nada mas; nunca los llevo al Laberinto. Pretendia que solo Manan, completamente fiel, conociera esos caminos secretos. Porque eran de ella, solo de ella, para siempre. Ahora la exploracion que hacia del Laberinto era minuciosa. Durante todo el otono, paso muchos dias recorriendo las galerias interminables, y aun quedaban zonas a las que nunca habia llegado. Era fatigoso recorrer aquella marana de caminos, vasta e ininteligible; se le cansaban las piernas y se aburria, siempre contando y recontando los recodos y pasadizos de detras y de delante. Era una obra prodigiosa que se extendia bajo tierra, en la dura roca, como las calles de una gran ciudad; pero habia sido hecha para cansar y confundir al mortal que la transitara, y aun las sacerdotisas tenian que sentir que no era en verdad mas que una trampa gigantesca.
Por eso, y cada vez mas a medida que arreciaba el invierno, se dedico a explorar a fondo el Palacio mismo, los altares y alcobas, detras y debajo de los altares, las camaras atestadas de cofres y cajas, el contenido de los cofres y las cajas, los pasadizos y desvanes, la polvorienta cavidad bajo la cupula donde anidaban centenares de murcielagos, los sotanos y subsolanos que eran las antecamaras de los corredores en tinieblas.
Con las manos y las mangas perfumadas por la reseca fragancia del almizcle que se habia convertido en polvo al cabo de ocho siglos en un cofre de hierro, y la frente manchada por los colgajos negros de las telaranas, se pasaba las horas de rodillas estudiando las tallas de un hermoso arcon de madera de cedro, carcomido de vejez, regalo de algun rey a las Potestades Sin Nombre de las Tumbas. Alli estaba el rey, una minuscula figura hieratica con una nariz enorme, y tambien el Palacio del Trono, con la cupula hundida y las columnas del portico talladas en delicados relieves sobre la madera por algun artista que habia sido un punado de cenizas durante quien sabe cuantos anos. Y alli estaba la Sacerdotisa Unica, aspirando los vapores narcoticos de las bandejas de bronce y prodigando profecias o consejos al rey, con la nariz rota en esta escena; la cara de la Sacerdotisa era demasiado pequena para que se le distinguiesen las facciones, pero Arha imaginaba que aquella cara era la suya. Se preguntaba que le habria dicho al rey de la gran nariz y si el se habria sentido agradecido.
Tenia en el Palacio del Trono sus lugares favoritos, como se tienen rincones favoritos en una casa soleada. Iba a menudo al pequeno desvan que habia encima de los vestuarios, en los fondos del Palacio. Alli se guardaban las antiguas vestiduras y atavios, vestigios de los tiempos en que los grandes reyes y senores acudian a rendir culto al Lugar de las Tumbas de Atuan, aceptando la existencia de un poder superior a ellos y a cualquier hombre. A veces sus hijas, las princesas, se ataviaban con sedas blancas y suaves, recamadas con topacios y oscuras amatistas, y danzaban con la Sacerdotisa de las Tumbas. Entre los tesoros habia unas tablillas de marfil pintadas, que representaban una de esas danzas, con los senores y los reyes esperando fuera del Palacio, porque entonces como ahora ningun hombre ponia jamas el pie en el suelo de las Tumbas. Solo las doncellas podian entrar, y danzaban con la Sacerdotisa, vestidas de seda blanca. Entonces como ahora, la Sacerdotisa llevaba siempre una tunica rustica de lienzo negro; pero a ella le gustaba acariciar aquellas telas suaves y delicadas, desgastadas por el tiempo, y las joyas que se desprendian de la seda. En los arcones habia un aroma distinto de todos los almizcles e inciensos de los templos del Lugar: un aroma mas fresco, mas ligero, mas joven.
Los buhos, indiferentes, posados en las vigas, abrian y cerraban los ojos amarillos. Un atisbo de claridad estelar brillaba entre las tejas del techo; o bien la nieve se filtraba por los resquicios, tenue y fria como aquellas sedas antiguas que se deshacian al tacto.
Una noche de fines del invierno, hacia mucho frio en el Palacio. Fue a la puerta-trampa, la levanto, se escurrio hasta los escalones, y volvio a cerrar la puerta encima de ella. Llego en silencio al pasadizo de acceso a la Cripta, que ahora conocia tan bien. Naturalmente, alli nunca encendia ninguna luz, y si llevaba una linterna, porque habia estado en el Laberinto o para alumbrarse al aire libre en las tinieblas de la noche, la apagaba antes de acercarse a la Cripta. Jamas, en todas las veces sucesivas en que habia sido sacerdotisa, habia visto aquel lugar. Al entrar en el pasadizo, soplo la bujia de la lampara, y sin acortar el paso siguio avanzando en la profunda oscuridad como un pececillo en aguas tenebrosas. Alli, fuese invierno o verano, no habia frio ni calor: siempre la misma frescura constante, un poco humeda, invariable. Arriba, los grandes vientos helados del invierno azotaban el desierto con la polvareda de la nieve. Aqui no habia viento ni estaciones; era un lugar cerrado, tranquilo, seguro.
Iba a la Camara Pintada. Le gustaba ir alli a veces a estudiar las extranas pinturas murales que brotaban de pronto de la oscuridad al resplandor de la bujia: hombres de largas alas y ojos grandes, serenos y displicentes. Nadie hubiera podido decirle que eran, no habia pinturas semejantes en ninguna otra parte del Lugar, pero ella creia saberlo: eran los espiritus de los condenados, de los que no renacen. Como la Camara Pintada estaba en el Laberinto, primero tenia que atravesar la caverna bajo las Piedras Sepulcrales. Se acercaba ahora a la Cripta, bajando por el pasadizo en declive, cuando vislumbro un debil color gris, el reflejo de un destello, el eco del eco de una luz remota.
Penso que los ojos la enganaban, como le ocurria con frecuencia en aquella negra oscuridad. Los cerro y el resplandor se desvanecio. Los abrio y reaparecio.
Se habia detenido y permanecia inmovil. Gris, no negro. Un apagado halo de palidez, apenas visible, alli donde nada podia ser visible, donde todo tenia que ser oscuridad.
Avanzo unos pasos y alargo la mano hacia ese rincon de la pared del tunel; y alcanzo a ver el movimiento de la mano, infinitamente debil.
Siguio avanzando. Era tan extrano que estaba mas alla del pensamiento, mas alla del miedo, este debil brote de luz donde nunca habia habido luz, en la tumba mas profunda de la oscuridad. Siguio avanzando, descalza, vestida de negro. En la ultima vuelta del pasadizo, se detuvo; luego muy lentamente dio un ultimo paso, y miro, y vio lo que jamas habia visto, aunque hubiera vivido un centenar de vidas: la enorme boveda bajo las Piedras Sepulcrales, excavada no por la mano del hombre sino por los poderes de la Tierra. Enjoyada con cristales y ornamentada con pinaculos y filigranas de caliza blanca, donde las aguas subterraneas habian trabajado durante anos, inmensa, de techos y paredes rutilantes, delicada e intrincada: un palacio diamantino, una casa de cristal y amatista, donde el esplendor de la luz habia expulsado las tinieblas antiguas.
No brillante, sino enceguecedora para el ojo habituado a la oscuridad, era la luz que obraba este prodigio.
Un resplandor suave, como un fuego fatuo que se desplazaba lentamente por la caverna; arrancaba mil destellos a los cristales del techo y proyectaba mil sombras fantasticas a lo largo de las esculpidas paredes.
La luz ardia en el extremo de una vara de madera, sin humo y sin consumirse. Una mano humana sostenia la vara. Arha vio la cara junto a la luz: una cara oscura; la cara de un hombre.
Arha no se movio.
Durante largo rato el hombre anduvo de un lado a otro por la vasta caverna. Iba y venia como si buscara algo, escudrinando detras de las cataratas de encaje de las piedras, estudiando los diversos corredores que desembocaban en la Cripta, aunque sin internarse en ellos. Y mientras, la Sacerdotisa de las Tumbas permanecia inmovil, en el angulo oscuro del pasadizo, aguardando. Quiza lo que mas le costaba creer era que estaba viendo a un desconocido. Rara vez habia visto a gente desconocida. Supuso que tenia que ser uno de los guardianes; no, uno de los hombres de extramuros, un cabrerizo o un guardia, algun siervo de! Lugar que habia entrado a ver los secretos de los Sin Nombre, tal vez a robar algo en las Tumbas…
A robar algo. A robar a las Potestades Oscuras. Un sacrilegio: la palabra entro lentamente en el animo de Arha. Era un hombre y ningun hombre podia hollar el suelo de las Tumbas, el Lugar Sagrado. Sin embargo, alli estaba, en la gruta que era el corazon de las Tumbas. Habia entrado. Y habia encendido una luz alli donde la luz estaba prohibida, donde jamas habia habido luz desde los origenes del mundo. ?Por que los Sin Nombre no lo fulminaban?
Ahora el hombre estaba quieto y escudrinaba la superficie agrietada y removida del suelo rocoso; era evidente que habia sido excavado y vuelto a llenar. Algunos terrones sueltos, acres y esteriles, no habian sido apisonados.
Los Senores habian devorado a los tres prisioneros. ?Por que no devoraban tambien a este intruso? ?A que esperaban?
A que las manos que eran de ellos se moviesen, a que la lengua que era de ellos hablase…
—?Vete! ?Vete! ?Sal de aqui! —grito de pronto a toda voz.
Los grandes ecos que chillaron y retumbaron en la caverna parecieron enturbiar el rostro oscuro, sorprendido, que se volvio hacia Arha y por un instante la miro a traves del tremulo esplendor de la caverna. Luego la luz desaparecio. El esplendor desaparecio. Oscuridad cerrada, y silencio.
Ahora volvia a ser capaz de pensar. Se habia liberado del hechizo de la luz.
El hombre tenia que haber entrado por la puerta de las piedras rojas, la Puerta de los Prisioneros, e