afirma los pies y se dispone a bajar el sable, gritar «fuego» para la descarga de los canones -si al menos tuvieran metralla, se lamenta por enesima vez- y luego usar ese sable para vender su vida al mayor precio en que su coraje y desesperacion puedan tasarla. Por un instante, su mirada encuentra los ojos enfebrecidos de Pedro Velarde, que amartilla una pistola y la dispara contra los franceses, sin dejar de dar voces y empujones para contener a los que, ante la cercania de aquellos, chaquetean y pretenden echarse atras. Maldito y querido loco de atar, piensa. Hasta aqui nos han traido tu patriotismo y el mio, dignos de una Espana mejor que esta otra, triste, infeliz, capaz de hacernos envidiar a los mismos franceses que nos esclavizan y nos matan.
– ?Cuando llegan los refuerzos, senor capitan? -pregunta Ramona Garcia Sanchez, que se ha situado junto a Daoiz, cuchillo en una mano y bayoneta en la otra-… Porque la verdad es que tardan, sentranas.
– Pronto.
La maja sonrie, hombruna y feroz, sucio el rostro de polvora.
– Pues como tarden mas de minuto y medio, a buenas horas.
Daoiz abre la boca para ordenar la ultima andanada: los franceses estan a punto de rebasar la esquina de San Andres, a cuarenta pasos. Y en ese instante, cuando la columna enemiga llega al mismo cruce, suenan clarinazos y alguien uniformado, un oficial espanol, aparece en la esquina con un sable en alto y, anudada en el, una bandera blanca.
– ?Deteneos!… ?Alto el fuego!
La tentacion de evitar mas efusion de sangre es poderosa. El comandante Montholon sabe que, aunque tome el parque de artilleria por asalto, las bajas entre su tropa seran muchas. Y ese oficial que llega agitando bandera de parlamento mientras hace esfuerzos desesperados para que cese el combate, ofrece una oportunidad que seria suicida -literalmente, pues el propio Montholon avanza a la cabeza de sus hombres- desaprovechar. Por eso el frances ordena detenerse a la columna y colgar los fusiles al hombro culata arriba, a la funerala. El momento es de extrema tension, pues aun hay disparos y la actitud de los espanoles no esta clara. Desde la puerta del parque llegan gritos con ordenes y contraordenes, mientras un oficial de baja estatura y casaca azul se mueve entre los canones con los brazos en alto, conteniendo a su gente. Un disparo abate a un soldado imperial, que se desploma entre las protestas de indignacion de sus camaradas. Confuso, Montholon esta a punto de ordenar que prosiga el ataque cuando, tras otros dos tiros sueltos, el fuego cesa por completo, y desde las tapias y ventanas del parque algunos insurrectos se incorporan para ver que ocurre. El oficial de la bandera blanca ha llegado hasta los canones, donde todos gritan y discuten. Montholon no entiende una palabra del idioma, asi que ordena al interprete, pegado a sus talones con el corneta y un tambor, que traduzca cuanto oiga. Luego ordena a la columna seguir adelante a paso ordinario, manteniendo los fusiles culata arriba, hasta que llegan a diez pasos de los canones. Alli, un oficial sin sombrero y con una charretera de su casaca verde partida de un sablazo les sale al encuentro, y gesticulando con malos modos suelta una aspera parrafada en espanol, que remata en mal frances:
–
– Dice… -empieza a traducir el interprete.
– Comprendo perfectamente lo que dice -responde Montholon.
Ordenando hacer alto a la columna, el comandante frances se adelanta seguido por el interprete, el corneta y los capitanes Hiller y Labedoyere, hacia el grupo formado por el oficial de la bandera blanca, el de la casaca azul -capitan de artilleria, comprueba al ver de cerca los ribetes rojos del uniforme-, el de la casaca verde, que es otro capitan, y media docena de militares y paisanos que se adelantan entre los canones, mas curiosos que los demas, agolpados detras de las curenas, en la puerta, sobre las tapias y en las ventanas del parque, armas en mano, en actitud al tiempo curiosa y hostil. Hasta del convento de las Maravillas salen hombres armados a ver que ocurre, y escuchan y miran desde la verja retorcida de balazos. El oficial recien llegado discute vivamente con los otros dos. Montholon observa que tambien lleva distintivos de capitan y viste uniforme blanco con vueltas carmesies, como algunos de los soldados que defienden el parque. Eso lo identifica con el mismo regimiento al que pertenece esa tropa. Sin embargo, entre esta se ven tambien casacas azules de artilleria, como la que lleva el capitan bajito. Y aunque el capitan alto lleva en el cuello las bombas de artillero, su casaca verde lo distingue como perteneciente al estado mayor de esa arma. Desconcertado, el comandante frances se pregunta a quien tiene enfrente, en realidad, y quien diablos manda alli.
Ademas de sudoroso y jadeante, el capitan Melchor Alvarez, del regimiento de infanteria Voluntarios del Estado, esta irritado. El sudor y el jadeo se deben a la carrera que acaba de darse desde el cuartel de Mejorada, donde el coronel don Esteban Giraldes lo comisiono hace quince minutos con la instruccion de ordenar a los responsables del parque de Monteleon que cesen el fuego y entreguen el recinto a los franceses. En cuanto a la irritacion, proviene de que, pese al riesgo que ha corrido interponiendose entre los contendientes sin mas resguardo que un panuelo blanco en la punta del sable, ninguno de los oficiales al mando de aquel disparate le hace el menor caso. El capitan Luis Daoiz le ha dicho que se vaya por donde vino, y el otro insurrecto, Pedro Velarde, acaba de reirse con todo descaro en su cara:
– El coronel Giraldes no manda aqui.
– ?No es cosa de Giraldes, sino de la Junta de Gobierno! -insiste Alvarez, mostrando el documento-. La orden viene firmada por el ministro de la Guerra en persona… Lo indigna esta sinrazon, y ordena cesar el fuego inmediatamente.
– El ministro pierde el tiempo -declara Velarde-. Y usted, tambien.
– Estan solos. Nadie va a secundarlos, y en el resto de la ciudad reina la calma.
– ?Le digo que pierde el tiempo, redios!… ?Esta sordo?
El capitan Alvarez mira malhumorado al oficial de estado mayor. Al entregarle la orden, el coronel Giraldes lo previno sobre la exaltacion y fanatismo de ese Pedro Velarde, aunque sin detallarle que llegara a tal extremo. Mas inquietante resulta que el otro capitan, cuya reputacion es de hombre ecuanime y sereno, se enroque de tal manera. Lo cierto, concluye Alvarez observando los estragos y los regueros de sangre en el suelo, la gente agolpada y expectante, es que todo ha ido demasiado lejos.
– Son ustedes unos irresponsables -insiste severo-. Estan precipitando al pueblo, y lo exponen a consecuencias aun mas desastrosas… ?No les basta la sangre derramada por unos y otros?
El capitan Daoiz estudia a los franceses. El jefe de la columna se mantiene a cuatro pasos, acompanado de dos capitanes y un corneta. A su lado, un interprete traduce cuanto se habla. El comandante escucha atento, inclinada a un lado la cabeza, fruncido el ceno y manoseando la hebilla del cinturon, el sable todavia en la otra mano.
– Al pueblo lo ametrallan y su sangre la vierten estos senores -dice Daoiz, senalando al frances-. Y el Gobierno, y usted mismo, capitan Alvarez, y muchos otros, siguen cruzados de brazos, mirando.
– Eso -interviene Velarde, muy acalorado- cuando no lo hacen en connivencia directa con el enemigo.
Alvarez, que es hombre poco sufrido, siente que la colera le sube a la cabeza. No es partidario de los franceses, sino militar fiel a las ordenanzas y al rey Fernando VII. Esta alli, ordenes aparte, porque considera la resistencia a los imperiales una aventura temeraria e inutil. Ni el pueblo y los militares juntos, ni Espana entera levantada en armas, tendrian la menor posibilidad frente al ejercito mas poderoso del mundo.
– ?Enemigo? -protesta, amoscado-. Aqui el unico enemigo es el populacho sin freno y el desorden… ?Y lo de la connivencia lo tomo como un insulto personal!
Pedro Velarde se adelanta un paso, duros los rasgos, la mano izquierda crispada en torno a la empunadura del sable.
– ?Y que? ?Quiere que le de satisfaccion?… ?Le apetece batirse conmigo?… Pues retire esa vergonzosa bandera blanca y juntese con estos senores franceses, que ellos y usted se veran bien servidos.
– Tranquilizate -tercia Daoiz, sujetandolo por un brazo.
– ?Que me tranquilice? -Velarde se libera de la mano del otro, con malos modos-. ?Que se vayan ellos al diablo, maldita sea!
Alvarez esta a pique de abandonar. Es inutil, concluye. Que se maten, si no queda otra. Y sea lo que Dios quiera. Sin embargo, tras cambiar una mirada con el comandante de la columna francesa -parece un joven distinguido y razonable, no como otras malas bestias cuarteleras del ejercito imperial- decide insistir un poco. De los dos capitanes rebeldes, Luis Daoiz parece el mas sensato. Por eso se dirige a el.