centinelas meten dentro a otro prisionero. De ese modo, a medida que sus captores los traen atados, sangrando y maltratados, llegan el contador del Ayuntamiento Gabino Fernandez Godoy, de treinta y cuatro anos, y el corredor de letras de cambio aragones Gregorio Moreno y Medina, de treinta y ocho.

– Nos van a fusilar, seguro -insiste el de antes.

– No sea usted cenizo, hombre… ?Habrase visto mala sombra!

No todos los fusilamientos se hacen esperar. En algunos lugares de Madrid, los franceses pasan de las represalias individuales a las ejecuciones en grupo, sin juicio previo. En la zona oriental de la ciudad, apenas se despeja de resistencia la amplia alameda del paseo del Prado, los funcionarios del Resguardo de Recoletos y otros paisanos capturados con las armas en la mano son empujados a culatazos hasta la fuente de la Cibeles, donde se les obliga a desnudarse para no estropear la ropa con las balas y la sangre. En la calle de Alcala, asomado a un balcon del palacio del marques de Alcanices, el oficial de contaduria Luis Antonio Palacios ve traer del Buen Retiro a una de esas cuerdas de prisioneros, custodiada por mucha tropa francesa. Tumbado en el balcon para no recibir un balazo desde abajo, con un catalejo para observar mejor la escena, Palacios reconoce entre los prisioneros a algunos de los funcionarios del Resguardo y a un amigo suyo, de familia distinguida, llamado Felix de Salinas Gonzalez. Aterrado, el contador ve a traves de la lente como a Salinas, tras despojarlo de su levita y su reloj, lo hacen arrodillarse y le disparan en la cabeza, desde atras. A su lado ve caer, uno tras otro, a los aduaneros Gaudosio Calvillo, Francisco Parra y Francisco Requena, y al hortelano de la duquesa de Frias Juan Fernandez Lopez.

Atruena de punta a punta, entre turbonadas de humo de polvora, la calle de San Jose, frente al parque de Monteleon. Las balas crepitan por todas partes, punteadas por estampidos y fogonazos de artilleria.

– ?Cubrirse! -grita ronco el capitan Daoiz-. ?Los que no esten en los canones, que se protejan!

Los franceses han aprendido la leccion de los dos fracasos anteriores: no intentan ya forzar el asalto, sino que aprietan el cerco desde San Bernardo, Fuencarral y la Palma, destacando tiradores que hacen fuego graneado sobre los defensores del parque. De vez en cuando, resueltos a apoderarse de un zaguan o a desalojar un edificio, lanzan ataques puntuales, con grupos reducidos que avanzan pegados a las casas; pero sus esfuerzos se ven obstaculizados por el fuego de los paisanos parapetados en las viviendas proximas, el de los Voluntarios del Estado que disparan desde el tercer piso del edificio del parque, y el de los cuatro canones situados ante la puerta que enfilan las calles a lo largo, en todas direcciones. Aun asi, entre quienes sirven las piezas de artilleria o combaten tumbados en la acera junto a la tapia, hay varias bajas. Muy castigado por los tiradores franceses, con las balas estrellandose sobre sus cabezas o rebotando en el suelo, el grupo del hostelero Fernandez Villamil, cegado por el humo de las descargas, se ve obligado a retirarse al interior del parque, luego que la fusilada enemiga mate al mendigo de Anton Martin -nunca llegara a saberse su nombre- y hiera en la cabeza a Antonio Claudio Dadina, platero de la calle de la Gorguera, a quien los hermanos Muniz, con los fusiles terciados a la espalda y a gatas por el suelo bajo las balas francesas, arrastran por los pies hasta poner en resguardo.

– ?Solo quedan dos saquetes de metralla, mi capitan!

– Usad bala rasa… Y guardad los saquetes para cuando los franceses esten mas cerca.

– ?A la orden!

De pie entre los canones, paseandose con el sable apoyado en el hombro como si estuviera en una parada militar, el semblante en apariencia tranquilo, Luis Daoiz dirige con mucho oficio el fuego de los que sirven las cuatro piezas, mientras el tiroteo enemigo busca su cuerpo. La fortuna, sin embargo, sonrie al capitan: ninguno de los moscardones de plomo que pasan zumbando da en el blanco.

– ?Ruiz!

El teniente Ruiz, que ayuda a cargar una de las piezas de a ocho libras, se yergue entre el humo de la refriega. Esta mas palido que la casaca de su uniforme, pero los ojos le brillan enrojecidos de fiebre.

– ?A sus ordenes, mi capitan!

Una bala roza la charretera derecha de Daoiz, haciendole sentir un hondo vacio en el estomago. Esto no puede durar mucho, piensa. De un momento a otro, esos cabrones se haran conmigo.

– Mire aquellos franceses que se agrupan en la esquina de San Andres. ?Cree que podra alcanzarlos con un disparo?

– Si movemos el canon unos pasos alla, podria intentarse.

– Pues a ello.

Otras dos balas francesas zumban entre los dos hombres. El teniente Ruiz mira de donde provienen con aire molesto, como si algun inoportuno maleducado se inmiscuyera en la conversacion. Buen muchacho, piensa Daoiz. Nunca lo habia visto antes de hoy, pero le gusta el tenientucho. Desea que salga de esta.

– ?Alonso!… ?Portales!… ?Ayuden a mover esta pieza!

El cabo segundo Eusebio Alonso y el artillero valenciano de treinta y tres anos Jose Portales Sanchez, que acaban de municionar un canon cuyo fuego dirige el teniente Arango, acuden con la cabeza baja, esquivando balazos, y empujan las ruedas de la curena. A medio camino es alcanzado Portales, que se desploma sin abrir la boca. Al verlo caer, una mujer de buen palmito que, desafiando el tiroteo, remangada la basquina, trae dos cartuchos de canon desde la puerta del parque, se une al grupo.

– ?Quitese de ahi, senora! -la intima el cabo Alonso.

– ?Quitate tu, malasombra!

La maja -lo sabran mas tarde los artilleros- se llama Ramona Garcia Sanchez, tiene treinta y cuatro anos y vive en la cercana calle de San Gregorio. Al poco rato la releva un artillero. No es la unica que en este momento participa en el combate. La inquilina del numero 11 de la calle de San Jose, Clara del Rey y Calvo, de cuarenta y siete anos, ayuda al teniente Arango y al artillero Sebastian Blanco a cargar y apuntar uno de los canones, en compania de su marido, Juan Gonzalez, y sus tres hijos. Otras mujeres traen cartuchos, vino o agua para los que pelean. Entre ellas esta la joven de diecisiete anos Benita Pastrana, vecina del barrio, que salio a la calle al saber herido a su novio Francisco Sanchez Rodriguez, cerrajero de la plazuela del Gato. Tambien combaten la malaguena Juana Garcia, de cincuenta anos; la vecina de la calle de la Magdalena Francisca Olivares Munoz; Juana Calderon, que tumbada en un zaguan carga y pasa fusiles a su marido Jose Begui; y una muchachita quinceanera que cruza a menudo la calle sin inmutarse por las descargas francesas, llevando en el delantal municion para su padre y el grupo de paisanos que disparan contra los franceses desde el huerto de las Maravillas, hasta que en una descarga cerrada cae muerta por una bala. El nombre de esta joven nunca llegara a saberse con certeza, aunque algunos testigos y vecinos afirman que se llama Manolita Malasana.

– ?Que el parque de artilleria que? -pregunta Murat, fuera de si.

Alrededor del duque de Berg, instalado en el Campo de Guardias con toda su plana mayor y fuerte escolta, sus generales y edecanes tragan saliva. Los partes de bajas propias son estremecedores. El capitan Marcellin Marbot -quien acaba de informar de que la infanteria del coronel Friederichs ha tomado la puerta del Sol, pero continuan los combates en Anton Martin, Puerta Cerrada y la plaza Mayor- ve a Murat estrujar entre las manos el informe del comandante del batallon de Westfalia, empenado en el parque de Monteleon. Alli, la resistencia de los sublevados esta siendo tenaz. Los artilleros, reforzados con algunos soldados, se han unido al pueblo. Sus canones, bien situados en la calle, hacen estragos.

– Quiero que los borren de la faz de la tierra -exige Murat-. Inmediatamente.

– Se esta en ello, Alteza. Pero tenemos muchas bajas.

– Me importan poco las bajas. ?A ver si nos enteramos de una vez!… ?Me importan un rabano!

Murat, que se ha inclinado sobre el plano de Madrid extendido en una mesa de campana, golpea con el dedo un punto de la parte superior: un contorno cuadrangular rodeado de calles rectas, que hasta ahora traia a todos sin cuidado. Monteleon. Ni siquiera tiene un nombre en el plano.

– ?Quiero que se tome a cualquier precio! ?Me oyen? ?A cualquier precio!… Esos canallas necesitan un escarmiento ejemplar… A ver, Lagrange. ?A quien tenemos cerca?

El general de division Joseph Lagrange, que hoy oficia de ayudante personal del duque de Berg, echa un vistazo al mapa y consulta las notas que le muestra un edecan. Parece aliviado al confirmar que, en efecto, disponen de alguien en las inmediaciones.

– El comandante Montholon, Alteza. Coronel en funciones del Cuarto de infanteria. Espera ordenes con un batallon entre la puerta de Santa Barbara y la de los Pozos.

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