direccion y abandono el camino, detras de la cabana destripada. Alli se detuvo. Escucho.

No habia nadie. Todo estaba en silencio. las llamas se habian extinguido hacia bastante rato; solo las grandes pilas de madera humeaban aun, y habia ascuas rojas bajo las cenizas y el carbon. Mas valiosos que el oro, habian sido esos rectangulares montones de ceniza. Pero de los negros esqueletos de las barracas y cabanas no brotaba humo; y habia huesos medio calcinados entre las cenizas.

Se escondio detras de la cabana de radio. Ahora tenia la mente mas activa y lucida que nunca. Habia dos posibilidades. Primera: un ataque extraplanetario. Davidson vio la torre dorada en el muelle espacial de Centralville. Pero si al Shackleton le hubiera dado por la pirateria, ?por que iba a empezar borrando del mapa un campamento pequeno, en lugar de tomar Centralville? No, tenia que ser una invasion, seres de otro planeta. Alguna raza desconocida, o quiza los cetianos o los hainianos, que habian decidido ocupar las colonias terrestres. Davidson nunca habia confiado en esos malditos humanoides sabihondos. Sin duda, habian arrojado una bomba de calor aqui Y las fuerzas invasoras, con aviones, carros voladores, bombas nucleares, bien podian estar ocultas en una de las islas, o en un arrecife, o en cualquier paraje del Cuadrante del Sudeste. Tenia que volver al helicoptero, dar la alarma y luego tratar de echar un vistazo a los alrededores, hacer un reconocimiento e informar sobre la situacion al Cuartel General. Estaba levantandose cuando oyo las voces.

No eran voces humanas. Un parloteo ininteligible, agudo, susurrante. Gente de otros mundos.

Se estiro en el suelo, detras del techo de plastico deformado por el calor, parecido a unas alas de murcielago extendidas. Davidson se quedo muy quieto y presto atencion.

Cuatro creechis venian por el camino, a pocos metros de donde el se encontraba. Eran creechis salvajes; excepto los flojos cinturones de cuero de los que pendian cuchillos y bolsitos, iban totalmente desnudos.

Ninguno de ellos usaba los pantalones cortos y el collar de cuero que se suministraba a los creechis domesticados. Los Voluntarios del pabellon habian sido incinerados sin duda junto con los humanos.

Se detuvieron a corta distancia de su escondrijo, hablando en ese lento parloteo, y Davidson contuvo el aliento. No queria que lo descubriesen. ?Que diablos estaban haciendo aqui? Solo podian estar actuando como espias e informadores de las fuerzas invasoras.

Uno de ellos hablo senalando el sur, y cuando volvio la cabeza Davidson le vio la cara.

Y la reconocio. Los creechis parecian todos iguales, pero este era diferente. No hacia un ano que Davidson le habia marcado toda la cara. Era el loco furioso que le habia atacado en Central, el homicida, el ninito mimado de Lyubov. ?Que diantres estaba haciendo aqui?

La mente de Davidson funciono rapidamente, cambio de onda. Se incorporo repentinamente, alto, tranquilo, fusil en mano.

—?Quietos, creechis! ?Alto ahi! ?Ni un paso mas! ?No os movais!

La voz de Davidson restallo como un latigazo. Las cuatro criaturas verdes quedaron inmoviles. La de la cara estropeada le miro a traves de los escombros negros con unos ojos inmensos, inexpresivos, sin ninguna luz.

—Contestad ahora. Este incendio, ?quien lo provoco?

No hubo respuesta.

—Contestad ahora mismo: ?Rapido-volando! Si no contestais, quemo primero a uno, luego a otro, luego a otro, ?entendido? Este incendio, ?quien lo provoco?

—Nosotros quemamos el campamento, capitan Davidson —dijo el de Central, con una voz baja y extrana que a Davidson le parecio casi humana —. Todos los humanos estan muertos.

—?Vosotros lo quemasteis? ?Que quieres decir?

Por alguna razon no podia recordar el nombre de Caracortada.

—Habia aqui doscientos humanos. Y noventa de mi gente, todos esclavos. Novecientos de mi pueblo salieron de los bosques. Primero matamos a los humanos en el sitio del bosque donde cortaban los arboles; luego matamos a los que quedaban aqui, mientras ardian las casas. Pense que tambien usted habria muerto. Me alegro de verle, capitan Davidson.

Era una locura, y por supuesto una mentira. No podian haberlos matado a todos, a Ok, a Birno, a Van Sten, y a todos los demas, doscientos bombeo alguno tendria que haberse salvado. Los creechis no tenian armas, solo arcos y flechas. Y de todas maneras, era imposible que lo hubiesen hecho. Los creechis no peleaban, no mataban, no hacian la guerra. Eran una especie intermedia no agresiva, siempre victimas. No se defendian.

Nunca masacrarian a doscientos hombres de un solo golpe. Era una locura. El silencio, el vago y nauseabundo olor a quemado en la larga y calida luz del anochecer, el verde palido de las caras y esos ojos que le miraban sin pestanear, todo era nada, un sueno absurdo, una pesadilla.

—?Quien hizo esto por vosotros?

—Novecientos de mi gente —dijo Caracortada con esa maldita voz que casi parecia humana.

—No, eso no. ?Quien mas? ?Quien dio las ordenes? ?Quien dijo que lo hicierais?

—Mi mujer.

Hasta ese momento Davidson no habia notado la tension contenida pero clara en la actitud de la criatura; sin embargo, cuando se le fue encima, el salto fue tan solapado y felino que Davidson, tomado por sorpresa, erro el tiro: le quemo el brazo o el hombro, no pudo meterle la bala entre los ojos tal corno habia pensado. Y ahora le tenia encima, y le atacaba con tanta furia que herido y todo, y a pesar de ser la mitad de grande y tener la mitad de peso de Davidson, consiguio hacerle perder el equilibrio y derribarle. Davidson habia confiado en su fusil y no habia previsto el ataque. Aquellos brazos eran delgados pero fuertes, y la pelambrera era aspera al tacto. Mientras Davidson luchaba con unas y dientes para liberarse, la criatura cantaba.

Ahora Davidson estaba tirado en el suelo boca arriba, inmovilizado, desarmado. Cuatro caras verdosas le miraban sin parpadear. Caracortada seguia tarareando algo apenas audible, pero muy parecido a una melodia. Los otros tres escuchaban, sonriendo y mostrando los dientes. Davidson nunca habia visto sonreir a un creechi. Nunca habia mirado desde abajo la cara de un creechi. Siempre desde arriba. Desde su altura. Trato de no forcejear, pues por el momento toda resistencia era inutil. Aunque pequenos, le superaban en numero, y ahora Caracortada tenia el fusil. Habia que esperar. Pero sentia un malestar, una nausea que le crispaba y le sacudia el cuerpo de arriba abajo. Las manos diminutas le sujetaban contra el suelo sin esfuerzo, las caras verdes se movian y sonreian encima de el.

Caracortada termino de cantar. Se arrodillo sobre el pecho de Davidson, un cuchillo en una mano, el fusil de Davidson en la otra.

—Usted no sabe cantar, capitan Davidson ?verdad que no? Muy bien, entonces, puede correr hasta el helicoptero, y huir, y avisar al coronel en Central que este sitio ha sido incendiado y que los humanos han muerto.

Sangre, de un rojo tan impresionante como el de la sangre humana, empapaba la pelambrera del brazo derecho del creechi. La zarpa verde blandia el cuchillo. La cara afilada, entrecruzada de cicatrices le miraba desde muy cerca, y Davidson veia ahora la luz extrana que ardia en lo probando de aquellos los negros como el carbon. La voz era siempre suave y tranquila.

Le soltaron.

Davidson se puso de pie con cautela, todavia atontado por el golpe que habia recibido al caer. Ahora los creechis se habian apartado, conscientes de que los brazos de Davidson eran dos veces mas largos que los suyos; pero Caracortada no era el unico que estaba armado; habia otro fusil apuntandole a las tripas. Y era Ben el que lo empunaba. Ben, su propio creechi, el bastardo de mierda, gris y sarnoso, con la cara de estupido de siempre, pero empunando un fusil.

No es facil volverle la espalda a dos fusiles que le estan apuntando a uno, pero Davidson echo a andar hacia el campo.

Detras de el alguien dijo en voz alta y chillona una palabra creechi. Otra voz dijo: —?Rapido-volando!

Y hubo un rumor extrano, como un gorjeo de pajaros que quiza era la risa de los creechis. Sono un disparo y la bala paso zumbando por el camino, a un paso de Davidson. Cristo, eso no era justo, ellos tenian los fusiles. Echo a correr. Corriendo podia ganarle a cualquier creechi. Y ellos no sabian disparar un fusil.

—Corra —dijo a sus espaldas la voz tranquila y lejana.

Ese era Caracortada. Selver, asi se llamaba. Sam, le decian, hasta que Lyubov impidio a Davidson que se vengara del nativo, y le convirtio en un nino mimado; despues de eso todo el mundo le llamaba Selver. Cristo, que era todo aquello, una pesadilla. Corrio.

Sentia el golpeteo de la sangre en los oidos. Corrio, corrio en el atardecer humeante y dorado. Habia un cuerpo junto al camino; Davidson no le habia visto al venir, no estaba quemado, parecia un gran globo blanco que

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