El chispero contempla al soldado como si este fuera tonto. La cara de Suarez, barbuda, sucia y mojada, brilla grasienta a la luz de las antorchas. Garcia observa que tiene los labios agrietados por los golpes y la sed.
– Mira alrededor, companero. ?Que ves?… Gente del pueblo. Pobres diablos como tu y como yo. Ni un oficial detenido, ni un comerciante rico, ni un marques. A ninguno de esos he visto luchando en las calles. ?Y quienes nos mandaban en Monteleon?… Dos simples capitanes. Hemos dado la cara los pobres, como siempre. Los que nada teniamos que perder, salvo nuestras familias, el poco pan que ganamos y la verguenza… Y ahora pagaremos los mismos, los que pagamos siempre. Te lo digo yo. Con una madre de sesenta y cuatro anos, mujer y tres hijos… Vaya si te lo digo yo.
– Soy militar -protesta Garcia-. Mis oficiales me sacaran de aqui. Es su obligacion.
Suarez se vuelve hacia el preso que esta a su espalda, escuchandolos -el banderillero Gabriel Lopez-, y cambia con el una mueca burlona. Despues se rie amargo, sin ganas.
– ?Tus oficiales?… Esos estan calentitos en sus cuarteles, esperando que escampe. Te han dejado tirado, como a mi. Como a todos.
– Pero la patria…
– No digas tonterias, hombre. ?De que hablas?… Mirate y mirame. Fijate en todos estos simples, que se echaron a la calle como nosotros. Acuerdate de la hombrada que hemos hecho en Monteleon. Y ya ves: nadie movio un dedo… ?Maldito lo que le importamos a la patria!
– ?Por que saliste a luchar, entonces?
El otro inclina un poco el rostro, pensativo, las gotas de lluvia corriendole por la cara.
– Pues no se, la verdad -concluye-. A lo mejor no me gusta que los mosius me confundan con uno de esos traidores que les chupan las botas… No permito que se meen en mi cara.
Manuel Garcia senala con el menton a los centinelas franceses.
– Pues estos nos van a mear, y bien.
Una mueca lobuna, desesperada y feroz, descubre los dientes de Suarez.
– Estos, puede ser -replica-. Pero los que dejamos destripados alla arriba, en el parque… De esos te aseguro que ni uno.
Mientras Juan Suarez y el soldado Manuel Garcia esperan en el patio del cuartel del Prado Nuevo, una cuerda de presos tirita bajo la llovizna en la parte nordeste de la ciudad. Se trata de paisanos apresados en el parque de artilleria y otros lugares de Madrid: treinta hombres empapados y exhaustos que no han probado alimentos ni agua desde el combate de Monteleon. Ahora, tras haber sido llevados de las caballerizas del parque a los tejares de la puerta de Fuencarral, llegan al campamento de Chamartin. Rodeados de bayonetas, insultos y golpes de los franceses que salen de sus tiendas de campana para mirarlos, cruzan el recinto militar y se detienen en la penumbra de una explanada, a la luz brumosa de dos antorchas clavadas en tierra.
– ?Que van a hacer con nosotros? -pregunta el sangrador Jeronimo Moraza.
– Degollarnos a todos -responde Cosme de Mora, con fria resignacion.
– Lo habrian hecho antes, en los tejares.
– Tienen toda la noche por delante… Querran divertirse un poco, mientras tanto.
–
Los prisioneros cierran la boca. De Mora y Moraza son dos de los seis supervivientes de la partida del almacenista de carbon. Los otros los acompanan maniatados: el carpintero Pedro Navarro, Felix Tordesillas, Francisco Mata y Rafael Rodriguez. Se agrupan con los demas presos a manera de rebano asustado, queriendo protegerse cada uno entre los demas, mientras un oficial frances con un farol en la mano se acerca y los mira detenidamente, contandolos despacio. Cada vez, al llegar a diez, da una orden a los soldados, que sacan a un hombre del grupo. Apartan de ese modo al cerrajero Bernardo Morales, al arriero leones Rafael Canedo y al dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martinez del Alamo.
– ?Que hacen? -inquiere, espantado, el carpintero Pedro Navarro.
Cosme de Mora se pasa la lengua por los labios en busca de unas gotas de lluvia. Aunque intenta mantenerse erguido y entero, teme que las rodillas le flaqueen. Cuando responde a la pregunta de Navarro, le tiembla la voz.
– Nos estan diezmando -dice.
Apoyado en la barandilla del balcon de su casa, en la calle del Barco, el joven Antonio Alcala Galiano escucha descargas lejanas de fusileria. La calle y las esquinas con la Puebla Vieja y la plazuela de San Ildefonso estan a oscuras bajo un cielo negro y opaco, nuboso, sin luna ni estrellas. El hijo del heroe muerto en Trafalgar se siente decepcionado. Lo que su imaginacion anunciaba por la manana como aventura patriotica ha terminado en reprimenda materna y en melancolica desilusion. Ni las clases altas -la suya-, ni los militares, ni la gente de bien se han sumado al tumulto. Salvo raras excepciones, solo el pueblo bajo quiso implicarse como suele, levantisco, irracional, sin nada que perder y al reclamo del rio revuelto. Por lo que el joven sabe, todo queda sofocado por los franceses con mucha pena y poca gloria para los insurrectos. Antonio Alcala Galiano se alegra ahora de no haber seguido el impulso de unirse a los sublevados: gente de mala indole, escasas prendas y pocas luces, como pudo comprobar cuando quiso acompanar por la manana a un grupo de revoltosos. Por la tarde, vuelto a casa tras su breve experiencia motinesca, el muchacho tuvo ocasion de asistir a una conversacion reveladora. Los vecinos de los barrios donde no habia tiroteo estaban asomados a los balcones, procurando enterarse de lo que pasaba, y la calle del Barco era de las que se mantenian tranquilas por abundar en ella la gente acomodada y de clase alta. Charlaban de balcon a balcon la condesa de Tilly, que vive enfrente, y la madre de esta, inquilina del cuarto piso de la casa donde los Alcala Galiano ocupan el principal. Paso entonces por la calle, vestido de uniforme, el oficial de Guardias Espanolas Nicolas Morfi, conocido de la familia por ser gaditano.
– ?Que hay del alboroto, don Nicolas? -pregunto desde arriba la de Tilly.
– Nada, senora mia -Morfi se habia parado, sombrero en mano-. Usted misma lo ha dicho: alboroto de gente despreciable.
– Pues ha pasado un hombre hace rato, gritando que un batallon frances
Nego Morfi con una mano, despectivo.
– No hay nada que aplaudir, se lo aseguro. Son patranas de cuatro insensatos. Murat, mal que nos pese, ha devuelto el orden… Lo mejor es mantenerse todos quietos y confiar en las autoridades, que para eso estan. Cuando la gentuza se desmanda, nunca se sabe. Puede resultar peor que los franceses.
– Huy, pues mire. Me quedo mas tranquila, don Nicolas.
– Mis respetos, senora condesa.
Poco despues de asistir a ese dialogo, Antonio Alcala Galiano, puesto el sombrero de maestrante para ir mas seguro, dio un paseo sin que nadie lo inquietara hasta la calle del Pez, a fin de visitar a una senorita con la que mantiene relaciones oficiales. Alli, sentado con ella en el mirador de un segundo piso, paso la tarde jugando a la brisca y viendo como las patrullas francesas registraban a los escasos transeuntes, obligados a llevar la capa doblada al hombro en prevision de armas ocultas. Al regreso, bajo un cielo encapotado que amenazaba lluvia, el joven se cruzo con piquetes imperiales cuya suspicacia crecia a medida que entraba la noche. Su madre lo vio llegar con alivio, ya dispuesta la cena.
– Tu paseo me ha costado cinco rosarios, Antonito. Y una promesa a Jesus Nazareno.
La sirvienta retira ahora los platos de la mesa, mientras Antonio Alcala Galiano permanece en el balcon, satisfecho, humeandole entre los dedos un cigarro sevillano de los que fuma uno cada noche y que, por respeto, nunca enciende delante de su madre.
– Quitate del balcon, hijo. Me da miedo que sigas ahi.
– Ya voy, mama.
Suena otra descarga apagada, lejos. Alcala Galiano aguza el oido, pero no oye nada mas. La ciudad sigue a oscuras y en silencio. En la esquina de San Ildefonso se adivinan los bultos de los centinelas franceses. Un dia agitado, concluye el joven. Pronto se olvidara todo, en cualquier caso. Y el ha tenido la suerte de no complicarse la vida.
A esa misma hora, a solo una manzana de la casa donde Antonio Alcala Galiano fuma asomado al balcon, otro joven de su edad, Francisco Huertas de Vallejo -que si se ha complicado hoy la vida, y mucho- esta lejos de