absurda.

– Si; tienes razon -dijo Brusca, tratando de hacer como si estuvieran comentando la calidad de un equipo de futbol y no la corrupcion del sistema judicial. Y anadio-: Pero no lo creo posible.

– ?Por que me los has traido entonces? -pregunto Brunetti sin tratar de disimular el enojo.

Tardo en llegar la respuesta de Brusca, que al fin dijo:

– Pense que a ti podria ocurrirsete que hacer. Y confiaba en que te escandalizarias.

– Esa palabra me parece demasiado fuerte -dijo Brunetti.

– Esta bien, nada de escandalo. Esperanzado, entonces. Quiza sea eso lo que admiro en ti, que aun puedas esperar que las cosas se arreglen y las Cuadras de Augias queden limpias.

– Eso, como tu bien dices, no es posible -convino Brunetti. Entonces, volviendo al motivo de la llamada y recobrando la voz de la amistad, pregunto-: Con franqueza, ?por que me los has dado a mi?

Despues de una pausa, Brusca contesto:

– Quiza esperaba que tu pudieras hacer algo. -Y, en un tono que, segun parecio a Brunetti, el trataba de hacer desenfadado, anadio-: Ademas, siempre da gusto causar problemas a esa gente.

– Vere que puedo hacer -dijo Brunetti, consciente de que la posibilidad era remota.

Brusca se despidio rapidamente y corto.

Brunetti apoyo el codo izquierdo en la mesa y se froto el labio inferior con la una del pulgar. Sentia la humedad de la camisa en las axilas y en la espalda. Se acerco a la ventana y miro el agua del canal, negra a la cruda luz del dia. Campo San Lorenzo se cocia al sol, desierto; no se veia ni a los gatos residentes en la comunidad del andamio levantado ante la fachada de la iglesia. Brunetti se pregunto si tambien ellos se habrian ido de vacaciones.

Brunetti se permitio fantasear sobre vacaciones para gatos en el campo o en la playa, sufragadas por la cooperativa de los amigos de los animales. El detestaba a los «animalisti» porque defendian a las abominables palomas, vehiculo de infecciones, y porque habian hecho una redada de todos los gatos callejeros de la ciudad, para regocijo de la creciente poblacion de ratas. A proposito de animales, anadio a su lista de indeseables a los que no limpiaban lo que ensuciaba su perro; si de el dependiera, tras la multa que les impondria no les quedarian ganas de…

– ?Comisario?

La voz corto su especulacion acerca de la cuantia de la multa y del sistema que disenaria para recaudarla.

– ?Si, signorina? -dijo volviendose hacia la puerta-. ?Que hay?

– Ahora mismo he entrado en la oficina de los agentes y he visto a Vianello. Estaba al telefono y tenia muy mal aspecto.

– ?Esta enfermo? -pregunto Brunetti, pensando en los trastornos repentinos causados por el calor.

La signorina Elettra avanzo unos pasos.

– No lo se, comisario, creo que no. Mas parecia preocupado o asustado, y procuraba que no se le notara.

Brunetti estaba acostumbrado a verla siempre impecable, pero hoy observo con asombro que hasta parecia fresca y, en lugar de preguntar por Vianello, espeto:

– ?Es que usted no tiene calor?

– ?Como dice, comisario?

– Calor. La temperatura. Este calor que hace. ?No siente el calor? -No faltaba sino que le dibujara un sol, para mas enfasis.

– No; no mucho. Estamos solo a treinta grados.

– ?Y eso no es calor?

– Para mi no, senor.

– ?Por que?

La vio dudar sobre que decirle. Finalmente, respondio:

– Me crie en Sicilia, comisario. Supongo que mi cuerpo se aclimato. O mi termostato se programo. O algo por el estilo.

– ?En Sicilia?

– Si, senor.

– ?Y eso?

– Oh, mi padre trabajo alli varios anos -dijo ella con desinteres, dando a entender a Brunetti que tambien el debia desinteresarse o, por lo menos, simularlo.

Obedeciendo la sugerencia, Brunetti dejo de indagar en el tema y pregunto:

– ?Tiene idea de con quien hablaba?

– No, senor; pero se tuteaban. Y el escuchaba mas que hablaba.

Brunetti se levanto. Reunio los papeles que ella le habia subido aquella manana y dijo:

– Voy a ensenarle todo esto. Ahora se lo bajare. -Espero a que ella se marchara, para evitar que Vianello los viera bajar juntos y pensara que ella le habia venido con recaditos.

Ella sonrio antes de volverse hacia la puerta.

– El no me ha visto, comisario -dijo, y salio. Cuando el llego a la puerta del despacho, la joven ya habia desaparecido por el recodo de la escalera.

Brunetti bajo lentamente. Al entrar en la oficina de los agentes, vio a Vianello sentado a su mesa, todavia al telefono. El inspector estaba vuelto a medias hacia el otro lado, pero Brunetti enseguida comprendio lo que habia querido decir la signorina Elettra. Vianello estaba inclinado hacia adelante y, con la mano libre, hacia rodar un lapiz sobre la mesa adelante y atras. Desde aquella distancia, a Brunetti le parecio que tenia los ojos cerrados.

El inspector hacia rodar el lapiz sobre la mesa una y otra vez, sin hablar. Brunetti le vio apretar los labios y luego relajarlos. El lapiz no paraba. Finalmente, Vianello aparto el auricular, muy despacio, con esfuerzo, como si hubiera un campo magnetico entre el aparato y el oido. Lo tuvo ante si durante diez segundos por lo menos, y Brunetti pudo oir la voz que llegaba por el hilo: femenina, cascada, quejumbrosa. Vianello abrio los ojos y contemplo la mesa. Luego, lentamente, con ternura, como si su mano sostuviera a la persona que seguia hablando, colgo el aparato.

El inspector estuvo un rato mirando el telefono. Saco el panuelo y se lo paso por la frente, y despues, lentamente, por toda la cara. Lo guardo en el bolsillo y se levanto. Cuando se volvio hacia la puerta, Brunetti ya habia borrado de su cara toda emocion y empezaba a avanzar hacia su ayudante con los papeles en la mano.

Antes de que Brunetti pudiera referirse a los papeles o decir que queria hablar con el, Vianello dijo:

– Bajemos al puente. Necesito un trago.

Brunetti doblo los papeles pero, como no llevaba la chaqueta, no sabia donde guardarlos. Finalmente, los doblo otra vez y los metio en el bolsillo de atras del pantalon.

Juntos bajaron la escalera y salieron al muelle de la questura. Las gafas de sol de Brunetti se habian quedado en el despacho, en el bolsillo de la chaqueta, y ahora tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos del reverbero.

– Algo asi debe de ser el estar en una rueda de reconocimiento -dijo. Parpadeo hasta que los ojos se acostumbraron a la luz, y entonces, sin bajar la mano, echo a andar hacia el bar.

Bambola estaba detras del mostrador, con una chilaba tan fresca como un documento recien salido del sobre.

Eran mas de las once, y los dos hombres pidieron un spritz. Vianello dijo a Bambola que los sirviera en vasos de agua, con mucho hielo. Cuando las bebidas estuvieron preparadas, Vianello las llevo a la mesa mas alejada de la puerta. Estaba en un rincon mal ventilado, pero a Brunetti ya le daba igual: no era posible tener mas calor del que tenia y aqui, por lo menos, podrian hablar tranquilamente.

Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti decidio dejarse de disimulos y pregunto:

– ?Era tu tia quien estaba al telefono?

Vianello tomo un sorbo, luego un trago mas largo y dejo el empanado vaso en la mesa.

– Si.

– Parecias preocupado -apunto Brunetti.

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