– ?Usted no tiene nada que decir?… Sea razonable, por amor de Dios.
El artillero parece reflexionar.
– Se ha ido muy lejos por ambas partes -dice al fin-. Habria que ver en que condiciones se detendria el fuego -en ese punto mira al comandante frances-… Preguntele.
Todos se vuelven a mirar al jefe de la columna imperial, que, inclinado hacia el interprete, escucha con atencion. Luego niega con la cabeza y responde en su idioma. El capitan Alvarez no habla frances; pero antes de que el interprete traduzca, advierte el tono desabrido, inequivoco, del comandante. Despues de todo, se dice, tiene sus motivos. Los del parque le han matado a no poca tropa.
– El senor comandante lamenta no poder ofrecer condiciones -traduce el interprete-. Tienen que devolver a los rehenes franceses sanos y salvos y dejar las armas. Les ruega que piensen sobre todo en la gente del pueblo, pues ya hay muchos muertos en Madrid. Solo puede aceptar de ustedes la rendicion inmediata.
– ?Rendirnos?… ?Y un cuerno! -exclama Velarde.
Luis Daoiz levanta una mano. El capitan Alvarez observa que el comandante frances y el se miran a los ojos, de profesional a profesional. Quizas haya alguna esperanza.
– Vamos a ver -dice Daoiz con calma-. ?No hay otra forma de acomodarlo?
Niega de nuevo el frances despues de que su interprete traduzca la pregunta. Y cuando el artillero lo mira a el, Alvarez se encoge de hombros.
– No nos dejan salida, entonces -comenta Daoiz, con una extrana sonrisa a un lado de la boca.
El capitan de Voluntarios del Estado exhibe de nuevo la orden firmada por el ministro O’Farril.
– Esto es lo que hay. Sean sensatos.
– Ese papel no vale ni para las letrinas -opina Velarde.
Ignorandolo, el capitan Alvarez observa a Luis Daoiz. Este mira el documento, pero no lo coge.
– En cualquier caso -solicita Alvarez, desalentado al fin- permitan que me lleve de aqui a mi gente.
Daoiz lo mira como si hubiese hablado en chino,
– ?Su gente?
– Me refiero al capitan Goicoechea y los Voluntarios del Estado… No vinieron a luchar. El coronel insistio mucho en eso.
– No.
– ?Perdon?
– Que no se los lleva.
Daoiz ha respondido seco y distante, mirando alrededor como si de repente aquella situacion le fuese ajena y el se hallase lejos. Estan como cabras, decide de pronto Alvarez, asustado de sus propias conclusiones. Es lo que ocurre, y no lo habia previsto nadie: Velarde con su exaltacion lunatica y este otro con su frialdad inhumana, estan locos de atar. Por un momento, dejandose llevar por el automatismo de su graduacion y oficio, Alvarez considera la posibilidad de arengar a los soldados que pertenecen a su regimiento y ordenarles que lo sigan lejos de alli. Eso debilitaria la posicion de aquellos dos visionarios, y tal vez los inclinase a aceptar rendirse a discrecion del frances. Pero entonces, como si le hubiera advertido el pensamiento, Daoiz se inclina un poco hacia el, casi cortes, con la misma sonrisa extrana de antes.
– Si intenta amotinarme a la tropa -le dice confidencial, en voz bajisima-, lo llevo adentro y le pego un tiro.
Francisco Huertas de Vallejo asiste al parlamento de los oficiales espanoles y franceses, entre el resto de paisanos que se congregan junto a los canones. El joven voluntario se encuentra con don Curro y el cajista de imprenta Gomez Pastrana, la culata del fusil apoyada en el suelo y las manos cruzadas sobre la boca del canon. No todo lo que se dice llega hasta sus oidos, pero parece clara la postura de los jefes, tanto por las voces que da el capitan Velarde, que es quien habla mas alto de todos, como por las actitudes de unos y otros. En su animo, el joven voluntario confia en que lleguen a un acuerdo honorable. Hora y media de combate le ha cambiado ciertos puntos de vista. Nunca imagino que defender a la patria consistiera en morder cartuchos agazapado tras los colchones enrollados en un balcon, o en la zozobra de correr como una liebre, saltando tapias con los franceses detras. De aquello a las estampas coloreadas con heroicas gestas militares media un abismo. Tampoco imagino nunca los charcos de sangre coagulada en el suelo, los sesos desparramados, los cuerpos mutilados e inertes, los alaridos espantosos de los heridos y el hedor de sus tripas abiertas. Tampoco la feroz satisfaccion de seguir vivo donde otros no lo estan. Vivo y entero, con el corazon latiendo y cada brazo y cada pierna en su sitio. Ahora, la breve tregua le permite reflexionar, y la conclusion es tan simple que casi lo averguenza: desearia que todo acabara, y regresar a casa de su tio. Con ese pensamiento mira alrededor, buscando el mismo sentimiento en los rostros que tiene cerca; pero no encuentra en ellos -no lo advierte, al menos- sino decision, firmeza y desprecio hacia los franceses. Eso lo lleva a erguirse y endurecer el gesto, por miedo a que sus facciones delaten sus pensamientos. As? que, como todos, el joven procura mirar con desden a los enemigos, muchos de ellos tan imberbes como el, que aguardan a pocos pasos en formacion de columna. Vistos de cerca impresionan menos, concluye, aunque se les vea amenazadores en su compacta disciplina, con los vistosos uniformes azules, correajes blancos y fusiles colgados del hombro culata arriba; tan distintos a la desastrada fuerza espanola, hosca y silenciosa, que tienen enfrente.
– Esto no va bien -murmura don Curro.
El capitan Daoiz esta diciendole algo aparte al capitan de Voluntarios del Estado que vino con la bandera blanca, quien no parece satisfecho con lo que escucha. Francisco Huertas los ve conversar, y tambien como el interprete que esta junto al comandante frances se aproxima un poco, atento a lo que dicen. Entonces, un chispero que se encuentra apoyado en uno de los canones -el joven Huertas sabra mas tarde que su nombre es Antonio Gomez Mosquera- aparta al frances de un violento empujon, haciendolo caer de espaldas.
– ?Carajo! -grita el chispero-. ?Viva Fernando Septimo!
Lo que viene a continuacion, inesperado y brutal, ocurre muy rapido. Sin que medie orden de nadie, de forma deliberada o por aturdimiento, un artillero que tiene el botafuego encendido en la mano aplica la mecha al fogon cebado de la pieza. Atruena la calle un estampido que a todos sobresalta, retrocede la curena con el canonazo, y la bala rasa, pasando junto al comandante enemigo y los oficiales, abre una brecha sangrienta en la columna francesa, inmovil e indefensa. Gritan todos a un tiempo, confusos los oficiales espanoles, espantados los franceses, y al vocerio se suman los lamentos de los heridos imperiales que se revuelcan en el suelo entre sus propios pedazos, el horror de los miembros mutilados, los aullidos de panico de la columna deshecha que se desbanda y corre en busca de refugio. Tras el primer momento de estupor, Francisco Huertas, como el resto de sus companeros, se echa el fusil a la cara y arcabucea a quemarropa a los enemigos en desorden. Luego, entre el fragor de la matanza, observa como el capitan Daoiz grita inutilmente «?Alto el fuego!», pero aquello ya no hay quien lo pare. El capitan Velarde, que ha sacado su sable, se precipita sobre el comandante imperial y lo intima a el y a sus oficiales a la rendicion. El frances, de rodillas y conmocionado por el disparo del canon -tan proximo que le ha chamuscado la ropa-, al ver la punta reluciente del sable ante sus ojos, alza los brazos, confuso, sin comprender lo que esta pasando; y lo imitan sus oficiales, el corneta y el interprete. Tambien muchos de los soldados que formaban la vanguardia de la columna, los que todavia no han escapado por las calles de San Jose y San Pedro, hacen lo mismo: arrojan los fusiles, levantan las manos y piden cuartel rodeados por una turba de paisanos, artilleros y soldados espanoles que a empujones y culatazos, cercandolos con las bayonetas, los meten en el parque con sus oficiales, mientras la gente alborozada grita victoria y da vivas a Espana y al rey Fernando y a la Virgen Santisima; y las ventanas, las tapias y la verja del convento hormiguean de civiles y militares que aplauden y festejan lo ocurrido. Entonces, Francisco Huertas, que con don Curro, el cajista Gomez Pastrana y los demas, vitorea entusiasmado mientras levanta en lo alto de su fusil el chaco manchado de sangre de un frances, advierte al fin la enormidad de lo ocurrido. En un instante, los defensores de Monteleon, ademas de cautivar al comandante y a varios oficiales de la columna enemiga, han hecho un centenar de prisioneros. Por eso le sorprende tanto que el capitan don Luis Daoiz, inmovil y pensativo en medio del tumulto, en vez de participar de la alegria general, tenga el rostro cenudo y ausente, palido como si un rayo hubiera caido a sus pies.
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