El joven permanece en el umbral, espiando las inmediaciones. Parecen tranquilas, aunque hacia la plaza Mayor suenan tiros sueltos. Alcanza a ver un hombre muerto: un paisano boca abajo en la acera, a quince pasos.

«Espero -se dice- que mi padre haya logrado escapar».

Luego piensa en los otros. En toda la gente dispersa con la ultima arremetida francesa. Antes de echar a correr tuvo tiempo de ver a alguno con las manos levantadas, rindiendose. No le gustaria estar en su pellejo, concluye, con tanto gabacho muerto en la plaza.

– ?Quiere un poco de pan?

Garcia Velez no ha probado bocado desde que salio de su casa, muy temprano. Asi que va a sentarse en la escalera, junto a la muchacha que le ofrece medio pan de los dos que lleva en una cesta. No es ni fea ni bonita. Dice llamarse Antonia Nieto Colmenar, costurera y vecina del barrio, con casa junto a la iglesia de Santiago. Habia salido a comprar en la plaza cuando se vio sorprendida por las cargas de los franceses, y busco refugio.

– Tienes sangre en la falda, chica -observa el zapatero.

– Tambien usted la lleva en las manos y en la cabeza.

Sonrie el joven, mirando el rojo oscuro que se coagula en sus dedos y en la navaja. Luego se toca la herida del pelo. Le escuece.

– La de las manos es sangre francesa -dice, pavoneandose un poco.

– La mia es del hombre muerto ahi afuera. Me arrodille a socorrerlo, pero no pude hacer nada. Luego vine aqui… Por culpa de esta sangre no me han dejado entrar en ninguna casa. Todo era verme y cerrar la puerta, los que abrian… La gente no quiere problemas.

El zapatero escucha distraido mientras mordisquea el pan con voracidad, pero el tercer bocado se hace imposible de tragar, a causa de la boca seca. Daria la vida, decide, por un cuartillo de vino. Con ese pensamiento se levanta y sube por la escalera, llamando a tres o cuatro puertas. Nadie abre ni atiende a sus voces, asi que vuelve a bajar, resignado.

– Cobardes hijos de Satanas… Son peores que los gabachos.

Encuentra a la joven observando la calle, con su cesta al brazo.

– Se ve todo tranquilo. Voy a irme a casa.

A Garcia Velez no le parece buena idea. Hay franceses por todas partes, dice. Y no respetan nada.

– Deberias esperar un poco.

– Llevo mucho rato fuera. Mi madre estara preocupada.

Tras mirar con cautela a uno y otro lado de la calle, la muchacha se recoge un poco la falda con una mano y camina apresurada y temerosa. Desde el portal, Garcia Velez la ve alejarse. En ese momento, hacia los Consejos, oye cascos de caballos; se vuelve y ve a cinco coraceros franceses que trotan calle arriba. Al descubrir a la chica, espolean sus monturas y cruzan frente al portal, gritando de jubilo. Viendolos pasar, el zapatero blasfema para sus adentros. La pobrecita no tiene ninguna posibilidad de escapar.

«Y aqui se acaba tu suerte, companero.»

Es lo que se dice a si mismo, resuelto a encarar lo inevitable. Despues, con el chasquido de siete muescas cachicuernas, Pablo Garcia Velez abre la navaja.

En la ventana del segundo piso de una casa de la calle Mayor, desde donde observa tras una persiana, el oficial de la Biblioteca Real Lucas Espejo, de cincuenta anos, que vive con su madre invalida y una hermana soltera, ve a cinco coraceros franceses perseguir a una joven, que corre delante de los caballos hasta que estos la atropellan y derriban. Tres de los jinetes siguen adelante, pero los otros hacen caracolear a sus monturas en torno a la muchacha, que se incorpora aturdida. De improviso, intenta escapar. Un coracero se inclina desde la silla y la agarra brutal por el pelo. Ella se debate furiosa, le muerde la mano, y el frances la derriba de un sablazo.

– Dios mio -murmura Lucas Espejo, apartando a su hermana, que pretende acercarse a mirar.

Horrorizado, el oficial de la Biblioteca Real esta a punto de retirarse de la ventana cuando, de un portal proximo, ve salir a un hombre joven con alpargatas, faja, chaleco y en mangas de camisa, que se arroja navaja en mano contra el coracero, apunala al caballo en el cuello hasta hacerle doblar las patas delanteras, y aferrandose al jinete, encaramado sobre la montura, le clava al frances una y otra vez la navaja de dos palmos de hoja por la escotadura de la coraza, antes de que el segundo coracero, acercandose por detras, lo mate de un tiro de pistola a bocajarro.

Una granizada de balas francesas obliga a meterse dentro a los tres hombres que combaten parapetados tras los colchones, en el balcon que da a la calle de San Jose, frente a la tapia del parque de Monteleon.

– Esto se pone feo -dice el dueno de la casa, don Curro Garcia, apurando el chicote de un cigarro habanero.

La botella de anis, que rueda vacia a sus pies, no le afloja el pulso. Ha estado disparando su escopeta de postas, con eficacia de cazador, sobre los franceses que asoman por la esquina de San Bernardo. Pero el fuego enemigo, cada vez mas intenso, apenas permite ya asomar la cabeza. Junto a don Curro, el joven de dieciocho anos Francisco Huertas de Vallejo tiene la boca amarga y aspera, llena de un desagradable sabor a polvora. Sus labios y lengua estan grises, pues ha mordido y metido en el cano del fusil, con sus respectivas balas, diecisiete de los veinte cartuchos de papel encerado -cada uno contiene una bala y la carga necesaria para el disparo- que le dieron antes de empezar el combate. Nadie ha traido mas municion desde el parque de artilleria, difuminado entre la humareda de los canonazos y el fogonear de los disparos. Lo ha intentado el cajista de imprenta Vicente Gomez Pastrana, que hace rato quemo su ultimo cartucho y ahora se apoya en la pared del revuelto salon de la casa -hay impactos de bala en el techo y astillazos en los muebles-, con las manos en los bolsillos y mirando disparar a sus companeros. Hace un rato quiso ir en busca de municion, pero los enemigos estan muy cerca, su fuego es graneado y no hay quien salga a la calle. Abajo no queda nadie, y en las otras viviendas, tampoco. De un momento a otro, ha dicho preocupado el cajista, los gabachos pueden aparecer en la escalera.

– Habria que irse -sugiere.

– ?Por donde?

– Por detras. Al convento de las Maravillas.

Francisco Huertas muerde otro cartucho, mete polvora y bala en el canon, y usando el papel encerado como taco lo presiona todo con la baqueta. Luego mueve la cabeza, poco convencido. Aquello no se parece a lo que imaginaba cuando, al oir el tumulto, salio de casa de su tio dispuesto a batirse por la patria. En realidad esta empezando a batirse por si mismo. Para seguir vivo.

– Yo creo que deberiamos juntarnos con los del parque. Alli podemos seguir luchando.

– Por la calle, imposible -opone Gomez Pastrana-. Los mosius estan a veinte pasos y no se puede cruzar… A lo mejor yendo por los patios llegamos hasta nuestros canones. Seguir aqui es quedarnos en la ratonera.

Indeciso, Francisco Huertas consulta con el dueno de la casa. Don Curro se rasca las patillas grises y mira alrededor, impotente. Aquel es su hogar, y no le apetece dejarselo al enemigo.

– Vayanse ustedes -dice al fin, hosco-, que yo me quedo.

– Los gabachos estan al llegar.

– Por eso mismo… ?Que dirian mis vecinos, si desamparo esto!

– Pues bien que lo han desamparado ellos.

– Cada uno es cada cual.

Resulta imposible determinar si el valor de don Curro proviene de que defiende su casa o de la botella vacia que hay en el suelo. Prudente, agachado tras los colchones, el joven Huertas se asoma al balcon para echar un ultimo vistazo. Los uniformes azules son cada vez mas numerosos en la esquina con San Bernardo, hostigados por los Voluntarios del Estado que tiran desde las ventanas altas del parque. Calle de San Jose abajo, frente a la puerta principal de Monteleon, los tres canones siguen disparando a intervalos, y algunos paisanos todavia hacen fuego desde las casas contiguas. Junto a las piezas de artilleria permanece un grupo numeroso de hombres y algunas mujeres, indiferentes al hecho de hallarse al descubierto en mitad de la calle enfilada por la mosqueteria enemiga.

– Yo me voy -concluye, metiendose dentro.

El cajista Gomez Pastrana aparta la espalda de la pared.

– ?Adonde?

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