– ?Llegan mas gabachos!
En la calle de San Jose, ante el parque de Monteleon, el capitan Daoiz contiene a los paisanos que, envalentonados, quieren ir al encuentro de los franceses que se acercan. Esta vez los imperiales vienen sin redoble de tambores; aunque, segun las avanzadillas que regresan a la carrera para informar, son numerosos.
– No nos precipitemos, muchachos. Dejadlos que se aproximen y los escarmentaremos mejor.
El tuteo complace a los paisanos, satisfechos por verse tratados de igual a igual por el capitan de artilleria. El cerrajero Molina, que se ha ofrecido a tender una emboscada cerca de la fuente Nueva, convence a los suyos de que el senor oficial tiene razon y lo mejor es seguir sus instrucciones. Asi que Luis Daoiz, tras recomendar prudencia, ahorro de municion y mantenerse a cubierto, envia a Molina y su gente a las casas de la esquina con San Andres. Contando la cuadrilla traida por el cerrajero, Daoiz tiene ahora bajo su mando a poco mas de cuatrocientas personas entre artilleros, Voluntarios del Estado y gente civil, con el refuerzo de una docena de mujeres resueltas. Estas incluso ayudan a sacar a la calle los cuatro canones que, tras hacer buen papel en la emboscada de la puerta, el capitan ordena colocar afuera. Cubriran la transversal de San Jose en ambas direcciones, hacia San Bernardo y la fuente de Matalobos por la derecha y hacia Fuencarral y la fuente Nueva por la izquierda, enfilando tambien hacia abajo la calle de San Pedro, que desde la misma puerta del parque discurre perpendicular junto al convento de las Maravillas. El problema consiste en que los canones, con municion para treinta tiros -y solo unos pocos saquetes improvisados de metralla-, seran servidos por gente al descubierto, expuesta al fuego frances sin otra proteccion que los tiradores apostados en las ventanas del parque, encima de la tapia y en los edificios cercanos; cuya municion, pese a que artilleros y soldados trabajan en el polvorin encartuchando a toda prisa bajo la vigilancia del sargento Lastra, no supera los veinte o treinta disparos por fusil.
– A tus ordenes, Luis. Estan listos los canones.
Daoiz, que observa preocupado las esquinas de la calle de San Jose, preguntandose por cual asomara el enemigo, se vuelve al oir la voz de Pedro Velarde. Siguiendo sus instrucciones, este ha supervisado la instalacion de las cuatro piezas: tres enfilando cada posible eje de la progresion enemiga y otra dispuesta a ser orientada en una u otra direccion, segun las necesidades. Con cada canon hay una dotacion de artilleros reforzada por voluntarios civiles para municionar y mover las curenas. El plan consiste en que Velarde dirija la defensa desde el interior del cuartel mientras Daoiz manda personalmente el fuego de canon, asistido por los tenientes Arango y Ruiz -este ultimo se ha ofrecido voluntario, pues sirvio como artillero en el campo de Gibraltar-. Humean los botafuegos en las manos de cada cabo de pieza, y todos, militares y paisanos, miran expectantes a los dos capitanes. La fe ciega que Daoiz advierte en sus rostros, las sonrisas bravuconas y confiadas, las mujeres que van de un canon a otro repartiendo vino a los artilleros o llevando cartuchos al huerto y las casas cercanas, inquietan a este, No saben, piensa, lo que nos espera.
– ?Mandaste al muchacho? -pregunta Velarde.
Asiente Daoiz. A esas horas, el cadete de Voluntarios del Estado Juan Vazquez Afan de Ribera, a quien se le ha confiado la mision a causa de su juventud y agilidad, debe de correr como un gamo por la calle de San Bernardo, llevando un escrito para el capitan general de Madrid. En pocas lineas, y mas a instancias de Velarde que por autentica esperanza de que sirva para algo, Daoiz, como comandante del parque de Monteleon, explica las razones por las que se baten con los franceses, expresa su resolucion de resistir hasta el final y pide ayuda a sus camaradas
– Vete adentro, Pedro -le dice a Velarle-. Y que Dios nos la depare buena.
Sonrie el otro. Parece a punto de decir algo; tal vez una frase que tiene preparada para la ocasion. Conociendolo como lo conoce, a Daoiz no le sorprenderia en absoluto. Al cabo, Velarde se limita a encoger los hombros.
– Buena suerte, mi capitan.
– Buena suerte, amigo mio.
– ?Viva Espana!
– Que si, hombre. Vete adentro de una vez.
– A tus ordenes.
Daoiz se queda inmovil, viendo a Velarde desaparecer dentro del parque. Genio y figura, piensa. Luego se vuelve a los que aguardan junto a los canones. Alguien grita desde un balcon que los franceses estan a punto de doblar la esquina. Daoiz traga saliva, suspira y saca el sable.
– ?Todos a sus puestos! -ordena-. ?Fuego a mi voz!
En la esquina de la calle de la Palma con San Bernardo, Juan Vazquez Afan de Ribera, cadete de la 2? compania, 3? batallon de Voluntarios del Estado, se detiene a tomar aliento. Con la agilidad de sus doce anos, ha bajado a la carrera desde el parque de Monteleon, llevando el mensaje del capitan Daoiz en la vuelta izquierda de la manga de su casaca, y ahora se dispone a atravesar una zona descubierta. El hecho de que el cruce de calles este desierto, sin un alma a la vista ni vecinos en los balcones, le da mala espina. Pero el comandante del parque, al despedirlo hace un rato, encarecio lo importante de la mision.
– De usted depende -le dijo- que nos socorran o no.
El jovencisimo aspirante a oficial se pasa una mano por el pelo revuelto y sudoroso. Ha dejado el sombrero en el cuartel para ir mas desembarazado, y solo lleva al cinto su daga de cadete. Con ojos suspicaces observa los alrededores. Nadie a la vista, comprueba de nuevo. Las puertas estan cerradas, los postigos echados, las tiendas tienen puestos los tablones por fuera. Y reina un silencio inquietante, roto a intervalos por algunos disparos lejanos.
Hay que decidirse, piensa el muchacho. El mensaje de socorro de sus companeros parece quemarle en la manga. Prudente, recordando las ensenanzas recibidas en la escuela militar, reflexiona sobre el recorrido que va a hacer en la siguiente carrera. Cruzara la calle hasta el guardacanton de enfrente, y de alli seguira hasta el carro abandonado en la puerta de lo que parece una posada. Ojala, se dice, no haya tiradores enemigos cerca. Luego respira hondo tres veces, agacha la cabeza, y echa a correr de nuevo.
Recibe el tiro casi antes de escucharlo. Un golpe en el pecho y un chasquido. Pero no siente dolor. Creo que me han disparado, concluye. Tengo que salir de aqui. Ayudame, Dios mio. De pronto advierte que tiene la cara pegada al suelo y que todo se vuelve oscuro. Tengo que entregar el mensaje, piensa angustiado. Hace un esfuerzo para levantarse, y muere.
La llegada de mas infanteria enemiga por San Jeronimo y desde Palacio ha hecho insostenible la situacion en la puerta del Sol. El suelo esta cubierto de cadaveres de franceses y espanoles, caballos muertos, sangre y escombros. Desiertos balcones y ventanas, marcados los edificios con viruela de balas y metralla, el lugar queda al fin en manos imperiales. En los ultimos combates, huyendo hacia las calles proximas o luchando como perros acorralados, caen el carbonero de veinticuatro anos Andres Cano Fernandez, Juan Alfonso Tirado, de ochenta anos, el jornalero Felix Sanchez de la Hoz, de veintitres, y muchos otros que, sin poder escapar, quedan heridos o presos. Mientras huyen calle Montera arriba, una descarga mata al tejedor septuagenario Joaquin Ruesga y a la manola de Lavapies Francisca Perez de Parraga, de cuarenta y seis anos. El ultimo disparo espanol en la puerta del Sol lo hace, con una carabina y desde su casa -situada cerca de la esquina con Arenal-, el oficial de la Real Loteria Jose de Fumagal y Salinas, de cincuenta y tres anos, a quien la fusilada francesa que llega como respuesta deja muerto sobre los hierros del balcon, ante los ojos espantados de su esposa. Y abajo, junto a la fuente de la Soledad, el maestro de esgrima Pedro Jimenez de Haro, que salio a batirse en compania de su primo el tambien maestro de armas Vicente Jimenez, cae tras verselas a sablazos con un grupo de dragones franceses mientras el primo, desarmado por los imperiales, es hecho prisionero. A golpes, los franceses llevan a Vicente Jimenez a las covachuelas de San Felipe, bajo las gradas de la iglesia, donde estan concentrando a cuantos capturan cerca. Alli es puesto con otros hombres que aguardan a que se decida su suerte.
– Nos van a fusilar -comenta alguien.
– Ya veremos.
En la penumbra de la covacha, unos rezan y otros blasfeman. Alguno confia en una intervencion de las autoridades espanolas, y no falta quien manifiesta su esperanza en un alzamiento general de los militares contra los franceses; pero el comentario solo suscita un silencio esceptico. De vez en cuando se abre la puerta y los