El otro lo mira aturdido, sin comprender.
– ?Van a… fusilarme? -pregunta al fin, con voz desmayada.
– No diga barbaridades, hombre. Todo acabo.
– Morir desarmado… De rodillas -balbucea Ruiz, cuya piel sucia reluce de sudor-. Una ignominia… No es final para un soldado.
– Nadie va a fusilarle, creame. Nos han dado garantias.
La mano derecha del herido, asombrosamente vigorosa por un momento, se engarfia en un brazo de Arango.
– Fusilado no es… manera honrosa… de acabar.
Dos enfermeros se hacen cargo del teniente. Al levantar la camilla su cabeza cae a un lado, balanceandose al paso de quienes lo llevan. Arango lo mira alejarse, y luego echa un vistazo en torno. No tiene nada mas que hacer alli -los civiles heridos estan siendo llevados al convento de las Maravillas-, y las palabras de Jacinto Ruiz le producen singular desazon. Su experiencia de las ultimas horas, el trato que se da a los paisanos y la enormidad de las bajas imperiales, lo preocupa. Arango sabe lo que puede esperarse de las garantias francesas y del poco vigor con que las autoridades espanolas defienden a su gente. Todo dependera, en ultima instancia, del capricho de Murat. Y no van a ser pundonorosos gentilhombres como el comandante Montholon los que detengan a su general en jefe, si este decide dar amplio y sonado escarmiento. «Deberias poner tierra de por medio, Rafael», se dice con una punzada de alarma. De pronto, el recinto devastado del parque de artilleria le parece una trampa de las que llevan derecho al cementerio.
Tomando su decision, Arango va en busca del comandante imperial. Por el camino se compone la casaca, abrochandola para que adopte el aspecto mas reglamentario posible. Una vez ante el frances, pide a traves del interprete licencia para ir a su casa.
– Solo un momento, mi comandante. Para tranquilizar a mi familia.
Montholon se niega en redondo. Arango, traduce el interprete, es su subordinado hasta nueva orden. Debe permanecer alli.
– ?Soy prisionero, entonces?
– El senor comandante ha dicho subordinado, no prisionero.
– Pues digale, por favor, que tengo un hermano mayor que me quiere como un padre. Que tambien el senor comandante tendra familia, y compartira mis sentimientos… Digale que le doy mi palabra de honor de reintegrarme aqui inmediatamente.
Mientras el interprete traduce, el comandante Montholon mantiene los ojos fijos en el oficial espanol. Pese a la diferencia de graduacion, tienen casi la misma edad. Y es evidente que, aunque sus compatriotas han pagado un precio muy alto por tomar el parque, la tenacidad de la defensa tiene impresionado al frances. Tambien el buen trato recibido de los militares espanoles cuando fue capturado con sus oficiales -se imaginaba, ha dicho antes, degollado y descuartizado por el populacho- debe de influir en su animo.
– Pregunta el senor comandante si lo de su palabra de honor de regresar al parque de artilleria lo dice en serio.
Arango -que no tiene la menor intencion de cumplir su promesa- se cuadra con un taconazo marcial, sin apartar sus ojos de los de Montholon.
– Absolutamente.
«No lo he enganado», piensa con angustia, advirtiendo un destello incredulo en la mirada del otro. Luego, desconcertado, observa que el frances sonrie antes de hablar en tono bajo y tranquilo.
– Dice el senor comandante que puede irse usted… Que comprende su situacion y acepta su palabra.
–
– Que comprende su situacion familiar -rectifica el interprete-. Y acepta su palabra.
Arango, que debe hacer un esfuerzo para que el jubilo no le descomponga el gesto, respira hondo. Luego, sin saber que hacer ni decir, extiende torpemente su mano. Tras un momento de duda, Montholon la estrecha con la suya.
– Dice el senor comandante que le desea mucha suerte -traduce el interprete-. En casa de su hermano, o en donde sea.
De nuevo se aventura por las calles Jose Blanco White, despues de pasar las ultimas horas encerrado en su casa de la calle Silva. Camina prudente, atento a los centinelas franceses que vigilan plazas y avenidas. Hace un momento, tras acercarse a la puerta del Sol, tomada por un fuerte destacamento militar -canones de a doce libras apuntan hacia las calles Mayor y Alcala, y todas las tiendas y cafes estan cerrados-, Blanco White se vio obligado a correr con otros curiosos cuando los soldados imperiales hicieron amago de abrir fuego para estorbar que se agruparan. Aprendida la leccion, el sevillano se mete por el callejon que rodea la iglesia de San Luis y se aleja del lugar, apesadumbrado por cuanto ha visto: los muertos tirados en las calles, el temor en los pocos madrilenos que salen en busca de noticias, y la omnipresencia francesa, amenazante y sombria.
Jose Blanco White es hombre atormentado, y a partir de hoy lo sera mas. Hasta hace poco, mientras las tropas francesas se aproximaban a Madrid, llego a imaginar, como otros de ideas afines, una dulce liberacion de las cadenas con las que una monarquia corrupta y una Iglesia todopoderosa maniatan al pueblo supersticioso e ignorante. Hoy ese sueno se desvanece, y Blanco White no sabe que temer mas de las fuerzas que ha visto chocar en las calles: las bayonetas napoleonicas o el cerril fanatismo de sus compatriotas. El sevillano sabe que Francia tiene entre sus partidarios a algunos de los mas capaces e ilustres espanoles, y que solo la rancia educacion de las clases media y alta, su necia indolencia y su desinteres por la cosa publica, impiden a estas abrazar la causa de quien pretende borrar del mapa a los reyes viejos y a su turbio hijo Fernando. Sin embargo, en un Madrid desgarrado por la barbarie de unos y otros, la fina inteligencia de Blanco White sospecha que una oportunidad historica acaba de perderse entre el fragor de las descargas francesas y los navajazos del pueblo inculto. El mismo, hombre lucido, ilustrado, mas anglofilo que francofilo, en todo caso partidario de la razon libre y el progreso, se debate entre dos sentimientos que seran el drama amargo de su generacion: unirse a los enemigos del papa, de la Inquisicion y de la familia real mas vil y despreciable de Europa, o seguir la simple y recta linea de conducta que, dejando aparte lo demas, permite a un hombre honrado elegir entre un ejercito extranjero y sus compatriotas naturales.
Agitado por sus pensamientos, Blanco White se cruza en el postigo de San Martin con cuatro artilleros espanoles que conducen a un hombre tendido sobre una escalera, cuyos extremos apoyan en los hombros. Al pasar cerca, la escalera se inclina a un lado y el sevillano descubre el rostro agonizante, palido por el sufrimiento y la perdida de sangre, de su paisano y conocido el capitan Luis Daoiz.
– ?Como esta? -pregunta.
– Muriendose -responde un soldado.
Blanco White se queda boquiabierto e inmovil, las manos en los bolsillos de la levita, incapaz de pronunciar palabra. Anos mas tarde, en una de sus famosas cartas escritas desde el exilio de Inglaterra, el sevillano rememorara su ultima vision de Daoiz:
El teniente coronel de artilleria Francisco Novella y Azabal, que se encuentra enfermo en su casa -es intimo de Luis Daoiz, pero su dolencia le impidio acudir al parque de Monteleon-, tambien ha visto pasar, desde una ventana, el lugubre y reducido cortejo que acompana al amigo. La debilidad de Novella no le permite bajar, por lo que permanece en su habitacion, atormentado por el dolor y la impotencia.
– ?Esos miserables lo han dejado solo! -se lamenta mientras sus familiares lo devuelven al lecho-… ?Todos lo hemos dejado solo!
Luis Daoiz apenas sobrevivira unos minutos despues de llegar a su casa. Sufre mucho, aunque no se queja. Los bayonetazos de la espalda le anegan de sangre los pulmones, y todos coinciden en que su muerte es cosa hecha. Atendido primero en el parque por un medico frances, llevado luego a casa del marques de Mejorada, un religioso -su nombre es fray Andres Cano- lo ha confesado y absuelto, aunque sin administrarle la extremauncion por haberse agotado los santos oleos. Conducido por fin al numero 12 de la calle de la Ternera, siempre sobre la improvisada camilla hecha con una escalera del parque, un colchon y una manta, el defensor de Monteleon se extingue en su alcoba, acompanado por fray Andres, Manuel Almira y cuantos amigos han podido acudir a su lado -o se atreven a hacerlo- en esta hora: los capitanes de artilleria Joaquin de Osma, Vargas y Cesar Gonzalez, y el