centenar que ayuda en los canones y defiende las casas contiguas al convento, los que estan con el propio Velarde en la puerta y las tapias o con Goicoechea en las ventanas del tercer piso, y los que se ocupan de proteger la parte posterior del recinto, aunque de esos desertan muchos. Ademas, no toda la fuerza atiende a la defensa, pues parte se emplea en vigilar al comandante y a los trece oficiales franceses prisioneros en el pabellon de guardia, asi como a los doscientos soldados encerrados en las cocheras y cuadras. En lo que se refiere a municiones, escasea la cartucheria; la falta de cargas de polvora para los canones es angustiosa, y la de metralla, absoluta: un saquete con piedras de chispa de fusil se reserva para emplearlo como metralla si la infanteria francesa vuelve a acercarse lo suficiente.
– Que se acercara -apunta Daoiz, sombrio.
Su amigo chupa la pipa mientras se agita, incomodo. Ha perdido fuelle, advierte Daoiz. Ni siquiera un exaltado como el puede enganarse a estas alturas.
– ?Cuantos ataques mas podremos aguantar? -pregunta Velarde.
Mas que pregunta, parece una reflexion en voz alta. Daoiz mueve la cabeza, esceptico.
– Si los franceses lo hacen bien, solo habra uno.
Los dos capitanes permanecen otro rato en silencio, observando como algunos soldados y paisanos intentan mejorar la proteccion en torno a los canones. Aprovechando la pausa en el combate, las piezas se resguardan con dos armones del parque y algunos muebles sacados de las casas. Velarde tuerce el gesto.
– ?Crees que eso sirve de algo?
– Levanta un poco la moral.
Viniendo del interior del parque, una jovencita de falda sucia y desgarrada, brazos desnudos y el pelo recogido bajo un panuelo, se les acerca con una garrafa en cada mano y les ofrece vino. Le dicen que no, gracias, que atienda a la tropa; y ella, agachada la cabeza y apresurandose, se dirige hacia la gente que guarnece los canones. Daoiz nunca llegara a conocer su nombre, pero esa muchacha, vecina de la cercana calle de San Vicente, se llama Manoli Armayona y Ceide, y aun no ha cumplido trece anos.
– Me temo que en Madrid ha terminado todo -comenta de pronto Velarde-. Y tu tenias razon… Nadie mueve un dedo por nosotros.
– ?Y que esperabas?
– Esperaba decencia. Patriotismo. Coraje… No se… Espana es una verguenza… Confiaba en que nuestro ejemplo moviera a otros.
– Pues ya ves.
– Quisiera preguntarte algo, Luis. Antes, cuando parlamentabamos con los franceses… ?Llegaste a pensar en rendirnos?
Un silencio. Al cabo, Daoiz se encoge de hombros.
– Quizas.
Velarde lo mira de reojo, pensativo, dando chupadas a la pipa. Luego mueve la cabeza.
– Bueno -concluye-. De cualquier manera, no importa. Despues de la salvajada del canonazo con bandera blanca, ya no podemos capitular, ?verdad?…
Sonrie Daoiz, casi a su pesar.
– No estaria bien visto.
– Y que lo digas -tambien Velarde esboza ahora una sonrisa torcida-. Mejor terminar aqui, sable en mano, que fusilados de madrugada en el foso de un castillo.
Con ademan cansado, adelantando el menton, Daoiz senala a los hombres y mujeres agazapados tras los muebles rotos y las curenas de los canones.
– Diles eso a ellos.
Los rostros de artilleros y paisanos, ahumados de polvora, parecen mascaras grises relucientes de sudor. El sol calienta lo suyo a estas horas, y es evidente que el cansancio, la tension y los estragos del combate hacen efecto. Pese a todo, la mayoria sigue mirando confiada a los dos capitanes. Junto a la tapia del huerto de las Maravillas, entre un grupo de vecinos armados con fusiles que descansa a resguardo de los tiradores franceses, Daoiz observa al nino de diez u once anos -Pepillo Amador le han dicho que se llama- que vino acompanando a sus hermanos y ahora lleva puesto un chaco frances. Algo mas aca, sentada en el suelo entre el chispero Gomez Mosquera y el cabo artillero Eusebio Alonso, con un enorme cuchillo de cocina metido en el refajo, la manola Ramona Garcia Sanchez le dedica una sonrisa radiante al capitan cuando se cruzan sus miradas.
– Siguen creyendo en ti -dice Velarde-. En nosotros.
Daoiz se encoge otra vez de hombros.
– Si no fuera por eso -responde con sencillez- hace rato que me habria rendido.
Entre la una y las dos de la tarde, desde el balcon de una casa de la calle Fuencarral, junto al Hospicio, el literato e ingeniero retirado de la Armada Jose Mor de Fuentes presencia con su amigo Venancio Luna y el cunado de este, que es sacerdote, el espectaculo de los batallones franceses entrando con redoble de tambores y aguilas desplegadas por la puerta de Santa Barbara. Luego de dar vueltas por la ciudad, Mor de Fuentes ha buscado refugio alli al toparse con los imperiales cuando se dirigia a echar un vistazo al parque de artilleria. Detenido en la esquina de la calle de la Palma por un piquete, pudo desembarazarse sin inconveniente por hablar bien el idioma.
– Esto tiene fea pinta -comenta Luna.
– Vaya si la tiene. Menos mal que pude meterme aqui.
– ?Que ha visto por el camino? -se interesa el cunado sacerdote.
Mor de Fuentes tiene una copa de vino oloroso en una mano. Con la otra hace un ademan de suficiencia, como si nada de cuanto ha visto fuese digno de su combatividad patriotica.
– Mucho frances. Y a ultima hora, vecinos muertos de miedo y poca gente en la calle. Casi todos los insurrectos se han ido a Monteleon o andan dispersos.
– Dicen que en el Prado estan arcabuceando gente -apunta Luna.
– Eso no lo se. Pese a mis esfuerzos no pude pasar de la fuente de la Cibeles, porque encontre caballeria francesa… Queria llegar hasta el cuartel de Guardias Espanolas, donde tengo conocidos. Naturalmente, con intencion de unirme a la tropa si esta hubiera intervenido. Pero no tuve oportunidad.
– ?Llego usted al cuartel?
– Bueno. No del todo… Por el camino supe que el coronel Marimon ordeno cerrar las puertas y que no saliera nadie, asi que comprendi que no valia la pena. Alli, por lo visto, se limitaron a entregar a los vecinos, por encima de la tapia, unas docenas de fusiles.
– Lo mismo habran hecho en otros cuarteles, imagino.
– Que den armas al pueblo, solo lo he oido de Guardias Espanolas y de Invalidos. Tambien los de Monteleon, claro… Del resto, Walonas, los de Corps y demas, no se nada.
– ?Cree que al fin saldran a la calle? -pregunta el cunado sacerdote.
– ?A estas horas, con los de Murat por todas partes?… Lo dudo. Es demasiado tarde.
– Pues crea que no lo lamento. Esa chusma armada es peor que los franceses. A fin de cuentas, Napoleon ha restaurado los altares que profano en Francia la Revolucion… Lo que importa es que se restablezca el orden y acabe este disparate. La gente de bien, moderada y amante del reposo publico, no esta para sobresaltos.
En la calle resuena un tiro de fusil, muy cerca, y los tres hombres retroceden inquietos, abandonando el balcon. En la sala de estar, sentado en un sofa, Mor de Fuentes bebe otro sorbito de oloroso.
– No sere yo quien discuta eso.
El coronel Giraldes, marques de Casa Palacio y comandante del regimiento de infanteria de linea Voluntarios del Estado, se apoya en la mesa de su despacho como si fuera a caerse al suelo de un momento a otro.
– Es su parque, por Dios… ?Son sus artilleros quienes lo empezaron todo!
– ?Y sus soldados? -replica el coronel Navarro Falcon-. ?Algo habran tenido que ver!
– Estan bajo su jurisdiccion, diantre… ?Es su responsabilidad, y no la mia!
Hace quince minutos que intercambian reproches. Jose Navarro Falcon, director de la junta de Artilleria y superior directo de los capitanes Daoiz y Velarde, se ha presentado en el cuartel de Mejorada asustado por las noticias que llegan de Monteleon. No menos preocupacion embarga a Giraldes, enterado de que la tropa que encomendo a Velarde y al capitan Goicoechea se encuentra mezclada en el combate. Ademas, la mortandad entre