las ventanas de la planta baja estaban abiertas, y las luces y el sonido de voces revelaban donde estaban terminando de cenar los ocupantes. Todo era tan publico y ostensible como una colecta de caridad. Sintiendome como el mayor tonto de la Tierra, abri la puerta del jardin y toque el timbre.
Un hombre de mi especie, que ha viajado por todo el mundo, se lleva a la perfeccion con dos clases, las que podriamos llamar alta y baja. Las comprende y ellas le comprenden a el. Yo me sentia muy a gusto con pastores, vagabundos y picapedreros, y me sentia bastante bien con personas como sir Walter y los hombres que habia conocido la noche anterior. No se explicar por que, pero es un hecho. Sin embargo, lo que las personas como yo no pueden entender es el mundo comodo y satisfecho de la clase media, la gente que vive en villas y suburbios. No sabe cuales son sus opiniones, no entiende sus convencionalismos, y desconfia tanto de ellos como de una cobra negra. Cuando una impecable doncella me abrio la puerta, apenas pude pronunciar palabra.
Pregunte por el senor Appleton, y la doncella me franqueo la entrada. Mi plan era irrumpir en el comedor y, por medio de mi subita aparicion, despertar en los hombres aquella chispa de reconocimiento que confirmaria mi teoria. Pero cuando me vi en aquel vestibulo no fui dueno de mi mismo. Alli estaban los palos de golf y las raquetas de tenis, las gorras y los sombreros de paja, las hileras de guantes y el haz de bastones que encuentras en diez mil hogares britanicos. Un monton de abrigos cuidadosamente doblados cubria la superficie de una antigua comoda de roble; habia un gran reloj y algunos relucientes calentadores de laton en las paredes, ademas de un barometro y un grabado de Chiltern ganando el St. Leger. El lugar era tan ortodoxo como una iglesia anglicana. Cuando la doncella me pregunto mi nombre se lo di automaticamente, y fui introducido en el salon de fumar, a la derecha del vestibulo. Esa habitacion era incluso peor. No tuve tiempo de examinarla, pero vi algunas fotografias de grupo en la repisa de la chimenea, y habria podido jurar que pertenecian a escuelas particulares o universidades inglesas. Solo eche una ojeada, pues consegui recobrar la sangre fria y segui a la doncella. Pero llegue demasiado tarde. Ella ya habia entrado en el comedor y dado mi nombre a su senor, y yo habia perdido la oportunidad de ver la reaccion de los tres al oirlo.
Cuando entre en la habitacion, el anciano de la cabecera de la mesa se habia levantado para recibirme.
Iba vestido de etiqueta -chaqueta corta y corbata negra-, igual que el otro, al que mentalmente llame «el gordo». El tercero, el tipo moreno, llevaba un traje de sarga azul y un cuello blanco, y los colores de un club o un colegio.
La reaccion del anciano fue perfecta.
– ?Senor Hannay?-dijo con un titubeo-. ?Deseaba verme? Volvere en seguida, amigos. Sera mejor que vayamos al salon de fumar.
Aunque no tenia ni un gramo de seguridad en mi mismo, me esforce en seguir jugando la partida. Cogi una silla y me sente.
– Creo que ya nos conocemos -me apresure a decir-, y supongo que ya sabe lo que quiero.
La luz era muy tenue, pero por lo que pude ver en sus caras, interpretaron muy bien el papel de desconcierto.
– Quiza, quiza -dijo el anciano-. No tengo muy buena memoria, pero me temo que debe revelarme el motivo de su visita, senor, porque no lo conozco.
– De acuerdo -repuse, mientras experimentaba la sensacion de estar diciendo tonterias-. He venido para comunicarles que el juego ha terminado. Aqui tengo una orden de arresto contra ustedes tres, caballeros.
– ?Arresto? -repitio el anciano, y parecio verdaderamente trastornado-. ?Arresto! Santo Dios, ?por que?
– Por el asesinato de Franklin Scudder, en Londres, el dia veintitres del mes pasado.
– Nunca habia oido ese nombre -dijo el anciano con voz aturdida.
Entonces hablo uno de los otros:
– Se refiere al asesinato de Portland Place. Lo lei en los periodicos. ?Santo Cielo, usted debe estar loco, senor! ?De donde viene?
– De Scotland Yard -conteste.
Despues de eso hubo un minuto de silencio absoluto. El anciano clavo los ojos en el plato y jugueteo con una nuez, como un modelo de inocente estupefaccion.
Entonces hablo el gordo. Tartamudeo un poco, como un hombre que escogiera sus palabras.
– No te pongas nervioso, tio -dijo-. Todo esto es una equivocacion ridicula; pero esas cosas ocurren algunas veces, y podemos aclararlas facilmente. No nos costara demostrar nuestra inocencia. Yo puedo demostrar que el veintitres de mayo estaba fuera del pais, y Bob se hallaba en una clinica. Tu te encontrabas en Londres, pero puedes explicar que hacias alli.
– ?Desde luego, Percy! Claro que es muy facil. ?El veintitres! Eso fue el dia siguiente de la boda de Agatha. Veamos. ?Que hice? Llegue de Woking por la manana, y almorce en el club con Charlie Symons. Despues… ?Ah, si!, cene con los Fishmonger. Lo recuerdo porque el ponche no me sento nada bien, y a la manana siguiente estaba indispuesto. Sin ir mas lejos, tengo la caja de cigarros que traje de la cena. -Senalo un objeto que habia encima de la mesa, y se rio nerviosamente.
– Creo, senor -dijo el joven, dirigiendose respetuosamente a mi-, que usted mismo se habra dado cuenta del error. Queremos ayudar a la ley como todos los ingleses, y no deseamos que Scotland Yard quede en ridiculo. ?No es asi, tio?
– Desde luego, Bob. -El anciano parecia estar recobrando la voz-. Desde luego, haremos todo lo que este en nuestra mano para ayudar a las autoridades. Pero… pero esto es un poco excesivo. No logro recobrarme de la sorpresa.
– ?Como se reiria Nellie!-dijo el hombre gordo-. Siempre afirmaba que te moririas de aburrimiento porque nunca te ocurria nada. Y ahora vas a desquitarte con creces -y se echo a reir de un modo muy agradable.
– Por Jupiter, si. ?Imaginate! Vaya una historia para explicar en el club. La verdad, senor Hannay, supongo que deberia estar enfadado para demostrar mi inocencia, pero es demasiado gracioso. ?Casi le perdono el susto que me ha dado! Parecia usted tan triste, que he pensado que tal vez habia matado a alguien estando dormido.
No podia ser una actuacion; era detestablemente genuino. Se me cayo el alma a los pies, y mi primer impulso fue pedir disculpas y marcharme. Pero me dije a mi mismo que no podia darme por vencido, aunque me convirtiese en el hazmerreir de toda Gran Bretana. La luz de las velas era muy tenue, y para disimular mi confusion me levante, fui hacia la puerta y encendi la luz electrica. El subito resplandor les hizo parpadear, y yo escrute los tres rostros.
No me sirvio de nada. Uno era viejo y calvo, otro era corpulento, y otro era moreno y delgado. Su aspecto no desmentia que fuesen los tres que me habian perseguido en Escocia, pero nada les identificaba. No entiendo por que yo, que como picapedrero habia cruzado mi mirada con dos pares de ojos, y como Ned Ainslie con otro par, por que yo, que tengo buena memoria y el don de la observacion, no pude reconocerles. Parecian lo que afirmaban ser, y no habria podido jurar que no lo eran.
En aquel agradable comedor, con grabados en las paredes y el retrato de una anciana dama encima de la repisa de la chimenea, no vi nada que les relacionara con los fanaticos de los paramos. Habia una pitillera de plata junto a mi, y vi que habia sido ganada por Percival Appleton, del club de St. Bede, en un torneo de golf. Tuve que concentrarme en el recuerdo de Peter Pienaar para no salir corriendo de aquella casa.
– Bueno -dijo cortesmente el anciano-, ?esta satisfecho del interrogatorio, senor?
No encontre palabras para responder.
– Espero que considere compatible con su deber olvidar este ridiculo asunto. No me quejo, pero es muy molesto para personas respetables como nosotros.
Menee la cabeza.
– Oh, Dios mio -exclamo el hombre joven-. ?Esto es demasiado!
– ?Acaso se propone llevarnos a la comisaria de policia?-pregunto el gordo-. Quiza esto fuera lo mejor, pero supongo que no se contentara con la policia local. Tengo derecho a pedirle que nos ensene la orden de arresto, pero no quiero formular ninguna calumnia contra usted. Solo esta cumpliendo con su deber. Sin embargo, admitira que lo hace con mucha torpeza. ?Puedo saber cuales son sus intenciones?
No habia nada que hacer mas que llamar a mis hombres y arrestarles, o bien confesar mi error y marcharme. Estaba hipnotizado por el lugar, por el aire de absoluta inocencia, no solo inocencia, sino sincera estupefaccion e inquietud en aquellos tres rostros.
«Oh, Peter Pienaar», gemi interiormente, y en ese momento estuve a punto de maldecirme por tonto y pedirles perdon.