John Buchan

Los 39 Escalones

Titulo original: The 39 steps

A Thomas Arthur Nelson

(Lothian and Border House)

Mi querido Tommy: Tu y yo compartimos desde hace tiempo la aficion a ese tipo de cuento elemental que los americanos llaman la «novela de diez centavos» y que nosotros conocemos como «novela de aventuras»: el relato en el que los incidentes desafian a las probabilidades y rozan los limites de lo imposible. El invierno pasado, durante una enfermedad, agote mis reservas de ese medio de distraccion, y tuve que escribir uno para mi mismo. Este pequeno volumen es el resultado, y he querido incluir tu nombre en recuerdo de nuestra amistad, durante una epoca en la que la ficcion mas absurda es mucho menos improbable que la realidad.

J. B.

1. El hombre que murio

Aquella tarde de mayo, hacia las tres, volvi de la City bastante hastiado de la vida. Hacia tres meses que me encontraba en la madre patria, y ya estaba harto de ella. Si un ano antes me hubieran dicho que me sentiria asi, no me lo habria creido; pero asi era. La lluvia me ponia de malhumor, el lenguaje del ingles corriente me ponia enfermo, no podia hacer bastante ejercicio, y las diversidades de Londres me parecian tan insulsas como una gaseosa dejada mucho tiempo al sol. «Richard Hannay -me decia a mi mismo una y otra vez-, has caido en una zanja, amigo mio, y sera mejor que te des prisa en salir.»

Me mordia los labios solo de pensar en todos los planes que habia hecho durante los ultimos anos pasados en Buluwayo. Fueron muchos; no extraordinarios, pero si lo bastante buenos para mi; y habia imaginado gran cantidad de medios para divertirme. Mi padre me saco de Escocia a los seis anos, y no habia estado en casa desde entonces, de modo que Inglaterra me parecia un cuento de Las mil y una noches, y mi intencion era quedarme alli hasta el fin de mis dias.

Pero desde el primero me decepciono. Al cabo de una semana estaba cansado de ver monumentos, y al cabo de un mes estaba harto de restaurantes, teatros y carreras de caballos. No tenia ningun amigo con quien salir, lo que probablemente explica las cosas. Mucha gente me invitaba a su casa, pero nadie parecia demasiado interesado por mi. Me hacian una o dos preguntas sobre Sudafrica, y despues volvian a sus asuntos. Muchas damas imperialistas me invitaban a tomar te para presentarme a maestros de escuela de Nueva Zelanda y editores de Vancouver, y esto era lo peor de todo. Alli estaba yo, a los treinta y siete anos, sano de cuerpo y alma, con dinero suficiente para pasarlo bien, bostezando de aburrimiento durante todo el dia. Empezaba a tomar en consideracion la idea de largarme y regresar a las estepas africanas, pues era el hombre mas aburrido del Reino Unido.

Aquella tarde habia estado hablando con mis corredores sobre posibles inversiones para distraerme un poco, y de regreso a casa pase por mi club, que era mas bien un antro que admitia socios de las colonias. Tome varias copas y lei los periodicos vespertinos. Todos comentaban la delicada situacion en el Proximo Oriente, y habia un articulo sobre Karolides, el primer ministro griego. Lo describia bastante bien. Por lo visto era un hombre importante en la escena internacional; y jugaba limpio, cosa que no podia decirse de la mayoria. Deduje que en Berlin y Viena le odiaban a muerte pero que nosotros le apoyariamos, y un periodico decia que era el unico obstaculo entre Europa y Armagedon. Recuerdo que me pregunte si podria conseguir un empleo en esa zona. Estaba convencido de que Albania era uno de esos lugares donde es imposible aburrirse.

Alrededor de las seis fui a casa, me vesti, cene en el Cafe Royal, y me meti en un teatro de variedades. Era un espectaculo soporifero, compuesto por mujeres que brincaban y hombres con cara de mono, y me quede poco rato. La noche era esplendida y regrese andando al piso que habia alquilado cerca de Portland Place. La gente paseaba junto a mi charlando animadamente, y envidie a esas personas por tener algo que hacer. Esas dependientas y oficinistas, petimetres y policias, sentian por la vida un interes que les impulsaba a seguir adelante. Di media corona a un mendigo porque le vi bostezar; sufria del mismo mal que yo. En Oxford Circus levante los ojos al cielo de primavera e hice un juramento. Concederia otro dia a la madre patria para que me proporcionara alguna distraccion; si no sucedia nada, tomaria el primer barco con destino a Ciudad del Cabo.

Mi apartamento estaba en el primer piso de un edificio nuevo detras de Langham Place. Habia una escalera corriente con un conserje y un ascensorista en la entrada, pero no habia ningun restaurante ni nada por el estilo, y cada piso estaba completamente aislado de los demas. Odio a las criadas por principio, de modo que un hombre venia a servirme durante el dia. Llegaba antes de las ocho de la manana y solia marcharse a las siete, pues yo nunca cenaba en casa.

Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando repare en la presencia de un individuo junto a mi. No le habia visto acercarse, y su subita aparicion me sobresalto. Era un hombre- delgado, con una barba castana y penetrantes ojillos azules. Le reconoci como el ocupante del piso superior, con el cual me habia cruzado algunas veces en la escalera.

– ?Puedo hablar con usted? ?Me permite que entre un momento? -dijo. Hacia un visible esfuerzo para dominar el temblor de su voz, y me tocaba el brazo con una mano.

Abri la puerta y le indique que entrara con un gesto. En cuanto hubo traspuesto el umbral se dirigio a la habitacion trasera, donde yo solia fumar y escribir cartas. Despues dio media vuelta y regreso sobre sus pasos.

– ?Ha cerrado la puerta? -pregunto febrilmente, y el mismo corrio la cadena. -Lo siento mucho -dijo humildemente-. No deberia tomarme tantas libertades, pero usted parece ser un hombre comprensivo. He pasado toda la semana pensando en usted, desde que las cosas se pusieron dificiles. Digame, ?querra hacerme un favor?

– Le escuchare -repuse-. No puedo prometerle mas.

Empezaban a inquietarme las bufonadas de aquel nervioso personaje.

A su lado habia una mesa con una bandeja de bebidas, de la que se sirvio un cargado whisky con soda. Se lo tomo en tres tragos, y resquebrajo el vaso al dejarlo sobre la mesa.

– Perdone -dijo-, esta noche estoy un poco nervioso. Vera, da la casualidad de que en este momento estoy muerto.

Yo me sente en un sillon y me puse a encender la pipa.

– ?Que se siente estando muerto? -pregunte. Estaba seguro de que tenia que habermelas con un loco.

Una sonrisa distendio su avispado rostro.

– No estoy loco… todavia. Escuche, senor, le he estado observando, y me parece que es usted una persona ecuanime. Tambien me parece un hombre honrado, y lo bastante valiente para no amilanarse con facilidad. Voy a confiar en usted. Necesito que alguien me ayude, y quiero saber si puedo contar con usted.

– Cuenteme de que se trata -dije-, y despues le contestare.

Parecio prepararse para un gran esfuerzo, y despues se lanzo al mas extrano de los galimatias. Al principio no entendi nada, y tuve que interrumpirle para hacerle unas cuantas preguntas. Pero la esencia del asunto es esta:

Era americano, de Kentucky, y al terminar la carrera, como disponia de medios economicos, decidio ver un poco de mundo. Sabia escribir, y trabajo como corresponsal de guerra para un periodico de Chicago; despues

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