remedio… Yo no me he quejado ni he llamado a nadie… Yo no llamo mas que a descansar de una vez. Y lo hago conforme, porque muero por mi rey, y en mi oficio.
Tras vigilar el traslado de Alonso -fallecera poco despues, en el hospital- Arango se acerca a echar un vistazo al teniente Jacinto Ruiz, a quien en ese momento colocan en una camilla. Ruiz, que hasta ahora no ha recibido mas atencion que un mal vendaje, esta palido por la perdida de sangre. Su respiracion entrecortada hace temer a Arango -ignora que el teniente de Voluntarios del Estado padece de asma- que haya una lesion mortal en los pulmones.
– Se lo llevan ahora, Ruiz -le dice Arango, inclinandose a su lado-. Se curara.