infanteria del ejercito mas poderoso del mundo. Tampoco Montholon alberga dudas. Cuando empiece el ataque, la defensa de los sublevados se desmoronara en un momento.

– Vamos alla de una vez.

– A la orden.

Suenan toques de corneta, redoblan las cajas de los tambores, el capitan Hiller saca su sable, grita «Viva el Emperador» y se planta en mitad de la calle mientras los noventa y seis soldados de su compania se ponen en movimiento. Avanzan primero los tiradores saltando de puerta en puerta, seguidos por filas de infantes que se pegan a las fachadas y caminan tras los oficiales. Desde su esquina, el comandante los ve progresar por ambos lados de la calle de San Jose mientras crepita la fusileria y la humareda se extiende como niebla baja. Por los redobles que llegan de las cercanias, Montholon sabe que en ese instante se registra un movimiento similar en la calle de San Pedro, junto al convento de monjas, y que los westfalianos, escarmentados de su experiencia anterior, avanzan tambien por San Bernardo. La idea es que tres ataques simultaneos confluyan en la puerta misma del parque.

– Algo no va bien -dice Labedoyere, que ha permanecido junto a Montholon.

Muy a su pesar, este opina lo mismo. Pese a la granizada de fusileria que cae sobre los canones rebeldes, los espanoles aguantan. Innumerables fogonazos relumbran entre la humareda. Un estampido hace temblar las fachadas y arroja un proyectil que restalla contra los muros, haciendo saltar fragmentos de yeso, ladrillo y astillas. A poco empiezan a aparecer soldados franceses que regresan heridos, apoyandose en las paredes o dando traspies, traidos a rastras por sus camaradas. Uno es el capitan Hiller con el rostro ensangrentado, pues un rebote se le acaba de llevar el chaco, hiriendolo en la frente.

– No se arrugan -informa mientras se quita la sangre de los ojos, se hace vendar y vuelve a meterse, estoico y profesional, en la humareda.

Viendolo irse, Labedoyere tuerce el gesto.

– Me parece que no va a ser tan facil -comenta.

Montholon le impone silencio con una orden seca.

– Avance con su compania.

Labedoyere se encoge de hombros, saca el sable, hace redoblar el tambor, grita «calen bayonetas» y luego «adelante» a sus hombres, y se mete en la neblina de polvora detras de Hiller, seguido por ciento dos soldados que agachan la cabeza cada vez que relumbra enfrente un rosario de fogonazos.

– ?Adelante!… ?Viva el Emperador!… ?Adelante!

En su esquina, inquieto, el comandante Montholon se roe la una del dedo anular de la mano izquierda, donde luce un sello de oro con el escudo familiar. Es imposible, piensa, que en un episodio de orden publico, sucio, oscuro, sin gloria, unos cuantos insurrectos desharrapados resistan a los vencedores de Jena y Austerlitz. Pero el capitan Labedoyere tiene razon. No va a ser facil.

La bala le entra a Jacinto Ruiz por la espalda, saliendole por el pecho. Desde cinco o seis pasos de distancia, Luis Daoiz lo ve erguirse como si de pronto hubiese recordado algo importante. Despues el teniente suelta el sable, se mira aturdido el orificio de salida en la tela rota de su casaca blanca, y al fin, sofocado por la sangre que le sale de la boca, cae primero sobre el canon y luego al suelo, resbalando contra la curena.

– ?Recojan a ese oficial! -ordena Daoiz.

Unos paisanos agarran a Ruiz y se lo llevan parque adentro, pero Daoiz no dispone de tiempo para lamentar la perdida del teniente. Dos artilleros y cuatro de los civiles que atienden los canones han caido ya bajo la granizada de balas que los franceses dirigen contra las piezas, y varios de los que ayudan a cargar y apuntar se encuentran heridos. A cada momento, en cuanto los enemigos logran acercarse un poco y afirmar su fuego, nuevos abejorros de plomo pasan zumbando, golpean el metal de los canones o hacen saltar astillas de las curenas. Mientras Daoiz mira en torno, el roce de un balazo hace vibrar con tintineo metalico la hoja del sable que tiene apoyada en el hombro. Al echar un vistazo, comprueba que el impacto ha hecho en esta una mella de media pulgada.

«De aqui no salgo vivo», se dice otra vez.

Mas zumbidos y chasquidos alrededor. A Daoiz le duelen la espalda y el pecho por la tension de los musculos que esperan recibir un tiro de un momento a otro. Otro artillero que sirve el canon del teniente Arango, Sebastian Blanco, de veintiocho anos, se lleva las manos a la cabeza y se desploma con un gemido.

– ?Mas gente ahi!… ?No desatiendan esa pieza!

Satisfecho, Daoiz observa que, aun batiendose muy expuestos en mitad de la calle, al descubierto, los canones se manejan con regularidad y razonable eficacia, y sus andanadas, aunque de bala rasa, infunden respeto a los franceses, junto con el feroz fuego de fusileria que se hace por la tapia y las ventanas altas del parque, donde el capitan Goicoechea y sus Voluntarios del Estado se ganan el jornal. Desde las casas de enfrente y el huerto de las Maravillas, los paisanos, todavia con buen animo, tambien disparan o alertan sobre movimientos enemigos. Daoiz observa que uno de ellos abandona su refugio, corre veinte pasos bajo el fuego para registrar los bolsillos de un frances muerto junto a la arcada del convento, y tras desvalijarlo regresa a la carrera, sin un rasguno.

– ?Hay gabachos agrupandose alli! ?Van a cargarnos a la bayoneta!

– ?Traed metralla!… ?Hay que tirarles con metralla!

Los saquetes de lona cargados con balas de mosquete o fragmentos de metal se han terminado hace rato. Alguien trae un talego relleno con piedras de chispa para fusil.

– Es lo que hay, mi capitan.

– ?Quedan mas de estos?

– Otro.

– Siempre es mejor que nada… ?Cargad la pieza!

Uniendo sus esfuerzos a los de los sirvientes, Daoiz ayuda a apuntar el canon hacia San Bernardo. Una bala enemiga golpea junto a su mano derecha, resonando metal contra metal, y cae al suelo aplastada, del tamano de una moneda. Ayudan al capitan el artillero Pascual Iglesias y un chispero de veintisiete anos, achulado y con buena planta, llamado Antonio Gomez Mosquera. Como las ruedas de la curena se traban en los escombros de la calle, Ramona Garcia Sanchez, que sigue trayendo cartuchos del parque o agua para que se refresquen canones y artilleros, ayuda a los que empujan.

– ?Los veo flojos, senores soldados! -zahiere guasona, resoplando con los dientes apretados, un hombro contra los radios de una rueda. Con el esfuerzo se le ha roto la redecilla del pelo, que le cae sobre los hombros.

– Ole las mujeres bravas -dice Gomez Mosquera, garboso, echandole un vistazo al corpino algo suelto de la maja.

– Menos verbos, galan. Y mas punteria… Que me he encaprichado de un abanico con plumeros de los gabachos, para ir el domingo a los toros.

– Eso esta hecho. Prenda.

Apenas situado el canon, el artillero Iglesias clava la aguja en el fogon, ceba con un estopin y levanta la mano.

– ?Pieza lista!

– ?Fuego! -ordena Daoiz, mientras se apartan todos.

Es Gomez Mosquera quien aplica el botafuego humeante. Con una violenta sacudida de retroceso, el canon envia su andanada de piedras de fusil convertidas en metralla a los franceses agrupados a cincuenta pasos. Aliviado, Daoiz ve como el grupo enemigo se deshace: algunos soldados caen y otros corren, despejando aquel lugar de la calle. Desde la tapia y balcones proximos, los tiradores aplauden a los artilleros. Ramona Garcia Sanchez, despues de limpiarse la nariz con el dorso de la mano, piropea al capitan con mucho garbo.

– Vivan los senores oficiales guapos, aunque sean bajitos. Y viva la madre que los pario.

– Gracias. Pero vayase, que disparan otra vez.

– ?Irme?… De aqui no me sacan ni los moros de Murat, ni la emperatriz Agripina, ni el desaborio de Naboleon Malaparte en persona… Yo solo salto por el rey Fernando.

– Que se vaya, le digo -insiste Daoiz, malhumorado-. Estar al descubierto es peligroso.

Sonrie con media boca la maja, ahumada la cara de polvora, mientras se anuda un panuelo en torno a la cabeza para recogerse el pelo. El sudor, observa Daoiz, le oscurece la camisa en las axilas.

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