– Perfecto. Que refuerce a los westfalianos inmediatamente… ?Mil quinientos hombres bastaran para planchar a esa chusma, maldita sea!
– Supongo, Alteza.
– ?Lo supone?… ?Que cono que lo supone?
En la plazuela de Anton Martin, situada a media subida de Atocha hacia la plaza Mayor, al manolo Miguel Cubas Saldana, que tras batirse en la puerta de Toledo pudo escapar refugiandose en San Isidro, se le acaba la suerte. Ha llegado hasta alli peleando donde podia, unido a un pequeno grupo que al final se ve disperso por una andanada de metralla. Aturdido Saldana por el impacto, sangrando por los oidos y la nariz, cuando levanta la cabeza del suelo se encuentra rodeado de bayonetas francesas. Mientras lo llevan a empujones, tambaleante y maniatado, en direccion al Prado, el manolo observa con desconsuelo que se apaga la resistencia de los que pelean en las callejas proximas. Apoyada por un canon que bate la ancha avenida, la infanteria francesa avanza de casa en casa, disparando de modo preventivo hacia cada balcon, ventana o bocacalle. Por tierra hay numerosos muertos y heridos que nadie retira.
Poco despues de que Cubas Saldana caiga prisionero, las dos ultimas partidas que combaten en Atocha y Anton Martin son aniquiladas. Acosados hasta la puerta de una corrala de la Magdalena, ametrallados por el canon que tira desde la plaza, caen Francisco Balseyro Maria, jornalero de cuarenta y nueve anos, la gallega de treinta Manuela Fernandez, herida en la cabeza por una esquirla, y el sirviente asturiano Francisco Fernandez Gomez, a quien la metralla arranca el brazo derecho. De esa cuadrilla solo consiguen escapar el cabrero Matias Lopez de Uceda, moribundo de un balazo, y dos hombres tambien heridos que lo transportan: su hijo Miguel y el jornalero palentino Domingo Rodriguez Gonzalez. Dando un rodeo intentan dirigirse al Hospital General, sin que en ninguna de las casas a las que llaman se les abra ni socorra.
– ?Dispersaos!… ?Salvese quien pueda!
El otro grupo corre la misma suerte. Deshecho a metrallazos, en plena fuga, caen junto a la calle de la Flor, cazados como conejos, el musico de veintisiete anos Pedro Sesse y Mazal el criado de la Inclusa Manuel Anvias Perez, de treinta y tres, y el mozo de cuerda leones Fulgencio Alvarez, de veinticuatro. Este ultimo, al que dan alcance los franceses por ir herido en una pierna, se defiende con su navaja hasta que lo rematan a bayonetazos. No es mucho mejor la suerte que corre el joven de dieciocho anos Donato Archilla y Valiente, a quien su compadre y companero de combate Pascual Montalvo, panadero, que huye con el por la calle del Leon, ve capturar y llevarse atado calle del Prado abajo. Desprendiendose en un portal del sable frances que lleva en la mano, Montalvo camina detras de su amigo, siguiendolo de lejos para ver adonde lo conducen y procurar, si puede, su liberacion. Poco despues, escondido tras unos setos del paseo del Prado, lo vera fusilar en las tapias de Jesus Nazareno, en compania de Miguel Cubas Saldana.
No todos los muertos en Anton Martin son combatientes. Tal es el caso del cirujano de ochenta y dos anos Fernando Gonzalez de Pereda, que fallece de un balazo junto a la fuente de la plaza cuando, con algunos camilleros voluntarios, socorre a las victimas de uno y otro bando. Como el, varios medicos, cirujanos y mozos de hospital caen hoy mientras realizan su tarea humanitaria: el cirujano Juan de la Fuente y Casas, de treinta y dos anos, muere cuando intenta cruzar la plazuela de Santa Isabel con enfermeros y material sanitario; Francisco Javier Aguirre y Angulo, medico de treinta y tres anos, recibe un balazo de un centinela frances mientras atiende a unos heridos abandonados en la calle de Atocha; y a Carlos Nogues y Pedrol, catedratico de clinica de la universidad de Barcelona, una bala le rompe la cadera cuando, tras atender a innumerables heridos en la puerta del Sol, se retira a su casa de la calle del Carmen. Caen tambien Miguel Blanco Lopez, de sesenta anos, enfermero de la sacramental de San Luis; el mancebo de cirugia Saturnino Valdes Regalado, que con otro companero transporta en camilla a un herido por la calle de Atocha; y el capellan de las Descalzas Jose Cremades Garcia, a quien los franceses matan de un tiro mientras da los auxilios espirituales a un moribundo, en la puerta misma de la iglesia.
De las muertes que hoy enlutan Madrid, la mas singular y misteriosa, nunca del todo aclarada, es la de Maria Beano: la mujer bajo cuyo balcon pasaba temprano cada dia, visitandola por las tardes, el capitan Pedro Velarde. Aun joven y hermosa, viuda de un oficial de artilleria, respetada por sus vecinos y de honorabilidad sin tacha, esa madre de cuatro hijos pequenos, un varon y tres hembras, lleva toda la manana con la ventana abierta, reclamando noticias del parque de Monteleon. Y cuando al fin le confirman que los artilleros luchan alli con los franceses, se precipita al tocador, peina sus cabellos, ordena su vestido, toma una toquilla negra y se echa a la calle tras encomendar sus hijos a una criada vieja y fiel, sin mas explicaciones. De ese modo, corriendo por las calles, «demudado el rostro y descompuesta de ansiedad», segun testimoniaran mas tarde quienes se cruzan con ella, Maria Beano se dirige al parque de artilleria, probando suerte por diversos lugares para aventurarse por las calles que alli conducen. Pero el cerco es absoluto, y nadie puede ir mas alla de los destacamentos que bloquean cada acceso. Rechazada por los soldados imperiales, contenida a duras penas por algunos vecinos que intentan disuadirla de su empeno, la viuda termina desasiendose de quienes la estorban, deja atras un reten frances, y sin atender los gritos de los centinelas corre calle de San Andres arriba, hasta que la mata una bala. El cuerpo, sobre un charco de sangre y envuelto en la toquilla negra, permanecera todo el dia tirado en la acera. Tan extrana conducta, el secreto de su afan por llegar al parque de Monteleon, quedara velado para siempre por las sombras del misterio.
Ajeno a la muerte de Maria Beano, el capitan Velarde supervisa desde hace cuarenta y cinco minutos el fuego de los hombres apostados en el edificio y bajo el arco del parque de Monteleon. Luis Daoiz le ha pedido que no se exponga junto a los canones, con objeto de que tome el mando en caso de que el caiga. En este momento Velarde se encuentra junto a la entrada, dirigiendo a los tiradores que, tumbados alli y encaramados a un andamio apoyado en la tapia, protegen con su mosqueteria a los que afuera sirven las cuatro piezas. Los franceses solo han adelantado infanteria hasta las calles proximas, sin fuego de canon, y Velarde esta satisfecho de como van las cosas. Artilleros y Voluntarios del Estado se baten con oficio y firmeza, y casi todos los paisanos hacen su papel, sosteniendo un fuego que, si bien no es muy preciso, tiene a los atacantes en respeto. Aun asi, el capitan observa preocupado que los tiradores enemigos, saltando de portal en portal y de casa en casa, estan cada vez mas cerca. Eso obliga a algunos civiles a retroceder, abandonando la esquina con San Bernardo y San Andres. Los franceses han ocupado un primer piso en esta ultima calle, y desde alli hostigan a quienes transportan heridos aL convento de las Maravillas. Dispuesto a desalojarlos, Velarde reune un pequeno grupo formado por el escribiente Almira -el otro escribiente, Rojo, esta sirviendo un canon con el teniente Ruiz-, los Voluntarios del Estado Julian Ruiz, Jose Acha y Jose Romero, y el criado de la calle Jacometrezo Francisco Maseda de la Cruz.
– ?Vengan conmigo!
A la carrera, uno tras otro, los seis hombres cruzan la calle, pasan entre los canones y se pegan a la fachada de enfrente. Desde alli, por senas, Velarde indica a Luis Daoiz cuales son sus intenciones. El comandante del parque, que permanece de pie en medio del tiroteo, sereno como si estuviese de paseo, hace un gesto que podria interpretarse como afirmativo; aunque tambien, sospecha Velarde, puede haberse encogido de hombros. De cualquier modo, el capitan avanza con los otros pegado a la pared, protegiendose de portal en portal, hasta llegar al deposito de esparto donde se encuentra la partida del almacenista de carbon Cosme de Mora.
– ?Cuantos son ustedes? -pregunta Velarde.
– Quince, senor oficial.
– La mitad, conmigo.
Saliendo a la calle uno por uno, a intervalos que les marca el propio Velarde, Almira, los tres Voluntarios del Estado, Maseda, Cosme de Mora y seis mas, pasan corriendo el cruce de San Jose con San Andres y se reunen al otro lado.
– Somos trece -murmura Maseda-. Mal numero.
– ?Silencio!… Calen bayonetas.
Obedecen los Voluntarios del Estado, con movimientos mecanicos y profesionales. Varios paisanos los imitan, torpes.
– Algunos no tenemos bayoneta, senor oficial -dice el lencero Benito Amegide y Mendez. -Pues a culatazos,