Como siempre en este pais, pensaba, todo se ensambla mal, y, el tiempo, que no puede volver hacia atras, sabe permanecer y uno esta aqui y ahora, y dentro de unas horas va a la oficina y se encuentra alli y en ese otro momento del futuro, pero con un pedazo del pasado flotando en el aire y titilando para llamar la atencion desde las pantallas monocromaticas de las computadoras IBM ensambladas en 1980 que hizo comprar la presidencia de Alfonsin.
Durante un tiempo, poco antes de que terminara el siglo, habia vivido con la creencia de que no haber nacido en la ciudad era una desventaja. De hecho, para algunas chicas de la Facultad de Arquitectura, que viniese de Bahia era una suerte de estigma: la culpa de ser un chico de provincia, ese acento que aqui sonaba como campesino, y que la gente impostaba para cantar temas de folklore argentino. Habia pasado la infancia y terminado los estudios secundarios en una ciudad pequena, de menos de un millon de habitantes y recien ahora, al cabo de una decada de vivir aqui, y de haber conocido grandes ciudades de Europa y de la costa oeste americana, advertia que esa diferencia tambien habia tenido sus ventajas.
Para el que llega a la ciudad ignorando sus barrios, los nombres de las calles y la ubicacion de los lugares donde ocurrieron los principales acontecimientos que todos recuerdan, la ciudad se manifiesta en un bloque donde todo es presente, o mejor dicho, donde todo se da a un mismo tiempo, de modo que pasan anos hasta que pueden interpretarse los espacios y las construcciones como resultados del curso de un tiempo que les imprimio tales o cuales significados.
Viendola desde alli, desde este siglo, pensaba que su etapa de asimilacion a la ciudad se vio favorecida porque el estigma de no compartir la memoria colectiva de la que todos parecian jactarse, le permitia conocer todo en bloque, sin perderse en detalles insignificantes como el acento de una voz que revela un origen de clase o de zona, o como la jerarquia social de un bar o de una disco y el valor relativo de una universidad o de un lugar de empleo.
Esto es Kyoto, pensaba recordando los quince dias pasados en la feria electronica, donde trataban de venderles equipos indescifrables en una ciudad enteramente indescifrable. Las esquinas iguales, la gente era casi igual, y los hoteles eran tan parecidos que cada concurrente a la feria y a los cursos de capacitacion debia llevar prendida en la solapa una tarjeta impresa con los caracteres que identificaban su alojamiento, el unico lugar donde podian comer y donde debian pernoctar. A muchos les sucedio lo mismo: llegaban agotados al hotel, y el personal miraba sus tarjetas y les senalaba el portal y una direccion en la que deberian seguir caminando para encontrar el suyo, igual, con las mismas carteleras de neon y con los mismos uniformes solo diferenciados por lo que debian decir los signos japoneses bordados en las mangas.
La llorona infiel no parecio creerle que habia estado en Kyoto. O tal vez lo creyera y prefirio representar indiferencia para concentrarse en lo unico que le importaba: el cuerpo. No lo podia saber, pero como ante el registro de una pista sonora que no permite identificar quien hablo ni a quienes se refirio esa voz con los pronombres 'vos', 'ella', 'yo' y 'ustedes', sobre lo que es imposible saber, mas vale no intentar indagaciones que solo llevan a perder tiempo y a cargarse de dudas sobre todas las cosas.
Lo importante de esa mujer era que lloraba bien, que tenia, como decia su novia 'mucha piel en la cama', y que habia podido registrar el numero de su celular y que seguramente la llamaria.
Si uno pudiera comportarse todos los dias como si estuviese en Kioto, o en Shangai que ha de ser mas indescifrable, y viviera todo el tiempo ateniendose a averiguar solamente lo que se puede llegar a saber y empenandose en buscar solamente lo que se puede conseguir, toda la vida se volveria tan facil como el atardecer de aquel domingo.
Era previsible que ella, medio satisfecha y asustada por el caos de los pasillos se hubiera vuelto a la casa del marido. Ahora solo le faltaba llamarla y volver a encontrarla. Daba igual que siguiera la lluvia, que hubiera un ahogado y que los policias anduvieran por ahi enredandose en sus propias rutinas y montando un espectaculo de ordenes, tramites y uniformes como en una pelicula argentina de los anos cincuenta. La policia era el pasado invadiendolos y haciendo boludeces por los pasillos.
Debian contribuir el cambio de clima, el viento fresco y la noticia de que todo el material relevado estaba en la kombi y en camino a la oficina, pero, al salir a la calle y, pese a la llovizna y al peso de su bolso, dispuesto caminar por la Libertador hacia la oficina, sentia crecer algo que otros llamarian felicidad junto a la certidumbre de que debia ser el unico arquitecto que entendia esto.
Estaba seguro de que nadie objetaria los comprobantes por ciento sesenta pesos gastados en el alquiler de un apartamento y el delivery del sushi de esa tarde.
Estaba seguro de que pronto construiria casas y que estas experiencias le servirian para construir mejor. Estaba seguro de que antes refaccionaria su casa de la playa, agregaria un mirador, y ampliaria el jardin librando a la construccion de esa horrible cochera con techo a dos aguas y tejas falsas.
Estaba seguro de ser el unico arquitecto que se desempanaba en el servicio, por lo menos, en funciones tecnicas de ese nivel. Estaba seguro de que ningun agente o funcionario de procedencia politica o de otros organismos de defensa y seguridad entendia su trabajo y de que todos por igual apostaban a una carrera imaginaria y pretendian ser jefes, lo que terminaba dejandolos pendientes de sus jefes.
Pasaba junto a un edificio de viviendas en torre cuyo proyecto habia estudiado en la Facultad. Los constructores lo habian promovido como un modelo del ideal de seguridad. A mas de dos mil dolares el metro cuadrado, el mas pequeno de los semipisos debia valer entre seiscientos y novecientos mil. No descartaba que tal vez alli alguien fuera feliz, pero en aquel momento tambien el era feliz.
Felicidad, seguridad, pasar los comprobantes de los gastos, llamar a la llorona, firmar los informes, de paso averiguar como calificaron al servicio de aquel domingo. Enumeraba todo y lo repetia mentalmente: Seguridad… Felicidad… Telefonear… Cobrar… Firmar… Lo repetia como al dictado de una voz interior: era una buena agenda para una semana que prometia empezar bien.
marzo de 2001