hayan dejado salir sin otra violencia. Temo que a estas horas, el pobre Oviedo…

Los cuatro amigos se quedan en silencio. A traves de las ventanas cerradas llega el ruido de una descarga lejana.

– Oigo pasos en la escalera -dice Miguel de la Pena.

Se alarman todos, pues nadie esta seguro esta noche en Madrid. Decidiendose por fin, Marcial Mon se dirige a la puerta, la abre y da un paso atras, como si acabara de ver a un espectro.

– ?Antonio!… ?Es Antonio Oviedo!

Entre exclamaciones de alegria se precipitan todos sobre el amigo, que viene despeinado y palido, con la ropa descompuesta. Llevado casi en brazos hasta un sofa, logra reponerse con una copa de aguardiente que le dan para que recobre el color y el habla. Despues, Oviedo cuenta su historia: la de tantos madrilenos que hoy se ven ante un peloton de fusilamiento, con la venturosa diferencia de que, a punto de ser arcabuceado, debio la vida a la benevolencia de un oficial frances, que lo reconocio como cliente habitual de la Fontana de Oro.

– ?Y los demas?

– Muertos… Todos muertos.

Con el horror en la mirada, absorto en la noche que oscurece la ciudad, Antonio Oviedo bebe de un trago el resto del aguardiente. Y el joven Queipo de Llano, que atiende a su amigo con tierna solicitud, advierte espantado que algunos de sus cabellos se han vuelto blancos.

En otros infelices, las impresiones de la jornada que acaban de vivir afectan tambien a su razon. Es el caso del zaragozano Joaquin Martinez Valente, cuyo hermano Francisco, de veintisiete anos, abogado de los Reales Colegios, tenia en la puerta del Sol un comercio en sociedad con el tio de ambos, Jeronimo Martinez Mazpule. Cerrada la tienda durante todo el dia y abierta al fin con las paces de la tarde, a ultima hora se presentaron en ella varios soldados franceses y un par de mamelucos. Pretextando que desde alli se les hizo fuego por la manana, rodearon a tio y sobrino en la entrada del comercio. Logro escapar Martinez Mazpule, atrancando la puerta; pero no Francisco Martinez Valente, golpeado y arrastrado hasta el portal de la tienda vecina. Alli, pese a los esfuerzos de los dependientes para meterlo dentro y salvarlo, el abogado recibio un pistoletazo que le revento la cabeza en presencia del hermano, que acudia en su auxilio. Ahora, perdida la razon por la impresion y el terror del barbaro sacrificio, Joaquin Martinez Valente delira recluido en casa de su tio, lanzando alaridos que estremecen al vecindario. Morira meses mas tarde, loco, en el manicomio de Zaragoza.

Muchos son los desgraciados ajenos a la revuelta que siguen cayendo victimas de represalias, pese a la publicacion de las paces, o confiados en ellas. Fuera de las ejecuciones organizadas, que seguiran hasta el alba, esta noche son asesinados numerosos madrilenos por asomarse a balcones y portales, tener luz encendida en una ventana o hallarse a tiro de los fusiles franceses. Recibe asi un balazo junto al rio Manzanares, cuando regresa en la oscuridad con sus ovejas, el pastor de dieciocho anos Antonio Escobar Fernandez; y un centinela frances abate de un tiro a la viuda Maria Vals de Villanueva cuando esta se dirige al domicilio de su hija, en el numero 13 de la calle Bordadores. Los tiroteos esporadicos de la soldadesca borracha, provocadora o vengativa, tambien matan a inocentes dentro de sus casas. Es el caso de Josefa Garcia, de cuarenta anos, a quien una bala hiere de muerte al pararse junto a una ventana iluminada, en la calle del Almendro. Lo mismo les ocurre a Maria Raimunda Fernandez de Quintana, mujer del ayuda de camara de Palacio Cayetano Obregon, que aguarda en un balcon el regreso de su marido, y a Isabel Osorio Sanchez, que recibe un tiro cuando riega las macetas en su casa de la calle del Rosario. Mueren tambien, en la calle de Leganitos, el nino de doce anos Antonio Fernandez Menchiron y sus vecinas Catalina Gonzalez de Aliaga y Bernarda de la Huelga; en la calle de Torija, la viuda Mariana de Rojas y Pineda; en la calle del Molino de Viento, la viuda Manuela Diestro Nublada; y en la calle del Soldado, Teresa Rodriguez Palacios, de treinta y ocho anos, mientras enciende un quinque. En la calle de Toledo, cuando el comerciante de lenceria Francisco Lopez se dispone a cenar con su familia, una descarga resuena contra los muros, rompe los vidrios de una ventana, y lo mata una bala.

Sobre las diez de la noche, mientras la gente aun muere en sus casas y cuerdas de presos son encaminadas hacia los lugares de ejecucion, el infante don Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, que ha escrito al duque de Berg para interceder por la vida de algunos de los sentenciados, recibe la siguiente nota firmada por Joachim Murat:

Senor mi primo. He recibido la notificacion de V.A.R. sobre los proyectos de algunos militares franceses de quemar casas desde las que se han disparado bastantes tiros de fusil Prevengo a V.A.R. que remito este asunto al general Grouchy, mandandole reciba todas las informaciones posibles. Me pide V.A.R. la libertad de algunos paisanos que han sido cogidos con las armas en la mano. Segun mi orden del dia, y para imponer en lo sucesivo, seran pasados por las armas. Mi determinacion sera, sin duda, de vuestra aprobacion.

A la misma hora, Francisco Javier Negrete, capitan general de Madrid, escribe antes de irse a dormir una carta al duque de Berg. El borrador lo redacta a la luz de un candelabro, en zapatillas y bata de casa, mientras en la habitacion contigua su asistente cepilla el uniforme con el que manana Negrete se presentara a cumplimentar a Murat y recibir instrucciones. En la carta, publicada dias mas tarde por el Moniteur en Paris, el jefe de las tropas espanolas acuarteladas en la ciudad resume perfectamente su punto de vista sobre la jornada que termina:

Vuestra Alteza comprende cuan doloroso debe haber sido para un militar espanol ver correr en las calles de esta capital la sangre de dos naciones que, destinadas a la alianza y union mas estrechas, no deberian ocuparse mas que en combatir a nuestros enemigos comunes. Dignese V.A. permitirme que le exprese mi agradecimiento, no solamente por los elogios que hace de la guarnicion de esta villa y por las bondades con que me colma, sino sobre todo por su promesa de hacer cesar las medidas de rigor tan pronto como lo permitan las circunstancias. Asi V.A. confirma la opinion que le habia precedido en este pais y que anunciaba todas las virtudes de que se halla ornado. Conozco perfectamente las intenciones rectas de V.A., previendo las ventajas que indudablemente deben resultar para mi patria. Ofrezco a V.A. la adhesion mas sincera y absoluta.

En la cripta de la iglesia de San Martin, solo cinco amigos de Daoiz y de Velarde, con los sepultureros Pablo Nieto y Mariano Herrero, velan a los dos capitanes de artilleria: sus companeros Joaquin de Osma, Vargas y Cesar Gonzalez, el capitan de Guardias Walonas Javier Cabanes y el escribiente Almira. Los cadaveres fueron traidos al anochecer, metiendolos a escondidas desde la calle de la Bodeguilla por la puerta y las escaleras que hay detras del altar mayor. Daoiz llego a ultima hora de la tarde en un ataud desde su casa de la calle de la Ternera, con las botas puestas y vestido con el mismo uniforme con que hallo la muerte en Monteleon. El cuerpo de Velarde vino hace poco rato, conducido por cuatro artilleros del parque sobre dos tablas de cama con unos palos atravesados, desnudo como lo dejaron los franceses tras el combate, envuelto en una lona de tienda de campana que los soldados se llevaron al irse. Alguien ha dispuesto un habito de San Francisco para amortajar el cuerpo con decencia, y ahora los dos capitanes yacen juntos, uniformado uno y en habito franciscano el otro. Mantiene el rigor de la muerte cara arriba el rostro de Daoiz, y vuelto el de Velarde a la derecha -por enfriarse tirado en el suelo del parque- como si todavia aguardara una ultima orden de su companero. Llora a la cabecera, desconsolado, Manuel Almira; y junto a los muros humedos y oscuros, apenas iluminados por dos velones de cera puestos junto a los cadaveres, se mantienen silenciosos los pocos que se atreven a estar alli, pues los demas se encuentran, a estas horas, escondidos o fugitivos de la venganza francesa.

– ?Que se sabe del teniente Ruiz? -pregunta Joaquin de Osma-. El de Voluntarios del Estado.

– Lo atendio un cirujano frances en casa del marques de Mejorada, sondandole la herida -responde Javier Cabanes-. Luego lo llevaron a su domicilio. Me lo conto hace un rato don Jose Rivas, el catedratico de San Carlos, que estuvo a verlo un momento.

– ?Grave?

– Mucho.

– Por lo menos, asi no lo detendran los franceses.

– No estes tan seguro. En cualquier caso, su herida es de las mortales… No creo que salga de esta.

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