la punteria. Otro balazo tintinea en la culata de un canon, y el rebote, que pasa a un palmo del capitan, alcanza en la garganta al artillero Pascual Iglesias, que se derrumba con el atacador en las manos, vomitando sangre como un jarameno apuntillado. Llama Daoiz para que releven al caido, pero ninguno de los artilleros guarecidos en la puerta del parque se atreve a ocupar el puesto. Acude en su lugar un soldado de Voluntarios del Estado llamado Manuel Garcia, veterano de rostro aguileno, patillas frondosas y piel atezada.

– ?No se agrupen junto a los canones! -grita Daoiz-. ?Dispersense un poco!… ?Busquen resguardo!

Es inutil, comprueba. A los paisanos que todavia no se amilanan y aflojan, poco hechos a los rudimentos de tactica militar, su propio ardor los expone demasiado. Otra descarga francesa acaba de cobrarse las vidas del vecino del barrio Vicente Fernandez de Herosa, alcanzado cuando traia cartuchos para los fusiles, y del mozo de pala de tahona Amaro Otero Mendez, de veinticuatro anos, a quien el ama, Candida Escribano -que observa la lucha escondida tras la ventana de su panaderia-, ve caer pasado de dos balazos, tras batirse junto a sus companeros Guillermo Degrenon Derber, de treinta anos, Pedro del Valle Prieto, de dieciocho, y Antonio Vigo Fernandez, de veintidos. Agarrando al caido, los tres panaderos lo cargan hasta el convento, sin poder evitar que por el camino -su sangre les chorrea por los brazos- muera desangrado. Al regreso, apenas pisan la calle, una nueva fusilada francesa hiere en la cabeza, de gravedad, a Guillermo Degrenon, alcanza en el pecho a Antonio Vigo y mata en el acto a Pedro del Valle. En solo diez minutos, la panaderia de la calle de San Jose pierde a sus cuatro mozos de tahona.

Charles Tristan de Montholon, comandante en funciones de coronel del 4.? regimiento provisional de infanteria imperial, comprueba que todos los botones de su casaca estan abrochados segun las ordenanzas, se ajusta bien el sombrero y saca el sable. Esta harto de que a sus soldados los cacen uno a uno. Asi que, tras recibir los informes de sus capitanes de compania y las malas noticias de los westfalianos, que siguen bloqueados en la esquina de San Jose con San Bernardo, resuelve poner toda la carne en la sarten. El ataque simultaneo por las tres calles no progresa, sus hombres sufren demasiadas bajas, y los mensajes del cuartel general son cada vez mas irritados y acuciantes. «Acabe con eso», ordena, laconico, el ultimo, firmado de puno y letra por Joachim Murat. De modo que, ordenando un repliegue tactico, Montholon no ha dejado en primera linea mas que a los de Westfalia y a destacamentos de tiradores para que hostiguen desde terrazas y tejados. El resto de la fuerza lo concentrara en un solo punto.

– Iremos en columna cerrada -ha dicho a sus oficiales-. Desde la fuente Nueva, calle de San Jose adelante, hasta el parque mismo. Bayonetas caladas, y sin detenerse… Yo ire a la cabeza.

Los oficiales terminan de disponer a los hombres y se situan en sus puestos. Montholon comprueba que la columna imperial es una masa compacta, erizada de ochocientas bayonetas, que ocupa toda la calle; y que los soldados jovenes, al verse amparados entre sus camaradas, muestran mas confianza. Para abrir la marcha ha escogido a los mejores granaderos del regimiento. El ataque en columna cerrada es, ademas, temible especialidad del ejercito imperial. Los campos de batalla de toda Europa atestiguan que resulta dificil soportar la presion de un ataque frances en columnas, formacion que expone a los hombres a sufrir mayor castigo durante el avance, pero que, dirigida por buenos oficiales y con tropas entrenadas, permite llevar hasta las filas enemigas, a modo de ariete, una cuna compacta y disciplinada, de gran cohesion y potencia de fuego. Decenas de combates se han ganado asi.

– ?Viva el Emperador!

La corneta de ordenes emite la nota oportuna, y en el acto empiezan a redoblar los tambores.

– ?Adelante!… ?Adelante!

Azul, solida, impresionante por su tamano y el brillo de las bayonetas, con ritmico ruido de pasos, la columna se pone en marcha embocando San Jose. Montholon camina en cabeza, expuesto como el que mas, con la extrana sensacion de irrealidad que siempre le produce entrar en combate: los movimientos mecanicos, el adiestramiento y la disciplina, reemplazan la voluntad y los sentimientos. Procura, por otra parte, que la aprension a recibir un balazo se mantenga relegada al rincon mas remoto de su pensamiento.

– ?Adelante!… ?Paso ligero!

El ritmo de las pisadas se acelera y resuena ahora en toda la calle. Montholon escucha a su espalda la respiracion entrecortada de los hombres que lo siguen, y al frente la fusilada de los que cubren el ataque. Mientras avanza, los ojos del joven comandante no pierden detalle: los soldados muertos, la sangre, los impactos de metralla y balas en las fachadas de las casas, los cristales rotos, la tapia de Monteleon, el convento de las Maravillas mas alla del cruce con San Andres, la puerta del parque algo mas lejos, con los canones y el grupo de gente que se arremolina en torno. Uno de los canones hace fuego, y la bala, que llega alta, golpea el alero de un tejado, arrojando sobre la columna francesa una lluvia de ladrillo desmenuzado, yeso y tejas rotas. Despues, un espeso tiroteo estalla desde la tapia y la puerta.

– ?Apretad el paso!

Los espanoles no disponen de metralla, confirma con jubilo el comandante frances. Volviendose a medias, echa un vistazo a su espalda y comprueba que, pese a los disparos que derriban a algunos hombres, la columna sigue su marcha, imperturbable.

– ?Paso de carga! -grita de nuevo, enardeciendo a la gente para el asalto-… ?Viva el Emperador!

– ???Viva!!!

Ahora si tienen al fin, concluye Montholon, la victoria al alcance de la mano.

Reuniendo a cuantos hombres puede en el patio, Pedro Velarde, el sable desnudo, se echa con ellos a la calle.

– ?Calad bayonetas!… ?Ahi vienen!

Aunque muchos se quedan parapetados en la puerta o disparando desde las tapias, lo siguen afuera cinco Voluntarios del Estado y media docena de paisanos, entre los que se cuentan el cerrajero Molina y los restos de la partida del hostelero Fernandez Villamil, con el platero Antonio Claudio Dadina y los hermanos Muniz Cueto.

– ?No van a pasar! -aulla Velarde, ronco de furia y de polvora-… ?Esos gabachos no van a pasar! ?Me ois?… ?Viva Espana!

Entre confuso tiroteo, el grupo se ve reforzado por gente de la partida de Cosme de Mora, que retrocede en desorden desamparando la casa de la esquina de San Andres que hace rato tomaron al asalto con Velarde, y por paisanos sueltos: el estudiante Jose Gutierrez, el peluquero Martin de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, el cajista de imprenta Gomez Pastrana, don Curro Garcia y el joven Francisco Huertas de Vallejo, que han logrado llegar hasta alli por el convento de las Maravillas. Se congregan asi en torno a los canones, incluyendo a los que manejan las piezas, medio centenar de combatientes, incluidas Ramona Garcia Sanchez, que permanece cerca del capitan Daoiz, y Clara del Rey, que con su marido e hijos sigue atendiendo el canon que manda el teniente Arango.

– ?Aguantad!… ?Bayonetas y navajas!… ?Aguantad!

El agrupamiento se paga con sangre, pues facilita la punteria de los tiradores desplegados por los edificios y tejados cercanos. Recibe asi un balazo en un pie la joven de diecisiete anos Benita Pastrana, que morira de la infeccion a los pocos dias. Tambien caen heridos el jornalero de diecisiete anos Manuel Illana, el soldado asturiano de Voluntarios del Estado Antonio Lopez Suarez, de veintidos, y recibe un disparo en la cabeza el aserrador Antonio Matarranz y Sacristan, de treinta y cuatro.

– ?Ahi vienen!… ?Ahi llegan!

Con la manga de la casaca, Luis Daoiz se enjuga el sudor de la frente y levanta el sable. Dos de los tres canones estan cargados, y sus sirvientes los empujan a toda prisa para enfilar la calle de San Jose, por donde se acerca, a paso de carga y bayonetas por delante, la inmensa columna francesa, imperturbable en su avance aunque la gente del capitan Goicoechea, desde las ventanas del parque, la fusila con cuanto tiene. De los demas oficiales que acudieron a presentarse por la manana, apenas hay rastro. Deben de estar, piensa agriamente Daoiz, vigilando con mucho denuedo la pacifica retaguardia. En cuanto a la fuerza enemiga que se encuentra a punto de caerle encima, el veterano capitan de artilleria sabe que no hay modo de detener su ataque, y que cuando las disciplinadas bayonetas francesas lleguen al cuerpo a cuerpo, los defensores acabaran arrollados sin remedio. Solo queda, por tanto, rendirse o morir matando. Y antes que verse ante un peloton de ejecucion -de eso no lo libra nadie, si lo cogen vivo-, Daoiz es partidario de acabar alli, de pie y sable en mano. Cual debe hacer, a tales alturas, un hombre que, como el, no esta dispuesto a levantarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. Antes prefiere levantarsela a cuantos franceses pueda. Por eso, desentendiendose del mundo y de todo, el capitan

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