– No se. Estaran por ahi.
– Prometieron volver.
El otro le guina un ojo.
– Pues si lo prometieron, volveran, ?no?… Supongo.
El pronostico de Francisco Xavier Cayon se cumple casi al pie de la letra. El ultimo preso llamara a la puerta principal de la Carcel Real al mediodia del dia siguiente, bien afeitado y vestido con ropa limpia, tras haber pasado tranquilamente la noche en su casa del Rastro, con la familia. Y el recuento definitivo, remitido dos dias mas tarde por el portero jefe al director de la carcel, concluira con la siguiente lista:
En la cuesta de San Vicente, a Joachim Murat se lo llevan los diablos. Sus ojos de brutal espadon echan chispas entre los rizos negros y las frondosas patillas. Un ayudante lo esta poniendo al corriente de los sucesos en el parque de artilleria.
– ?Prisioneros? -Murat no da credito a lo que oye-. ?Imposible!… ?Cuantos?
El ayudante traga saliva. Tampoco el daba credito hasta que acudio en persona a comprobarlo. Acaba de regresar con las espuelas ensangrentadas, reventando a su caballo.
– Han cogido al comandante Montholon con varios oficiales y unos cien soldados de su columna -dice con cuanta suavidad le es posible, viendo enrojecer el rostro de su interlocutor-… Si se les suman los heridos que han metido dentro y el destacamento de setenta y cinco hombres que teniamos alli cuando se sublevo el cuartel, salen unos… En fin… Alrededor de doscientos.
El gran duque de Berg, los ojos inyectados en sangre, lo agarra por los alamares bordados de la pelliza.
– ?Doscientos?… ?Me esta diciendo que esa gentuza tiene en su poder a doscientos prisioneros franceses?
– Mas o menos, Alteza.
– ?Hijos de puta!… ?Hijos de la grandisima puta!
Ciego de ira, Murat dirige una mirada homicida a dos dignatarios espanoles que aguardan algo mas lejos, descubiertos y a pie. Se trata de los ministros de Hacienda, Azanza, y de la Guerra, O’Farril, a los que hace esperar desde hace rato. A ultima hora de la manana, Murat mando un mensaje al Consejo de Castilla para que aplacase al pueblo, so pena de males mayores. Y los dos ministros, tras recorrer -inutilmente y con riesgo para su integridad fisica- las calles proximas al Palacio Real, se han presentado al jefe de las tropas francesas para pedirle que no extreme el rigor en la venganza.
– ?Que no lo extreme, dicen!… ?Van a ver todos lo que es extremar de verdad!
Acto seguido, descompuesto y a gritos, Murat ordena una sucesion de represalias que incluyen arcabucear sobre el terreno a todo madrileno culpable de la muerte de un frances, asi como el juicio sumarisimo, condena de muerte incluida, de cuantos hombres, mujeres o muchachos sean apresados con armas en la mano, desde las de fuego hasta simples navajas, tijeras y cualquier instrumento que pinche o corte. Tambien ordena la detencion inmediata, en su domicilio, de todo sospechoso de haber intervenido en el motin, y autoriza a los imperiales a entrar en casas desde las que se haya disparado contra ellos.
– ?Que hacemos con los insurrectos del parque de artilleria, Alteza?
– Fusilenlos a todos.
– Antes habra que… Bueno. Tendremos que tomar el parque.
Con violencia, Murat se vuelve hacia el general de division Joseph Lagrange.
– Oiga, Lagrange. Quiero que se ponga usted al mando del Sexto regimiento de la brigada Lefranc, que se esta moviendo desde la carretera de El Pardo y San Bernardino hacia Monteleon. Y que con esta, auxiliado de artilleria y de cuantas fuerzas necesite, incluido lo que quede del batallon de Westfalia y del Cuarto provisional, acabe con la resistencia del parque. ?Me oye?… Paselos a cuchillo a todos.
El otro, un soldado veterano y duro, con las campanas de los Pirineos, Egipto y Prusia en la hoja de servicios, se cuadra con un taconazo.
– A la orden, Alteza.
– No quiero recibir de usted ningun parte, ningun informe, ningun mensaje. ?Comprende?… No quiero saber una maldita palabra de nada que no sea el completo exterminio de los rebeldes… ?Lo ha entendido bien, general?
– Perfectamente, Alteza.
– Pues muevase.
Aun no ha montado Lagrange a caballo, cuando Murat se vuelve hacia Augustin-Daniel Belliard, tambien general de division y jefe de su estado mayor.
– ?Belliard!
– A la orden.
El gran duque de Berg senala, despectivo, a los dos ministros espanoles que aguardan mansamente a que los reciba. Semanas mas tarde, ambos se pondran sin reservas al servicio del rey intruso Jose Bonaparte. Ahora siguen esperando, sin que nadie los atienda. Hasta los batidores y granaderos de la escolta de Murat se les rien en la cara.
– Ocupese de esos dos imbeciles. Que sigan ahi, pero lejos de mi vista… Ganas me dan de hacerlos fusilar a ellos tambien.
Apoyado en una jamba rota de la puerta de Monteleon, el capitan Luis Daoiz no se hace ilusiones. Desde el desastre de la columna francesa no han sufrido ningun ataque serio, pero los tiradores enemigos mantienen la presion. El cerco es total, y los servidores de los canones espanoles se mantienen lo mas a cubierto que pueden para eludir los disparos. Todo el que cruza entre la puerta del parque, el convento de las Maravillas y las casas contiguas, debe hacerlo a la carrera, con riesgo de recibir un balazo. Y por si fuera poco, el capitan Goicoechea, que con sus Voluntarios del Estado y buen numero de paisanos sigue apostado en las ventanas altas del edificio principal, anuncia movimiento de canones enemigos por la parte de San Bernardo, junto a la fuente de Matalobos. Todo indica que los franceses preparan un nuevo asalto en toda regla, y que esta vez no tienen intencion de fracasar.
– ?Como ves el panorama? -pregunta Pedro Velarde.
Daoiz mira a su amigo, que viene fumando una pipa. Lleva el sable en la funda y dos pistolas metidas en el cinto. Con algunos botones menos en la casaca, la charretera partida y la mugre del combate, mas parece contrabandista de Ronda que oficial de estado mayor. Tampoco yo, piensa el capitan, debo de tener mejor aspecto.
– Mal -responde.
Los dos militares permanecen callados, atentos a los sonidos del exterior. Salvo algun disparo esporadico de los tiradores ocultos, la ciudad esta en silencio.
– ?Como sigue el teniente Ruiz? -se interesa Daoiz.
– Gravisimo. No ha perdido el conocimiento, y sufre horrores… Un chico valiente, ?verdad?… Un buen muchacho.
– ?No seria mejor llevarlo al convento, con las monjas?
– No conviene moverlo. Ha perdido mucha sangre y podria quedarse en el camino. Lo tengo en la sala de oficiales, con otros heridos nuestros y franceses.
– ?Como va lo demas?
En pocas palabras, Velarde lo pone al corriente. Los defensores del parque ya se reducen a media docena de oficiales, diez artilleros, una treintena de Voluntarios del Estado y menos de trescientos paisanos: el medio