permite llevar a varios heridos hasta la botica de don Mariano Perez Sandino, en la vecina calle de Santiago, que su propietario mantiene abierta desde que empezaron los combates. Entre los alli atendidos se cuenta Manuel Calvo del Maestre, oficial de archivo del Ministerio de la Guerra y veterano de la campana del Rosellon, que tiene un carrillo destrozado de un balazo. Al poco rato llegan el guarnicionero Remon, con los dedos de una mano cercenados por un sable frances, y el criado de la embajada francesa Tomas Guervo, que grita de dolor mientras contiene con ambas manos sus tripas abiertas. Segun comenta el preso Francisco Xavier Cayon, que trae al herido, Guervo parece el caballo de un picador despues de que lo empitone un toro.
– ?Alto el fuego!… ?No gastemos mas cartuchos!
Tumbados en la esquina de las calles de San Jose y San Bernardo, al extremo de la tapia de Monteleon, los hombres de la partida de Jose Fernandez Villamil cargan y disparan sus fusiles, ensordecidos por las detonaciones, irritados los ojos por el humo de la polvora quemada. Han salido desde el huerto de las Maravillas por iniciativa propia, antes de tiempo, y disparan a ciegas, derrochando municion para nada. Los franceses que se acercaban al parque -veinte hombres y un oficial queriendo entrar en el recinto- hace rato que desaparecieron calle abajo, ahuyentados a tiros, a excepcion de dos cuerpos inmoviles en el suelo, junto a la Visitacion, y un herido que se arrastra hacia la fuente de Matalobos. Imponiendose al fin a sus companeros, el hostelero de la plazuela de Matute logra que dejen de disparar. Se incorporan mirandose unos a otros, desconcertados. En la confusion del primer tiroteo salieron todos a la calle contraviniendo las ordenes del capitan Velarde, que les habia encargado permanecer ocultos en el huerto del convento. La escaramuza real, intensa de fuego, apenas duro un minuto; pero el tiroteo se prolongo un rato, ya sin objeto, a causa del ardor de los voluntarios, a quienes solo las advertencias de los soldados del cuartel han impedido meterse en San Bernardo detras de los franceses fugitivos.
– ?Esos no paran de correr!
– ?Recuerdos a Napoleon, mosius!
– ?Cobardes!… ?Les hemos dado para el pelo!
Ahora se abren un poco las puertas del parque, y el capitan Luis Daoiz, con semblante hosco, sale y se dirige a grandes zancadas hacia Fernandez Villamil y su gente. Viene sin sombrero, y pese a las charreteras de la casaca azul, el sable y las botas altas, su pequena estatura no impondria gran cosa, de no ser por la autoridad de su aire resuelto y la mirada furiosa que perfora a los paisanos.
– ?No vuelvan a desobedecer las ordenes!… ?Me oyen?… ?Ustedes se someten a la disciplina militar, o se van todos a casa!
Protesta debilmente el hostelero, arropado por su gente. Solo pretendian ayudar, argumenta. Al ver a los franceses, creyeron su deber unirse a los que disparaban.
– De los franceses se han encargado, y muy bien, el capitan Goicoechea y los Voluntarios del Estado -lo corta Daoiz-. Aqui cada uno tiene su obligacion. La de ustedes es quedarse en el huerto, como les dijo don Pedro Velarde, hasta que salgan los canones.
– ?Pero si los hemos hecho correr como conejos! ?Esos no vuelven!
– Era solo una patrulla despistada. Vendran mas, se lo aseguro. Y no sera tan facil ahuyentarlos la proxima vez… ?Les queda municion?
– Alguna queda, senor oficial.
– Pues no malgasten la que tienen. Hoy cada bala vale una onza de oro. ?Entendido?… Ahora, regresen a sus puestos inmediatamente.
– A sus ordenes.
– Eso. A ver si es verdad. A mis ordenes.
Desde el primer piso de la casa contigua, en el balcon protegido por los colchones de don Curro Garcia, el joven Francisco Huertas de Vallejo asiste a la conversacion del artillero y la gente de Fernandez Villamil. Esta sentado en el suelo, la espalda apoyada en la pared y el mosquete entre las piernas, y experimenta una extrana sensacion de euforia. Durante la escaramuza ha disparado dos de los veinte cartuchos que traia en los bolsillos, y ahora se lleva a los labios la tercera copa de anis que el dueno de la casa acaba de ofrecerles a el y al cajista de imprenta Gomez Pastrana. Para celebrar, argumenta, el bautismo de fuego.
– Tiene razon ese capitan -dice don Curro, filosofico, fumando con parsimonia el resto de su cigarro habanero-. Sin disciplina, Espana se iria al carajo.
Esta vez Francisco Huertas apenas prueba el licor. Alguien se acerca a la carrera desde el otro extremo de la calle, dando voces junto al convento de las Maravillas. Los tres hombres empunan sus armas y se incorporan, asomandose a mirar desde el balcon. Quienes llegan, sin aliento, son el estudiante Jose Gutierrez, el peluquero Martin de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, que estaban de avanzadilla en la esquina de las calles San Jose y Fuencarral. Por las trazas, traen prisa.
– ?Gabachos!… ?Vienen mas gabachos!… ?Ahora es por lo menos un regimiento!
En un abrir y cerrar de ojos, la calle se vacia, El capitan Daoiz da tres o cuatro ordenes secas y se encamina despacio a la puerta del parque, con mucha serenidad y sin descomponer el paso. Jose Gutierrez y los suyos se meten en el huerto del convento con la partida del hostelero Fernandez Villamil. En balcones y ventanas, soldados y paisanos se agachan, ocultandose lo mejor que pueden.
– ?Queriamos bailar?… Pues ahi traen la musica -comenta don Curro, amartillando su escopeta tras despachar, con mirada ya un poco turbia, la cuarta copita de anis.
Cuando las puertas de Monteleon se cierran tras Luis Daoiz, el teniente Rafael de Arango, que supervisa la traida de cargas de polvora para balas de canon y las hace apilar en lugar seguro cerca de la entrada, observa que Pedro Velarde va al encuentro de su superior, que ambos discuten en voz baja, y que Daoiz mueve la cabeza con ademan rotundo, senalando los cuatro canones dispuestos junto a la entrada. Despues, los dos capitanes se acercan a las piezas recien engrasadas, pulidas y relucientes en sus curenas.
– ?Los militares, a formar! -ordena Daoiz.
Sorprendidos, Arango, Velarde, los otros oficiales, los dieciseis artilleros y los Voluntarios del Estado que estan en el patio se alinean en dos grupos, junto a los canones. Tambien el capitan Goicoechea y los suyos se asoman arriba, por las ventanas. Daoiz se adelanta tres pasos y mira a los hombres casi uno por uno, impasible. Luego saca el sable de la vaina.
– Hasta ahora -dice en voz alta y clara-, todo cuanto ha ocurrido aqui es de mi exclusiva responsabilidad, y de ello respondere ante mis superiores, mi patria y mi conciencia… En lo que pase a partir de ahora, las cosas son diferentes. Quien se una al grito que me dispongo a dar, no podra volverse atras… ?Esta claro?
Una pausa. El silencio es mortal. A lo lejos empieza a oirse el redoble de un tambor que se aproxima. Todos saben que se trata de un tambor frances.
– ?Viva el rey don Fernando Septimo! -grita Daoiz-. ?Viva la libertad de Espana!
El teniente Arango, por supuesto, grita con todos. Sabe que a partir de ese momento no podra alegar que solo cumple ordenes, pero el honor militar le impide hacer otra cosa. De los demas, oficiales o soldados, nadie se queda callado: dos sonoros «?viva!» de respuesta atruenan el patio. Sin poderse contener, exaltado como suele, Pedro Velarde rompe la formacion, saca su espada y la levanta, cruzandola en alto con la de Daoiz.
– ?Muertos antes que esclavos! -exclama a su vez.
Un tercer oficial se adelanta de las filas. Es el teniente Jacinto Ruiz, con paso vacilante por la fiebre, que se acerca a los dos capitanes, saca tambien su sable y sin decir una palabra cruza su hoja con las otras dos. Tropas y oficiales los vitorean. Por su parte, Rafael de Arango permanece inmovil en la fila, el sable en la vaina. Resignado. El joven tiene la boca seca y amarga como si hubiera masticado granos de polvora. Se batira, por supuesto, si no queda otro remedio. Hasta la muerte, como es su obligacion. Pero malditas las ganas que tiene de morir alli.
Impresionados, la boca abierta de estupor, el almacenista de carbon Cosme de Mora y su gente se mantienen con la cabeza baja y en silencio, espiando a los franceses por las rendijas de las puertas y tras los postigos entornados de las ventanas. Los quince hombres, entre los que se cuentan Antonio y Manuel Amador y su hermanito Pepillo, ocupan el almacen de un espartero que da a la calle de San Jose, situado en la planta baja de una casa vecina al convento de las Maravillas.
– Madre del Amor Hermoso -murmura entre dientes el carpintero Pedro Navarro.