Los militares se miran, inquietos. Corre el rumor de que Murat ha cambiado de idea y ahora quiere detener a cuantos intervinieron en la sublevacion del parque de artilleria, sean civiles o militares. La noticia la confirman los capitanes Juan Consul y Jose Cordoba, que en este momento bajan a la cripta. Ambos vienen embozados y sin sable.

– He visto atados por la calle a unos artilleros -refiere Consul-. Tambien han ido a buscar a algunos Voluntarios del Estado que estuvieron batiendose… Por lo visto, Murat quiere un escarmiento.

– Creia que solo arcabuceaban a paisanos cogidos con armas en la mano -se sorprende el capitan Vargas.

– Pues ya ves. Se amplia el cupo.

Los militares cambian nuevas ojeadas, nerviosos, mientras bajan la voz. Unicamente Consul, Cordoba y Almira han estado en Monteleon, pero la amistad con los muertos y su presencia alli los compromete a todos. Los franceses fusilan por menos de eso.

– ?Y que hace el coronel Navarro Falcon? -susurra Cesar Gonzalez-. Dijo que iba a interceder por su gente.

Mientras habla, el militar mira suspicaz hacia la escalera de la cripta, donde vigila uno de los enterradores. Esta noche debe temerse tanto a los imperiales como a quienes -nunca faltan en tiempos revueltos- procuran congraciarse con ellos. Meses mas tarde, ya sublevada toda Espana contra Napoleon, incluso uno de los oficiales que hoy se han batido en el parque, el teniente de artilleria Felipe Carpegna, prestara juramento al rey Jose, luchando del lado frances.

– No se lo que Navarro intercede, ni con quien -dice Juan Consul-. Lo unico que repite a todos es que ni se hace responsable ni sabe nada; pero que si el hubiera estado hoy en Monteleon, manana se encontraria a muchas leguas de Madrid.

– ?Estamos perdidos, entonces! -exclama Cordoba.

– Si nos cogen, no te quepa duda -apunta Juan Consul-. Yo me voy de la ciudad.

– Y yo. En cuanto pase por mi casa a buscar algunas cosas.

– Tened cuidado -los previene Cabanes-. No os esten esperando.

Se abrazan los militares, echando una ultima mirada a Daoiz y a Velarde.

– Adios a todos. Buena suerte.

– Eso. Que Dios nos proteja a todos… ?Viene usted, Almira?

– No -el escribiente senala los cuerpos yacentes de los capitanes-. Alguien tiene que velarlos.

– Pero los franceses…

– Ya me arreglare con ellos. Vayanse.

Los otros no se hacen de rogar. Por la manana, cuando los sepultureros Nieto y Herrero entierren con mucha discrecion los cadaveres, solo Manuel Almira permanecera a su lado, leal hasta el fin. Daoiz sera puesto en la cripta misma, bajo el altar de la capilla de Nuestra Senora de Valbanera, y Velarde enterrado afuera, con otros muertos de la jornada, en el patio de la iglesia y junto a un pozo de agua dulce, en el lugar llamado El Jardinillo. Anos mas tarde, Herrero atestiguara: «Tuvimos la precaucion de dejar ambos cuerpos de los referidos D. Luis Daoiz y D. Pedro Velarde lo mas inmediato posible a la superficie de la tierra, por si en algun tiempo se trataba deponerlos en otro paraje mas honroso a su memoria».

Ildefonso Iglesias, mozo del hospital del Buen Suceso, se detiene horrorizado bajo el arco que comunica el patio con el claustro. A la luz del farol que lleva su companero Tadeo de Navas, el monton de cadaveres semidesnudos conmueve a cualquiera. Iglesias y su companero han visto muchos horrores durante la jornada, pues ambos, con riesgo de sus vidas, la pasaron atendiendo a heridos y transportando muertos cuando los disparos y los franceses lo permitian. Aun asi, el espectaculo lamentable de la iglesia y el hospital contiguos a la puerta del Sol les eriza el cabello. Unos pocos cuerpos fueron retirados al ponerse el sol por los amigos o familiares mas osados, exponiendose a recibir un balazo, pero el resto de los fusilados a las tres de la tarde sigue alli: carne palida, inerte, sobre grandes charcos de sangre coagulada. Huele a entranas rotas y visceras abiertas. A muerte y soledad.

– Se han movido -susurra Iglesias.

– No digas tonterias.

– Es verdad. Algo se ha movido entre esos muertos.

Con cautela, el corazon en un puno, los dos mozos de hospital se acercan a los cadaveres, iluminandolos con el farol en alto. Quedan catorce: ojos vidriosos, bocas entreabiertas y manos crispadas, en las diferentes posturas en que los sorprendio la muerte o los dejaron, cuando todavia estaban calientes, los franceses que hicieron en ellos el ultimo despojo despues de asesinarlos.

– Tienes razon -cuchichea Navas, aterrado-. Algo se mueve ahi.

Al acercar mas el farol, un gemido levisimo, apagado, que procede de otro mundo, estremece a los mozos, que retroceden sobresaltados. Una mano, rebozada de sangre parda, acaba de alzarse debilmente entre los cadaveres.

– Ese esta vivo.

– Imposible.

– Miralo… Esta vivo -Iglesias toca la mano-. Aun tiene pulso.

– ?Virgen santisima!

Apartando los cuerpos rigidos y frios, los mozos de hospital liberan al que aun alienta. Se trata del impresor Cosme Martinez del Corral, que lleva ocho horas alli, dejado por muerto tras recibir cuatro balazos y robarsele, con sus ropas, los 7.250 reales en cedulas que llevaba consigo. Lo sacan del monton como a un espectro, desnudo y cubierto con una costra de sangre seca, propia y ajena, que lo cubre de la cabeza a los pies. Llevado arriba con toda urgencia, el cirujano Diego Rodriguez del Pino conseguira reanimarlo, obteniendo su curacion completa. Durante el resto de su vida, que pasara en Madrid, vecinos y conocidos trataran con respeto casi supersticioso a Martinez del Corral: el hombre que, en la jornada del Dos de Mayo, peleo con los franceses, fue fusilado y regreso de entre los muertos.

El soldado de Voluntarios del Estado Manuel Garcia camina por la calle de la Flor con las manos atadas a la espalda, entre un piquete frances. La llovizna que poco antes de la medianoche empieza a caer del cielo negro moja su uniforme y su cabeza descubierta. Despues de batirse en el parque de artilleria, donde atendio uno de los canones, Garcia se retiro al cuartel de Mejorada con el capitan Goicoechea y el resto de companeros. Por la tarde, al propagarse el rumor de que tambien los militares que lucharon en Monteleon iban a ser pasados por las armas, Garcia se marcho del cuartel en compania del cadete Pacheco, el padre de este y un par de soldados mas. Fue a esconderse a su casa, donde su madre viuda lo aguardaba llena de angustia. Pero varios vecinos lo vieron llegar cansado y roto de la refriega, y alguno lo denuncio. Los franceses han ido a buscarlo, tirando abajo la puerta ante el espanto de la madre, para llevarselo sin miramientos.

– ?Mas gapido!… Allez!…. ?Camina mas gapido!

Empujandolo con los fusiles, los franceses meten al soldado en el cuartel en construccion del Prado Nuevo - mas tarde se conocera como de los Polacos-, en cuyo patio, a la luz de antorchas que chisporrotean bajo la llovizna, descubre a un grupo de presos atados entre bayonetas, a la intemperie. Los guardias ponen a Garcia con ellos, que estan tumbados en el suelo o sentados, mojadas las ropas, maltrechos de golpes y vejaciones. De vez en cuando los franceses cogen a uno, lo llevan a un angulo del patio, y alli lo registran, interrogan y apalean sin piedad. No cesan los gritos, que estremecen a quienes aguardan turno. Entre los detenidos, a la luz indecisa de las antorchas, Garcia reconoce a un paisano de los que estaban en Monteleon. Asi lo confirma el otro, el chispero del Barquillo Juan Suarez, capturado por una patrulla de cazadores de Baygorri cuando huia tras la entrada de los franceses.

– ?Que van a hacer con nosotros? -pregunta el soldado.

El paisano, que esta sentado en el suelo y apoya su espalda en la de otro preso, hace un gesto de ignorancia.

– Puede que nos fusilen, y puede que no. Aqui cada uno dice una cosa diferente… Hablan de diezmarnos: como somos muchos, a lo mejor fusilan a uno de cada tantos, o asi. Aunque otros dicen que van a matarnos a todos.

– ?Lo consentiran nuestras autoridades?

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