Pinilla, el zapatero de viejo Francisco Doce Gonzalez, el guarda de la Casa de Campo Leon Sanchez y el maestro veterinario Manuel Fernandez Coca. Entre todos mataron a un oficial y dos soldados franceses cerca de la casa del arzobispo de Toledo, lo que dio lugar a que los imperiales asaltaran la vivienda, saqueandola con mucho estrago. Ahora, acosada por jinetes franceses, la cuadrilla se dispersa. Sanchez y Fernandez Coca escapan hacia la plazuela del Cordon, y el resto hacia la Cava Alta, donde una bala de fusil destroza las piernas de Andres Pinilla y otra mata al zapatero Doce Gonzalez. Cuando los supervivientes -los tres Guardias Walonas, un medico militar de treinta y un anos llamado Esteban Rodriguez Velilla, el peon de albanil Joaquin Rodriguez Ocana y el vizcaino Cayetano Artua, dependiente del marques de Villafranca- intentan parapetarse tras dos carros abandonados al pie de las escaleras de Cuchilleros, un peloton de infanteria imperial baja desde la puerta de Guadalajara disparando contra todo lo que se mueve.

– ,Vamonos!… ?Aprisa!… ?Vamonos de aqui!

Cogidos entre dos fuegos, caen heridos de muerte el albanil y el vizcaino, escapan Monsak, Franzmann y Weller escaleras arriba, y a Esteban Rodriguez Velilla, que tocado de bala en un muslo pretende refugiarse en la posada de la Soledad, donde vive, un coracero lo alcanza y derriba de dos sablazos, uno de los cuales le abre la cabeza y otro le deja un tajo hondo en el cuello. Malherido, desangrandose, el medico se arrastra de portal en portal hasta Puerta Cerrada, donde unos vecinos piadosos, de los pocos que se aventuran a asomarse a la calle, lo recogen y llevan a la posada. Sale al patio su joven esposa, Rosa Ubago, espantada por el aspecto del marido, que viene exanime y empapadas las ropas de sangre. En ese momento entran detras varios soldados enemigos, que han visto retirar al herido y pretenden rematarlo.

– Coquin! Salaud! -lo insultan los imperiales, enfurecidos.

Llueven empujones y culatazos, maltratan a la mujer, huyen los vecinos, dejan los franceses por muerto a Rodriguez Velilla y saquean el lugar. El medico agonizara penosamente hasta morir al decimo dia, maltrecho por las heridas y golpes. Retirada a Galicia, su viuda Rosa Ubago, segun una carta familiar que sera conservada, no volvera a casarse «en respeto a la memoria del que murio como un heroe».

– ?Vivan los valientes!… ?Que Dios los bendiga!… ?Viva Espana!

Los gritos los da una monja, sor Eduarda de San Buenaventura: una de las cinco religiosas de velo que, con otras catorce profesas, una priora y una subpriora, residen en el convento de clausura de las Maravillas, justo enfrente del parque de Monteleon. A diferencia de sus companeras, sor Eduarda no atiende a los heridos que traen de la calle, ni ayuda al capellan don Manuel Rojo a administrarles auxilio espiritual. Se encuentra encaramada a una de las ventanas del convento que dan a la puerta del parque, enardeciendo a los hombres que luchan y arrojandoles a traves de la reja estampas de santos y escapularios, que los combatientes recogen, besan y se meten entre la ropa.

– ?Quitese de ahi, hermana, por el amor de Dios! -le ruega la superiora, madre sor Maria de Santa Teresa, intentando retirarla de la ventana.

– ?Salve! ?Salve! -sigue gritando la religiosa, sin hacer caso-. ?Viva Espana!

Los canonazos han roto los vidrios del crucero y las ventanas del convento, convertido en hospital de campana. Atrio, templo, locutorio y sacristia albergan a los heridos que llegan sin cesar, y largos regueros rojos, que al principio las monjas limpiaban con bayetas y cubos de agua y ahora a nadie preocupan, manchan corredores y pasillos. Olvidadas las rejas y la clausura, abierta la cancela y los portones de la calle, las carmelitas recoletas van y vienen con hilas, vendajes, bebidas calientes y alimentos, sus habitos y delantales manchados de sangre. Algunas llegan hasta la puerta para hacerse cargo de los combatientes que vienen destrozados por las balas y la metralla, traidos por companeros o por sus propios medios, tambaleantes, cojeando mientras intentan taponarse las heridas.

– ?Vivan los valientes!… ?Viva la Inmaculada madre de Jesus!

Algunos se persignan al escuchar las voces de sor Eduarda. Desde la calle, donde sigue junto a los canones, Luis Daoiz observa a la monja asomada a la ventana, temiendo que una bala fria o un rebote de metralla la despache al otro mundo. Hace falta estar como una cabra, concluye. O ser patriota hasta las cachas. Aunque no es hombre aficionado a estampas piadosas ni gasta mas rezos que los imprescindibles, el capitan acepta una medallita de la Virgen que un paisano le entrega a instancias de la monja.

– Para el senor oficial, ha dicho.

Daoiz coge la medalla y la contempla en la palma de la mano. Hay gente para todo. De cualquier manera, concluye, aquello no hace mal a nadie, y el entusiasmo de la religiosa es de agradecer. Ademas, su presencia en la ventana anima a los que luchan. Asi que, procurando lo vean quienes estan cerca, besa con gravedad la medalla, se la mete en el bolsillo interior de la casaca y luego saluda a la monja con una inclinacion de cabeza. Eso atiza los gritos y el entusiasmo de esta.

– ?Vivan los oficiales y los soldados espanoles! -grita desde su reja-. ?No desmayen, que Dios los mira desde el Cielo!… ?Alli los espera a todos!

El cabo Eusebio Alonso, negro de polvora, costra de sangre seca en la frente y el bigote chamuscado por los fogonazos, que limpia el anima de uno de los canones de a ocho libras, se queda mirando a la monja con la boca abierta y luego se vuelve hacia Daoiz.

– Por mi, que espere. ?No le parece, mi capitan?

– Eso mismo estaba pensando yo, Alonso. Tampoco es cosa de ir con prisas.

Dos manzanas de casas mas alla, en el tramo de la calle Fuencarral comprendido entre las de San Jose y la Palma, el comandante en funciones de coronel Charles Tristan de Montholon, jefe del 4.° regimiento provisional de la brigada Salm-Isemburg, la division de infanteria, se asoma prudente a una esquina y echa un vistazo. El comandante es apuesto y de buena familia, hijastro del diplomatico, senador y marques de Semonville, antano intransigente revolucionario y hoy bien situado en el circulo intimo del Emperador. Esa favorable conexion familiar tiene mucho que ver con el hecho de que Charles de Montholon ostente a los veinticinco anos de edad una alta graduacion militar, aunque en su hoja de servicios figuren mas tareas de estado mayor junto a generales influyentes que combates en primera linea. Lo que el joven coronel no puede imaginar en esta turbulenta manana de mayo junto al parque de artilleria de Madrid -cuyo nombre, Monteleon, tiene singular semejanza con su apellido familiar-, es que el futuro le reserva, ademas del grado de mariscal de campo y el titulo de conde del Imperio, un puesto de observador privilegiado de los ultimos dias del Emperador, cuyos ojos cerrara tras acompanarlo en la isla de Santa Helena. Mas para eso faltan todavia trece anos. De momento esta en Madrid, al sol, sombrero bajo el brazo y panuelo en mano para enjugarse la frente, en compania de dos oficiales; su corneta de ordenes y un interprete.

– Que los tiradores intenten despejar la calle y eliminar a los que sirven los canones… El ataque sera simultaneo: los westfalianos desde San Bernardo y la Cuarta compania por esa otra calle… ?Como se llama?

– San Pedro. Desemboca en la puerta misma del parque.

– Por San Pedro, entonces. Y desde aqui, la Segunda y Tercera companias por San Jose. Tres puntos a la vez daran a esos barbaros en que pensar mientras les caemos encima. Asi que vamos alla… Muevanse.

Los capitanes que acompanan a Montholon se miran entre si. Se llaman Hiller y Labedoyere. Son veteranos, fogueados en campos de batalla de media Europa y no entre edecanes y mapas de cuartel general.

– ?No conviene esperar a que lleguen los canones? -pregunta Hiller, cauto-. Quiza sea mejor barrer antes la calle con metralla.

Montholon hace un mohin desdenoso.

– Podemos arreglarnos solos. Son pocos militares y algunos paisanos. Apenas tendran tiempo de disparar una andanada y les habremos caido encima.

– Pero los de Westfalia han recibido lo suyo.

– Fueron confiados y torpes. No perdamos mas tiempo.

Seguro de la tropa bajo su mando, el comandante mira alrededor. Desde hace rato, mientras avanzadas de tiradores hacen fuego de diversion sobre los canones enemigos, el grueso de la fuerza de asalto toma posiciones esperando la orden de avanzar. Desde la fuente Nueva hasta la puerta de los Pozos, la calle Fuencarral esta llena de casacas azules, calzones blancos, polainas y chacos negros de la infanteria de linea imperial. Los soldados son jovenes, como de costumbre en Espana, aunque encuadrados por cabos y suboficiales disciplinados y con experiencia. Quiza por eso se muestran tranquilos pese a los cadaveres de camaradas que se ven a lo lejos, tirados en la calle. Desean vengarlos, y verse numerosos les inspira confianza. Se trata, a fin de cuentas, de la

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